Buscando al señor Goodbar
El corazón es un cazador solitario
«¡No puedo creerlo! Una maestra de niños pequeños alternando por los bares. No me extraña que el país esté bien jodido».
Buscando al señor Goodbar
El desencanto
En un determinado momento de Buscando al señor Goodbar (Looking for Mr. Goodbar, Richard Brooks, 1977), Theresa (Diane Keaton) y James (William Atherton) salen juntos del interior de un bar musical y él exclama excitado: «¡Salgo en la tele! ¡El espejo me adora! ¡Soy una gran estrella! Por eso viene aquí la gente. Para vacilar ante los demás». Precisamente, en la magnífica secuencia previa, el espectador ha podido comprobar como James disfrutaba bailando con una chica y, al mismo tiempo, contemplaba de forma narcisista su propia imagen, primero en el monitor de un televisor y luego ante un gran espejo. El tema que acompañaba a ese fragmento era el enérgico y bailable Love Hangover de Diana Ross, cuya letra expresa sentimientos del tipo: «If there is a cure for this, I don´t want» o «Don´t call a doctor. Don´t call her momma. Don´t call her preacher. No, I don´t need it».
La soledad de los individuos, magnificada por la vida en la gran ciudad, puede ser mitigada en los locales nocturnos a los que todos los solitarios acuden para entablar relaciones. Ahí, uno puede olvidarse momentáneamente de sus problemas gracias al baile, al alcohol o a las drogas, cuyos efectos en los mortales son equiparables a los que tenía el nepente para los dioses griegos: provocan el olvido y alivian el dolor. Pero, desgraciadamente, la curación no es permanente y, al día siguiente, uno tiene que volver a enfrentarse a la dura realidad. Una realidad que parece afectar al comportamiento de todos los personajes que se pasean por este filme de Brooks y cuyo grado de virulencia es apuntado o sugerido por el realizador mediante detalles de todo tipo (desde un noticiario televisivo en el que se habla del aborto y de los movimientos feministas a una cicatriz que revela las inquietantes experiencias sufridas en Vietnam por uno de los personajes masculinos).
La soledad es tan solo uno de los múltiples temas que interesan al director en su antepenúltima y muy densa película, que es también, con toda probabilidad, una de las más fascinantes del cine norteamericano de los años setenta. Obra misteriosa y enigmática como pocas, Buscando al señor Goodbar permite a Brooks, gracias al relato de la doble vida de su protagonista, elaborar un filme de imágenes tan precisas como ambiguas, capaces de reflejar, con gran autenticidad y verosimilitud, la desorientación y el vacío existencial de toda una generación.
Pese a que Buscando al señor Goodbar continúa siendo un tanto desconocida, el desencanto que provoca en el espectador no se encuentra muy alejado del de otras obras coetáneas suyas, caso de El asesinato de un corredor de apuestas chino (The Killing of a Chinese Bookie, John Cassavettes, 1976), Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) o, en términos diferentes (tanto temática como formalmente), La conversación (The Conversation, Francis Ford Coppola, 1974) y We Can´t Go Home Again (Nicholas Ray, 1976). Quien conozca estas películas podrá aceptar o no la filiación que establezco entre las mismas, pero no me la cabe la menor duda de que la amargura que transmiten todas ellas encuentra su origen en una misma raíz: las constantes y diversas crisis políticas y sociales sufridas por Estados Unidos en aquella época, y muy especialmente el trauma provocado por la participación bélica del país en la Guerra de Vietnam (1955-1975) —un auténtico e inesperado campo del horror capaz de infligir, tanto a los soldados como a multitud de ciudadanos sensibles, unos tremendos e irreversibles daños psicológicos y morales—.
Los filmes mencionados reflejan de forma indirecta —alusiva o metafórica— la toma de conciencia de un país, del mismo modo que otros como El cazador (The Deer Hunter, Michael Cimino, 1978) o Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) lo hacen de forma manifiesta. En este sentido, Buscando al señor Goodbar resulta verdaderamente sorprendente e intensa si el espectador, en lugar de limitarse a seguir el hilo del relato que se le propone, consigue conectar emocionalmente con el particular estado de ánimo que transmiten sus imágenes y su música.
Soledad, desorientación, incomunicación, necesidad de afecto, sexo, represión, violencia, esquizofrenia, conflictos entre padres e hijos, conservadurismo moral y religioso, culto a la imagen y al cuerpo… Brooks dirige su mirada a todas estas cuestiones que, por un lado, engloban las obsesiones de la sociedad occidental de los años setenta pero, por el otro —y aquí el realizador demuestra su capacidad visionaria—, también se erigen en un reflejo de la época en que vivimos inmersos actualmente. Casi cuarenta años después de la realización del filme, nos damos cuenta de que las principales diferencias entre ambos periodos históricos vienen dadas, sobre todo, por los avances tecnológicos y por el modo en que internet y las redes sociales han modificado los usos y costumbres a la hora de entablar relaciones personales. Pero, en esencia, seguimos igual o peor, sin certezas a las que agarrarnos y, por ello, Buscando al señor Goodbar tiene una vigencia plena.
La noche se mueve
Theresa Dunn es una mujer joven que, de día, desempeña una labor como docente de niños sordomudos y, de noche, acostumbra a frecuentar bares y discotecas en busca de hombres con los que entablar relaciones de todo tipo. Aparentemente, ciertas circunstancias familiares (el puritanismo moral de su padre) y personales (la inseguridad causada por la escoliosis que padece, la turbación ante un reciente desengaño amoroso) la empujan a ello. Pero lo cierto es que el espectador nunca tendrá absoluta certeza de las auténticas motivaciones que conducen a Theresa a llevar esa errática doble vida que cada vez le provoca más conflictos personales y fracturas psicológicas de todo tipo. Richard Brooks tampoco intentará aclarar el misterio que rodea a Theresa y al resto de personajes con los que esta se irá cruzando.
La evolución dramática del relato y de la propia existencia de la protagonista queda señalada, de forma significativa y fatídica, por una acentuada separación entre su vida diurna y la nocturna. Durante el primer tercio del filme, Brooks dedica un buen número de secuencias —siempre concisas y rápidas, cortantes, repletas de detalles importantes, como si fuesen los breves capítulos de una densa novela— a mostrar el contexto familiar y laboral de Theresa. Sin embargo, durante el resto del metraje, son sus escapadas nocturnas las que irán tomando un mayor protagonismo. Llega un momento en el filme en que Theresa parece vivir una existencia sonámbula, inmersa definitivamente en una noche perpetua, sin ningún atisbo de luz. Como si de una Alicia moderna se tratara, la protagonista cruza cada noche al otro lado del espejo, territorio que alberga unas maravillas diferentes a las que describían las novelas de Lewis Carroll. El mundo nocturno de la gran urbe y los constantes atractivos que ofrece a los individuos —la posibilidad de socializar, de bailar, de beber, de mantener furtivos encuentros sexuales, de sentirse libres y vivos (como afirmará la propia Theresa en una escena)— devienen aquí, más que en un nuevo país de las maravillas, en un lugar cuyas promesas se ven frecuentemente incumplidas.
Brooks, que se encarga también del guión del filme, demuestra una capacidad proverbial para la síntesis narrativa y para el uso dramático de la elipsis. El director consigue definir certeramente el comportamiento de sus personajes a partir de multitud de detalles (sus gestos, sus palabras, su forma de vestir) y sabe cómo acumular espesor dramático, secuencia a secuencia, durante las dos horas de metraje. Aunque el centro de interés principal sea en todo momento la difícil conciliación que Theresa pretende establecer entre sus dos vidas —lo cual la conduce, progresivamente, a una escisión mental cada vez más pronunciada—, lo cierto es que ese carácter bipolar parece menos un problema individual que un síntoma de la época que le ha tocado vivir (y que afecta, en diferente forma, a muchos otros personajes): desde Katherine (Tuesday Weld), la supuesta hermana «perfecta» de Theresa —capaz de mantener dos relaciones sentimentales al mismo tiempo y de participar en orgías—, hasta su amigo James —un asistente social cuya aparente normalidad será puesta en entredicho cuando se invente una delirante historia para commover a Theresa y propiciar un encuentro sexual con ella—.
También encontramos a personajes más extremos, como Tony (Richard Gere) — un tipo tan seductor como violento, probablemente trastornado por su experiencia en Vietnam, convertido en una especie de gigoló de discoteca que seduce a todas las mujeres que se le ponen por delante y, luego, pretende asustarlas efectuando delirantes numeritos con una navaja fosforescente—, o Gary (Tom Berenger) —un tipo traumatizado por una homosexualidad reprimida que mantuvo oculta hasta que fue a parar a prisión, lugar en el que, como él mismo reconoce, «o peleabas o te daban por el culo»—. Pese a tener una protagonista central, no cuesta entender el filme de Brooks como un auténtico y penetrante retrato coral, más arriesgado y complejo a la hora de elaborar su estructura que otros filmes, también interesantes, pero concebidos de forma más mecánica y artificial, como Vidas cruzadas (Short Cuts, Robert Altman, 1993) y Magnolia (Paul Thomas Anderson, 1999).
En todo caso, la dualidad de Theresa no es representada solo a partir de la grieta, cada vez mayor, entre sus días y sus noches, sino que también se manifiesta en las constantes fugas de la realidad experimentadas por la protagonista. Estos instantes suelen ser visualizados por Brooks en breves escenas que, en apariencia, no rompen con la continuidad del relato pero sí modifican, perceptiblemente, el tono del mismo, alterándolo mediante la farsa, el sarcasmo, la ironía o, incluso, el humor negro. En uno de estos fragmentos, Theresa, después de una noche de resaca, acude al hospital en el que han ingresado a su padre y, tras recibir una reprimenda por parte de una de sus hermanas, comienza a imaginar el velatorio de su progenitor, acontecimiento que se desarrolla con cierta gravedad hasta que el cadáver de su padre abre los ojos y emite unas ruidosas carcajadas. En otro momento, tras llevarse una decepción con su primer amante, Theresa fantasea con ser atropellada por él; poco después del accidente, tumbada en una camilla y acompañada por sus padres, ella contempla con simpatía cómo un fornido celador le guiña el ojo, levanta la sábana y besa uno de sus pechos desnudos…
Aunque, quizás, el instante más logrado corresponde a un conjunto de breves escenas que acompañan a un relato oral de la propia Theresa acerca de varios de sus encuentros sexuales. Inicialmente, la voz en off de la protagonista es montada junto a varios planos que ilustran la primera de esas citas. En el fragmento siguiente, comprendemos que la voz en off provenía, justamente, de esta escena: vemos a Theresa con el segundo de sus amantes, la escuchamos hablar y nos damos cuenta de que es a él a quien estaba contándole la historia de su primera cita. Pero la auténtica sorpresa llega cuando, en una tercera escena, Theresa aparece con otro amante y, entonces, el fragmento anterior queda también inscrito, inmediatamente, dentro de su relato. Theresa abandona una discoteca junto a este acompañante, que se ríe con ella y comenta sus impresiones sobre de las dos historias precedentes (ambas terminaban de forma similar: con los hombres esfumándose inadvertidamente y dejando algo de dinero a modo de propina). Con esta serie de escenas Brooks consigue que el espectador dude, ya no solo de Theresa, sino también de las estrategias de la propia película. ¿Son verdaderas las anécdotas explicadas por la protagonista? ¿Hemos vuelto a presenciar otra grieta entre la realidad y la fantasía?. Brooks no desvela la incógnita, del mismo modo que no se permite juzgar el comportamiento de ninguno de sus personajes, consciente como es de que sus existencias, al fin y al cabo, reflejan, a través de la ficción, una realidad externa y, por tanto, son producto del signo de unos tiempos verdaderamente difíciles.
Esencia de mujer
Conviene detenerse un momento en los magníficos títulos de crédito con los que se abre este filme pues, si se presta la atención necesaria, en ellos ya podemos encontrar pistas de los objetivos que persigue Brooks con su relato. Las imágenes iniciales nos muestran a Theresa conduciendo de noche por las calles de una gran ciudad y, después, caminando por una avenida repleta de locales y luces de neón. Las notas musicales, algo tristes, del Don´t Ask To Stay Until Tomorrow, de Artie Kane y Marlena Shaw, ejercen de acompañamiento. A continuación, Brooks intercala un par de planos generales de una zona de ocio nocturno en la que pueden verse varios neones parpadeantes con los nombres de diversos locales (una incitación a los bajos instintos del posible cliente): Cabaret, Go Go Dancers, Greatest Go Go Show On Earth, Faces… En definitiva, música, sexo y alcohol. La segunda de las imágenes vira rápidamente del color al blanco y negro, cediendo paso a un plano, con el título del filme, que tiene el poder de separar con rotundidad dos realidades: la de los exteriores (la calle y las fachadas de los locales) y la de los interiores (un despliegue de apariencias y vanidades humanas que tiene lugar una vez se cruza el umbral de estos mismos locales).
Un segundo grupo de imágenes, compuesto por una serie de fotografías en blanco y negro (realizadas por Kathy Fields) que se corresponden con diversos momentos del filme, nos desvelarán las interioridades de ese mundo de la noche en el que Theresa se adentrará constantemente. La primera de ellas es una imagen que, inicialmente, está desenfocada pero terminará mostrándonos, en un plano general y picado, el multitudinario ambiente de una discoteca. Mientras esta primera imagen se vuelve más nítida, Brooks, ejerciendo cual DJ, cambiará bruscamente a un tema musical más animado, el Don´t Leave Me This Way de Thelma Houston. Durante unos segundos, la canción de Houston acompañará a esta selección de imágenes donde vemos a hombres y mujeres, entre ellos a la propia Theresa, a pie de pista. Todas estas imágenes son estáticas pero están recorridas, siempre, por zooms o panorámicas que les dan dinamismo.
Durante tres minutos, estos títulos de crédito van construyendo todo un mini-relato que resume la vida nocturna de la protagonista y de cualquiera de los hombres y mujeres que coinciden con ella en las discotecas y las barras de bar, arrastrando cada uno sus propias frustraciones personales o sentimientos reprimidos. Dos canciones más se encargan de dotar de pleno sentido a los dos últimos grupos de instantáneas. Por un lado —y, en el que es el mejor fragmento de estos créditos—, el tema de Donna Summer I Know We Can Make It, acompañado de varias imágenes que nos muestran a diversas mujeres preparándose a conciencia para resultar atractivas, para reafirmarse sexualmente. Aquí, cabe destacar el plano detalle del escote de una de las chicas, que apenas puede contener el gran tamaño de sus senos, pero sobre el que reposa un pequeño colgante con crucifijo. Si algo deja claro Buscando al señor Goodbar —y gran parte de la filmografía de Brooks— es que, en general, las vidas de sus personajes están llenas de contradicciones, en ocasiones risibles. Finalmente, Brooks retomará el Don´t Ask To Stay Until Tomorrow —auténtico leitmotiv musical del filme— para subrayar, mediante su uso y a través de varias instantáneas, la actitud melancólica y solitaria de esos personajes habituales de la vida nocturna.
Aparte de por su incuestionable valor como ejemplar fragmento de montaje que anticipa el contenido y el tono de la narración que vendrá a continuación, estos títulos de crédito destacan por demostrar la habilidad de Brooks para elegir una canción y dotarla de sentido en relación a unas imágenes, algo que el director hará continuamente a lo largo del filme. Por ejemplo, el primer encuentro sexual entre el gigoló Tony y Theresa, es acompañado por dos temas musicales de Donna Summer, Prelude To Love y Could It Be Magic, que elevan el sentido dramático de la secuencia. Theresa, efectivamente, experimenta cierta magia en su primer encuentro con Tony —una especie de Casanova moderno—, pero esta se diluye ante la evolución del personaje masculino, que cada vez se muestra más posesivo y pérfido. En otra ocasión, el realizador utiliza el bello tema She´s Lonely, de Bill Withers, para acompañar un magnífico momento, breve y triste, en el que Theresa, tumbada en la cama, experimenta la más absoluta soledad nocturna y la urgencia de su necesidad sexual la impulsa a acercarse una almohada a la entrepierna para consolarse.
De forma harto coherente, la mayor parte de temas musicales que selecciona Brooks para acompañar a las desventuras emocionales de Theresa son canciones que, o bien están cantadas por mujeres, o bien aluden a los sentimientos y a la sexualidad de la mujer. Al igual que sucede con estos temas, el tono de Buscando al señor Goodbar también bascula constantemente entre la gravedad y la ligereza, entre la negrura y la ironía, pero Brooks no se olvida en ningún momento de que lo que tiene entre manos es, fundamentalmente, una tragedia contemporánea. En el inolvidable clímax dramático del filme —de atmósfera tan sórdida e inquietante como la de, por ejemplo, ciertas secuencias de De la vida de las marionetas (Aus dem Leben der Marionetten, Ingmar Bergman, 1980)—, Brooks consigue acrecentar la angustia de la protagonista ante una situación tensa e inesperada utilizando una luz estroboscópica cuyo parpadeo constante juega despiadadamente con nuestra visión hasta que, al final, la realidad y la oscuridad terminan por engullir, literalmente, a Theresa.
© Óscar Navales, septiembre 2013