The sky crawlers

El contrato del dibujante

 

Hubo en el pasado Festival de Sitges cierta polémica sobre la inclusión de The sky crawlers, una película de animación, en la Sección Oficial Fantàstic, ya que esta, tradicionalmente, está reservada para los filmes hechos con personas reales. Este pequeño desliz de la organización (o como quiera llamársele) derivó, de alguna manera, en una peculiar batalla entre “lo virtual” y “lo real”, una lucha entre personajes animados y personas de carne y hueso compitiendo por un mismo premio. Esto hizo que me planteara la siguiente cuestión: ¿qué diferencia hay, a nivel conceptual, entre el gesto que realiza Mamoru Oshii con su lápiz a la hora de dibujar a sus personajes y el que pueda realizar cualquier otro director de cine con su cámara al retratar a los actores de su película?

Creo sinceramente que todo director que se toma el tiempo necesario para escrutar a sus personajes, incluso cuando ello le suponga suspender o directamente dejar de lado la trama, está buscando algo muy concreto: se está buscando a sí mismo. El observador posa su mirada sobre una persona y esta, en cierta forma, lo transforma al devolvérsela, enseñándole así algo nuevo sobre sí mismo que quizá hasta ahora desconocía o secretamente mantenía oculto. Es este un acto de redescubrimiento personal a través del otro que, sin embargo, no tiene por qué producirse necesariamente entre personas, ya que hay quien para llevar a cabo dicha operación necesita simplemente mirar al cielo (James Benning), al mar (Abbas Kiarostami), a su propia mascota (Chris Marker) o, por qué no, a un dibujo animado (Mamoru Oshii). Este es precisamente el principal atractivo de un film como The sky crawlers: su capacidad para transmitir, mediante la observación de algo tan puramente irreal como un anime, la verdadera naturaleza del ser humano y sus más profundas preocupaciones.

Oshii -su dilatada carrera dentro del mundo del anime lo demuestra- es un director que conoce su oficio a la perfección y por ello es capaz de trabajar con sus creaciones con gran sabiduría, disponiéndolas a lo largo de todo el metraje como pequeños espejos que, colocados y reorientados constantemente, son capaces de reflejar no solo los pensamientos de la persona que hay detrás de la cámara, sino también y sobre todo, los de aquéllas que pueblan las oscuras salas de cine. El director no muestra una visión única de las cosas. Kannami y Kusanagi, los dos protagonistas, funcionan como superficies prácticamente lisas (de ahí su actitud cuasi bressoniana) sobre las cuales el espectador tiene la posibilidad o mejor dicho, la obligación, de volcar todo aquello que siente a fin de obtener dicha interacción.

Sería, sin embargo, demasiado superficial detener aquí el análisis de este filme, ya que podría dar la impresión de ser una obra densa y pesada, capaz de conectar con el espectador solo de forma intelectual, lo cual no es cierto. Podría decirse que, por un lado, el director utiliza a sus creaciones para provocar una conexión racional, ideológica, con el público mientras que por otro, se sirve de elementos como la planificación, el montaje o la puesta en escena que, contrapuestos y sin pasar previamente por el filtro del intelecto, son capaces de crear un vínculo emocional más profundo.

Es muy característica, por ejemplo, la persistente sensación de vacío y atemporalidad que se respira en todo el film, sobretodo, en el cuartel general donde conviven los aviadores. La luz del día que lo suspende todo con su blancura, la distancia que nos separa de los estáticos objetos sin apenas relieve, el silencio que los envuelve, el aire pesado y viejo que los embalsama… provocan dicha sensación en nosotros. Habitamos como ellos en esta especie de limbo hasta que, súbitamente, algo nos saca de nuestro letargo de forma violenta. Suena la alarma antiaérea y los pilotos deben montar en sus aviones y despegar a toda prisa. Entonces, todo el estatismo y contención formal estallan de repente dando paso a unas secuencias aéreas donde lo que prima es el puro movimiento y el ritmo frenético de la batalla. Conocemos así la emoción, la libertad que se respira al estar volando y es en este mismo momento, al contraponerla de forma inconsciente con el tedio de la vida en tierra, cuando empezaremos a hacer balance y a vislumbrar el único camino a seguir. Igual que Kannami (y Kusanagi antes que él) sentiremos una atracción irracional no solo hacia el acto de volar, sino también hacia la figura de Teacher; el deseo secreto de ver su gran avión plateado aparecer tras el manto de nubes una vez más se convertirá ya en nuestra única meta, aunque sepamos perfectamente que esa ocasión puede ser la última

Me preguntaba al principio de este texto cuál es la diferencia entre el gesto que realiza Oshii y el que puede realizar cualquier otro de sus colegas de profesión a la hora de filmar a sus personajes, pero creo que esta cuestión debería ampliarse a todo el conjunto de la película. ¿Qué separa, entonces, a un director de cine convencional de uno de cine de animación? Para mí la cosa está clara: la Historia del Cine será siempre la historia de unos ojos que miran alguna cosa, sea lo que sea, pero con pasión. Mientras haya esto, habrá cine y poco o nada tienen aquí que ver divisiones mercantiles o cualquier otro tipo de etiquetas inútiles.