25º Festival de Leeds (2011)

Que el fin del mundo nos pille bailando

 

Leeds, la ciudad en la que vivo, tiene una relación intermitente con el cine. Aquí se grabaron las primeras imágenes en movimiento en 1888 a manos de Louis Aimé Augustin Le Prince, quien desapareció misteriosamente dos años después sin haber tenido la oportunidad de hacer público su invento. Durante los años cincuenta, Leeds se convirtió en el máximo productor de proyectores cinematográficos, una industria que en esta ciudad pasó hace años ya a mejor vida. Es precisamente este hecho lo que llevó a la artista Lucy Skaer a realizar el proyecto Film For An Abandoned Projector, en la que un film de 35 mm. especialmente rodado para la ocasión pretendía dar vida al espacio de un antiguo y bonito cine que se ha convertido hoy en iglesia.

El caso es que, para revivir la cinefilia que tan intermitentemente se siente en esta ciudad, está el Festival Internacional de Cine de Leeds, en el que se muestran películas que, si bien llegan rebotadas de otros festivales, están en la primera línea del panorama internacional. Por ello, el certamen se jacta de ser el evento cinematográfico más importante del Reino Unido después de Londres, aunque el resto del año el cine quede recluido en unos cuantos multiplex dentro de centros comerciales. Con la excepción del pequeño, antiguo y entrañable cine Hyde Park Picture House, fundado en 1919.

Precisamente en este cine –por supuesto, mi habitual- había visto la semana previa al festival Melancolía (Melancholia, Lars von Trier, 2011) y We Need to Talk About Kevin (Lynne Ramsay, 2011). Me dirigía por tanto al festival con una buena dosis de este cine apocalíptico que se ha puesto tan de moda en los últimos días. En una, el apocalipsis es literal; en la otra, se centra en una familia. El caso es que, si me permiten, describiría la experiencia de ver ambos filmes –sin entrar en ningún juicio de valor- como tener un enano junto a tu butaca dándote puñetazos en el higadillo. Entiendo, obviamente, que el fin del mundo no es algo agradable (aunque en el caso de von Trier sea particularmente bello). Así, y aunque en el programa del festival no estaba 4:44 Last Day On Earth (Abel Ferrara, 2011), temía que hubiese más películas que hablasen sobre el Apocalipsis. De hecho, llevaba ya tiempo preguntándome sobre el porqué de esta proliferación temática del fin del mundo (más allá de las profecías de Nostradamus que actualmente han pasado a segundo plano debido a la gravedad de la situación económica contemporánea).

En un artículo que escribí hace unos meses en Transit apuntaba, con respecto a la obra de Patrick Keiller, aquella frase de Jameson con la que se preguntaba por qué es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo; a lo cual respondía que quizá se debiera a un fallo de nuestra imaginación. Mirando los sucesos que están ocurriendo en el mundo últimamente, me planteo si no puede ser esta la expresión distorsionada del fin del capitalismo que muchos directores han intuido pero no han podido llegar a plasmar. Ahí lo dejo…

 

I.

El festival empezó con la proyección de la nueva versión de Cumbres borrascosas (Wuthering Heights, 2011) de Andrea Arnold, rodada en Yorkshire, a pocos kilómetros de la ciudad. Dejando esta nueva restauración, tremendamente original, eso sí, de un clásico, no tengo ni que decir que, por supuesto, algunas de las películas más interesantes del festival versaban sobre el Apocalipsis. Pienso, por ejemplo, en Take Shelter (Jeff Nichols, 2011), en la que el horror se blande entre el inconsciente del protagonista y la realidad con la que tiene que lidiar. El problema social al que se enfrenta la familia (derivada de que la seguridad pública americana no cubre ni la operación de la hija muda, ni el psiquiatra que necesita el padre), acaba por colarse subrepticiamente en el centro de la película y causa más pánico incluso que los sueños apocalípticos que tiene el protagonista. Vestida de película apocalíptica, Take Shelter difumina sus fronteras y nos hace partícipes no solo del miedo de las enfermedades mentales, sino también de la reacción de la sociedad, por lo que despunta entre los filmes de esta temática por saber tratar, con tacto pero también con los excesos propios del Apocalipsis, cómo se vive el día a día a la espera del fin del mundo (o de la seguridad familiar).

New Jerusalem (Rick Alverson, 2011), de la que ya hablamos en esta revista, se sitúa también en la espera del juicio final. Lo hace, sin embargo, a partir de desprenderse de cualquier ornamento, con un minimalismo tremendamente realista, pero también renunciando a cualquier tipo de juicio moral. El personaje de Sean ha vuelto de la guerra de Iraq y, como notó Walter Benjamin en los soldados que volvían de la Primera Guerra Mundial, lo hace en silencio, sin la posibilidad de contar sus experiencias pasadas. Ante esa tabula rasa, debe buscar un significado a su vida, algo harto difícil. El director Rick Alverson nos cuenta cómo Sean, a partir de la relación con su compañero de trabajo Ike y de largas conversaciones con este, trata de encontrar un camino que evite que su vida siga siendo un cúmulo de tumbos de un lado a otro.

Se preguntarán ustedes dónde para el fin del mundo aquí, si ni siquiera llegó con la guerra. Precisamente viene a través de la espiritualidad que Ike le intenta inculcar a Sean. Las guerras y las enormes atrocidades que se han sucedido en el mundo son una señal para el personaje interpretado por Will Oldham de que el Mesías tiene que llegar de un momento a otro. Decía también Benjamin, citando a Kafka, que el Mesías llega siempre demasiado tarde. Deberíamos entenderlo dentro del pensamiento marxista-cabalista del filósofo alemán, que sintetizó algunos años más tarde en las tesis Sobre el concepto de Historia. En estas decía que debería ser la clase revolucionaria la que parase el continuo de la Historia en una intervención mesiánica que liberase a los oprimidos y crease un nuevo tiempo en el que todo lo anteriormente frustrado pudiese ver la luz. Ante el rechazo de tal posibilidad, léase en la idea de América que Alverson nos quiere mostrar, solo cabe esperar, esperar y esperar (como en Casablanca, vamos). Al fin y al cabo, así es a veces nuestra vida, ¿no? Bueno, hasta que Moody’s no diga lo contrario y declare oficialmente el fin del mundo…

Si New Jerusalem es una película tan rica es porque nos deja introducirnos en las dudas existenciales de unos personajes antagonistas (aunque muy corrientes), al mismo tiempo que nos oferta la posibilidad de imaginar algo más, una salida a la vida monótona y aparentemente desprovista de sentido. Esto, de lo que Alverson es consciente, puede dar fruto a un misticismo peligroso, pero también, al mostrarnos la realidad de una manera cruda y directa, nos enseña, sin distorsionar, la construcción de tales discursos. Enlazándola también con la otra gran película apocalíptica de la que hablaba anteriormente, Take Shelter, puedo decir que ambas dan visiones desde el suelo de los productos que nuestra imaginación puede crear, y lo hacen sin caer en discursos manidos ni previamente empaquetados para consumo fácil. Además, tampoco se dedican, como hacen otras películas, a hacernos sufrir para hacernos responsables del fin del mundo. Eso, tengo que decir, se agradece.

The Turin Horse (A Torinói ló, 2011), último filme de Béla Tarr (no solo hasta la fecha, sino como ha hecho público, en su carrera como cineasta), no opta por el mismo camino que los títulos anteriormente comentados. En este caso se trata de un ejercicio de formalismo estético y de minimalismo argumental que sigue la línea de sus últimas propuestas, aunque más acentuado, si cabe, en su expresión del nihilismo total. Desconcierta, por tanto, que elija una cita de Nietzsche, cuando el pensamiento del filósofo alemán se apoyaba en la alegría de vivir como único significado de una vida sin sentido, y los personajes de su película pierden toda esperanza de encontrar alguna razón para vivir. El Apocalipsis se anuncia ante un paisaje que se va volviendo cada vez más arisco y más agresivo para los personajes. Queda otra vez, por tanto, esperar y esperar. Aunque es difícil esperar algo más allá.

 

II.

Comentaba al principio de la crónica que hay algunas películas que no hablan literalmente del fin del mundo, pero que en el mundo interior que retratan son casi más apocalípticas que las demás. De hecho, algunas cumplen a rajatabla aquella broma del “al final mueren todos” que se hace cuando uno está tentado de contar el final de una película. No es que en The Yellow Sea (Hwanghae, Hong-jin Na, 2010) mueran todos, pero sí que hay sangre en el camino, mucha sangre. Y es que, si por algo sobresale esta película, es por ser excesiva y, en este sentido, mejora la anterior del director, The Chaser (Chugyeogja, 2008), que, pese a que también era una cinta bastante sangrienta, sufría de falta de personalidad.

Otro thriller que, en mi opinión, merece la pena es la italiana Una vita tranquilla (Claudio Cupellini, 2010), aunque su virtud sea, contradiciendo lo que acabo de decir, que no es ni sobria ni desmesurada. Es un thriller -o un drama vestido de thriller– en la línea de otras películas de género europeas recientes, como Celda 211 (Daniel Monzón, 2009) o Un profeta (Un prophète, Jacques Audiard, 2009). Es decir, una película bien hecha que no intenta aparentar más de lo que es. Su encanto está en ir descubriendo lo que se encuentra debajo de las máscaras de los personajes, como la vida tranquila que lleva -o más bien busca- el protagonista, tras la que hay mucha más acción de lo que nos podemos imaginar al principio. Es decir, debajo del drama que creemos que estamos viendo, hay un thriller que acaba por dar la vuelta al filme.

Shame (Steve McQueen, 2011), la película a la que más cobertura se le dio en el festival de Venecia y que, por tanto, había generado enormes expectativas, parte de la premisa de no esconder, de enseñar. Un hombre (Michael Fassbender), que en principio debería ser un modelo perfecto para la sociedad (es guapo, con buenos modales y un buen trabajo, dispone de dinero y de un apartamento en medio de Nueva York), queda atrapado por su propia adicción al sexo, lo que le impide tener relaciones normales con las mujeres. Tratando de hacer un análisis diferente a otros que he leído sobre la película, diré que lo que más me ha impresionado del filme es su trabajo sobre el espacio. Junto con Two Lovers (2008) de James Gray, Shame ofrece una visión de Nueva York como la de una ciudad en la que se desarrollan millones de vidas anónimas y desconocidas hasta que llega una cámara para contarlas. Si Two Lovers lo hacía desde la periferia al downtown, esta lo hace alrededor del centro y utiliza, como en la anterior, el transporte público como medio indispensable para los recorridos espaciales por la ciudad.

Quizá debido a esta misma lógica que me lleva a apreciar esta característica, puedo decir que la escena que más me convenció de la película fue la cita que tiene el protagonista con una compañera de trabajo, en la que hablan, como en cualquier cita normal, de sus vidas, sus relaciones anteriores y de temas no muy especiales. Aun así, también me pareció brillante, y aquí vuelvo a una de las lecturas habituales de la película, esa emotiva escena en la que aguanta un primer plano de Carey Mulligan cantando una versión de New York, New York. Sin embargo, es precisamente esa historia de la hermana del protagonista la que peca de tópico melodramático y le resta una originalidad a la propuesta que no acaba de explotar.

Best Intentions (Din dragoste cu cele mai bune intentii, Adrian Sitaru, 2011) cumple quizá mejor las expectativas que crea. Como un ejemplo más de la nueva ola de cine rumano, sigue la línea de películas como Tuesday, After Christmas (Marti, dupa craciun, Radu Muntean, 2010), Francesca (Bobby Paunescu, 2009) o The Happiest Girl in the World (Cea mai fericita fata din lume, Radu Jude, 2009) y se centra en la vida de personajes totalmente comunes que se enfrentan a problemas del día a día. Cabría pensar que este realismo estricto en que se basan todas estas películas puede acabar por agotarse; sin embargo, cada filme aporta algo nuevo. En el caso que nos ocupa, la principal novedad es una propuesta formal en la que la cámara toma el punto de vista de otros personajes y así nos acerca de una manera diferente a la historia. Esta solución formal puede resultar tal vez un poco forzada, pero también hay que reconocer que esta película, lejos de agotar el estilo realista propio de la nueva ola de cine rumano, aporta nuevos elementos formales que sirven para reinventarse a sí misma. Como los otros filmes que he apuntado, Best Intentions nos muestra la vida contemporánea en Rumanía, y lo hace sin demasiadas concesiones melodramáticas, sin intentar hacer las lecturas políticas que se le podrían pedir desde el exterior y que, en la mayoría de los casos, no responden a la realidad.

Lo que se agradece de una película como Verano de Goliat (Nicolás Pereda, 2010) es su juego formal entre los varios niveles de narración que nos propone. A veces parece un documental; de hecho, así empieza, con las preguntas a un grupo de niños sobre el personaje de Goliat y el suceso que le acuñó ese seudónimo. Este personaje acabará diluido entre tantos otros que no sabemos si creer reales o ficticios. La gracia del filme es, precisamente, que juega con esa dualidad: gran parte de la película es una ficción, pero algunos fragmentos nos enseñan la construcción de dicha ficción a partir de los ensayos de las escenas a representar. De esta manera, Verano de Goliat se acerca a la vida de este pequeño pueblo mexicano de una manera similar a los adentramientos de Apichatpong Weerashetakul en la selva y a los personajes del Fontainhas de Pedro Costa (pues aprenden su papel de personajes-no-actores), aunque también como los documentales más convencionales.

 

III.

El Festival de Leeds destaca, entre otras cosas, por ser muy largo. Son de hecho 18 días seguidos de proyecciones en los que a uno no le da tiempo de ver todo. Y es que además el certamen también organiza retrospectivas. Este año, aprovechando el estreno de la última película de Béla Tarr, había una sobre las perlas del cine húngaro. Entre otras, un servidor aprovechó para ver un par de películas de Miklos Jancsó (genial su trabajo con los planos secuencia y la profundidad de campo), una interesante película llamada Love (Szerelem, 1972) de Károly Makk y las siete horas y media de Sátántangó (Béla Tarr, 1994). Por lo tanto, me dejaron vivir una experiencia, la de ver una copia de este film en 35 mm. en un cine y a lo largo de un día, que puedo decir merece (y mucho) la pena.

La cuestión es que después de tantos días de experiencias tan buenas como esta (pero también de otras que no lo fueron tanto), acabé la maratón yendo a ver The Artist (Michel Hazanavicius, 2011), una película que intenta revivir el estilo del cine mudo de finales de los años veinte a través de hablar sobre la crisis que generó en Hollywood la llegada del sonoro. La película avanza a fuerza de gags, pero lo hace reflexionando sobre la misma propuesta formal con la que juega. Por tanto, no se conforma con trasladar una forma que venció hace tiempo, sino que la aprovecha a ella y a su anacronía para desarrollar las set pieces. En definitiva, podemos decir que es una de esas pocas películas que consiguen que salgamos del cine con una sonrisa, pero sin sentirse como si te hubiesen tratado de estúpido. Así, y aunque pase por la crisis sin hacer una lectura demasiado crítica, si llega el fin del mundo, al menos nos pillará bailando.