Parsifal, de Daniel Mangrané

Los caballeros del Grial y la Tercera Guerra Mundial

 

En los créditos iniciales de Parsifal (1951) se advierte al espectador de que la película que se dispone a ver es una “versión libre de los antiguos poemas y leyendas del Santo Grial y del Festival Sagrado de Ricardo Wagner”. Dejando a un lado la asentada costumbre, en la época de producción del filme, de traducir literalmente al castellano el nombre de pila de algunos artistas extranjeros (especialmente sonado era lo de Guillermo Shakespeare), lo que verdaderamente llama la atención de lo anterior es que Daniel Mangrané, cineasta novel de 41 años y nacido en Tortosa (Tarragona), decidiera lanzarse al mundo de la dirección cinematográfica con un proyecto que partía de unas bases tan particulares y que, además, lo hiciera en plena época de incertidumbres culturales como lo fue la caracterizada por el franquismo.

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Las sorpresas, claro está, no acaban aquí: Parsifal da inicio con una secuencia inesperadamente ambientada en una hipotética Tercera Guerra Mundial, en la que el ejército español se ve directamente involucrado. A continuación de unas imágenes bélicas (cabe imaginar que de archivo) que muestran diversas estampas de guerra, contemplamos a un par de soldados españoles con máscaras antigás deambulando por los aledaños de un paisaje montañoso en ruinas, quienes no tardarán en refugiarse en una pequeña iglesia en cuyo interior hallarán un manuscrito que describe el devenir en el siglo V de las invasiones bárbaras en España y la búsqueda, por parte de un héroe llamado Parsifal y nada menos que en la Montaña de Montserrat, del Santo Grial y de la Lanza del Destino. El filme concluirá circularmente, con los dos soldados del prólogo dando por terminada la lectura del manuscrito, y la certeza de que la esperanzadora conclusión del extenso relato alegórico que ha tenido lugar entre medias, el de las andanzas de Parsifal, permite augurar una óptima resolución de la conflagración que se está desarrollando en el presente, pues el Bien (Parsifal y los caballeros del Grial) siempre logra imponerse al Mal (Klingsor y su ejército de bárbaros) y la luz, a las tinieblas.

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A favor de Mangrané cabe decir que, en el extraño cóctel que es la película, la decisión narrativa de ubicar el Santo Grial y la Lanza del Destino en una cueva de Montserrat estaba muy lejos de ser fruto de la gratuidad o de la excentricidad, pues ciertos datos reales (1) de la época apuntaban fantasiosamente a esa posibilidad: por un lado, Himmler, comandante en jefe de las SS, visitó la montaña catalana con la finalidad de encontrar en sus extensiones el Grial, pues en palabras suyas dichas al padre Ripol, responsable del importante monasterio de la zona, “¡Todo el mundo en Alemania sabe que el Grial está en Montserrat!”, y, por otro, la Ahnenerbe, sección esotérica de las SS, tenía entre sus objetivos encontrar la Lanza del Destino, con la que un centurión romano hirió en el costado a Cristo cuando este se encontraba crucificado.

Todo lo dicho hasta el momento permite definir concisamente las características principales del filme de Mangrané: se trata de un relato de ficción que mezcla sin prejuicios, pero sí con cierto afán religioso y aleccionador propios de aquella España, la épica, la mítica y la mística inspirándose directamente en fuentes culturales sólidas y sobradamente conocidas (los relatos artúricos y Wagner) y en acontecimientos reales tanto verídicos (las invasiones bárbaras) como increíbles (la ilusoria búsqueda de objetos sagrados perpetrada por los siervos de Hitler), siendo influenciada además la puesta en escena del realizador por las vanguardias cinematográficas del cine mudo y primeros años del sonoro y, de forma especial, por Los nibelungos (Die Nibelungen, 1924), de Fritz Lang.

Por su audaz formulación visual, narrativa y conceptual, Parsifal deviene sin demasiado esfuerzo en una de las propuestas estéticas más ambiciosas, singulares y arriesgadas –aunque también irregular y discutible– que ha dado el cine español a lo largo de su historia.

El indudable riesgo artístico y comercial de la producción se saldó en su momento con un contundente fracaso en la taquilla española, que algunos consideran como el principio del fin para la carrera cinematográfica de Daniel Mangrané –quien tan solo llegaría a dirigir otro filme, El duende de Jerez (1954) (2)–, y también para la de quien hasta cierto punto, y debido a su grado de implicación en el proyecto –y a sus credenciales previas–, puede ser considerado prácticamente un codirector de la obra, el también realizador Carlos Serrano de Osma (3).

 

La estética de Parsifal

Es esencial para el apartado visual de Parsifal, sin duda alguna, la imperfecta, pero no por ello despreciable, combinación de rodaje en exteriores naturales de montaña con rodaje en decorados de estudio de la que hace gala el filme. Gracias a la hábil utilización de los espacios naturales, Mangrané consigue por momentos el necesario envoltorio mítico capaz de respaldar su empeño artístico. Un claro ejemplo de ello lo encontramos en los instantes en los que Parsifal, siendo todavía un niño y tras ser momentáneamente abandonado por su madre, deja el interior de la cueva en la que se esconde junto a aquella y deambula, sin nadie que le proteja, por la escarpada montaña de Montserrat sorteando inocentemente los peligros naturales que conlleva el lugar.

Parsifal+madre

Al indudable atractivo del espacio, del cual el realizador extrae un óptimo partido visual gracias al uso de ángulos de cámara picados y contrapicados, y en ocasiones también del aprovechamiento estético de los contraluces naturales, cabe sumar la presencia constante en el entorno de nubes y de espectaculares bancos de niebla, y también un apropiado trabajo con el sonido (el viento, el aullido de una perra salvaje) capaz de ilustrar a la perfección las andanzas del personaje y el sentido del relato: al regresar a la cueva y no encontrar en ella a Parsifal, la madre iniciará pronto la búsqueda de su hijo, pero un traspié en el peligroso terreno la hará caer mortalmente al vacío y, desde ese preciso momento y hasta su madurez, el pequeño será criado por una perra salvaje en un territorio ajeno a los peligros del mundo civilizado (y corrupto) y, por tanto, se convertirá en un ser capaz de percibir con ojos y corazón inocentes los peligros que acechan al común de los mortales.

Parsifal-niño-aventurero

Por otro lado, la iluminación artificial de las escenas rodadas en decorados de estudio acostumbra a erigirse en uno de los aspectos más logrados del filme. Especialmente atractivas, en este sentido, resultan las apariciones del carnal y sensual personaje de Kundria (Ludmilla Tchérina) en el jardín mágico de Klingsor, lugar en el que la fatal fémina tiende un cebo sexual a los hombres (Parsifal, Anfortas) con el afán de conducirlos a trampas mortales o de trastocar sus mentes mediante el uso de sortilegios. La fatal fémina siempre aparece rodeada en este espacio por árboles y vegetación, que Cecilio Paniagua, director de fotografía del filme, ilumina en momentos puntuales de forma irreal y mágica, sugiriendo de esta forma la naturaleza feérica del espacio.

Parsifal-Kundria

El trabajo con la iluminación y los espacios, naturales o artificiales, siempre se ve respaldado por la atractiva labor de Mangrané con la composición de los encuadres y con los movimientos de cámara (panorámicas o travellings), siendo evidente que el realizador encuentra la influencia estética para su filme en obras como la anteriormente citada Los nibelungos, de Lang, o en La corona de hierro (La corona di ferro, 1941) y Fabiola (1949), ambas de Alessandro Blasetti. En general, Parsifal deviene una obra visualmente tan estimulante y esforzada como irregular en su conjunto, siendo el principal obstáculo para la cinta un presupuesto excesivamente ajustado y claramente por debajo de la ambición artística de Mangrané.

En este sentido, aspectos como el vestuario y el atrezzo, aunque por momentos convincentes en pantalla gracias al blanco y negro y al notable trabajo de iluminación de Paniagua, no terminan de estar a la altura del empeño –ver al respecto el triste bordado de la paloma de la paz en la sobrevesta de un caballero del Grial–, al igual que los esforzados pero no siempre atractivos efectos visuales, obra del propio Mangrané, como demuestra muy tajantemente la que resulta una de las peores secuencias del filme, aquella en la que Parsifal debe resistir, en el interior del jardín mágico de Klingsor, el atractivo de los siete pecados capitales, corporeizados para la ocasión en igual número de féminas que emergen ante el héroe como por ensalmo (4).

Igual de insatisfactorio resulta el alcance técnico y logístico de las escenas de combate con espada, generalmente resueltas de forma poco convincente a causa del envaramiento que presentan los actores implicados en las mismas, de unos bruscos cortes de montaje que no logran camuflar la arritmia de las coreografías y del más bien insuficiente trabajo con los efectos de sonido. Aunque resulta evidente que a Mangrané le interesa menos la vertiente épica del relato, cuya presencia en el filme es verdaderamente menor que las vertientes mítica y mística del mismo, lo cierto es que a Parsifal no le hubiera venido nada mal cuidar con más esmero este aspecto, y más teniendo en cuenta la trascendencia dramática que tienen en concreto dos de estos combates: el del malvado Klingsor contra el arquero Roderico y el del mismo Klingsor contra el hijo del segundo, Parsifal. Ambos encuentros, situados respectivamente al inicio y al final del relato, trazan un círculo del destino que en manos de alguien como Fritz Lang a buen seguro hubiera devenido fatalista, pero que Mangrané cierra de forma claramente más luminosa.

Parsifal-Roderico-Klingsor

 

Ópera y retórica

Otro de los aspectos más sorprendentes de Parsifal lo encontramos en su banda de sonido. Mangrané cuida de manera muy esmerada todos los elementos que componen este apartado del filme: desde la perfecta locución de las voces de todos los personajes hasta una presencia constante de fragmentos musicales de Wagner, pasando por una muy reducida presencia del sonido ambiente o de los efectos de sonido.

Mangrané concede especial relevancia a las palabras en una obra que, por otro lado, también es profundamente visual y ello parece condicionar la excelente labor de doblaje en estudio de las voces de todos los personajes. Cabe imaginar que, en algunos casos, por parte de los propios actores que los interpretan y, en otros, por profesionales del sector, pero en ambos casos acompañando estos la afectación dramática de los diálogos con una ajustada cadencia y tono dramáticos (5), resultando en ocasiones este aspecto más trascendental para los objetivos del filme que la aparente falta de carisma o incapacidad interpretativa de algunos actores (Gustavo Rojo en el papel de Parsifal, Ángel Jordán en el de Roderico o, de forma especialmente lamentable, la de los dos actores que interpretan a los soldados españoles en el prólogo y el epílogo) cuyos atributos físicos (en el caso de Rojo y Jordán), eso sí, parecen ser los apropiados –con el apoyo complementario de vestuario, maquillaje, etc.– para revestir a sus personajes de un necesario carácter icónico.

Ciertamente, el doblaje en estudio no era una práctica inusual en el cine español de la época, pero un visionado atento de Parsifal revela que el realizador catalán fue muy cuidadoso con este aspecto porque el carácter literario de los diálogos, su temperamento dramático y trágico, le atraían especialmente. Con esta finalidad, Mangrané encomendó la redacción de los mismos a otro recién llegado al cine, José Antonio Pérez Torreblanca, quien en todo momento optó por escribir diálogos profundamente novelescos y retóricos y, en ocasiones, también densos y psicológicos, en los que frecuentemente conseguía que los personajes quedaran definidos previamente a su forma de actuar por una forma determinada de hablar (es decir, de pensar).

Parsifal-Klingsor-enano

Probable consecuencia directa de lo anterior (es decir, del peso que concede Mangrané a las palabras), de las carencias presupuestarias y quizá estrechamente relacionado también con las lógicas dificultades técnicas que siempre implica el rodaje en exteriores, parece ser la escasa importancia que se concede, a lo largo del filme, al trabajo con las atmósferas sonoras o con los efectos de sonido, detalle acaso más significativo si se tiene en cuenta que Parsifal tiene una cierta atmósfera fantástica y que el relato transcurre en su totalidad en zonas boscosas o de montaña. Excepciones a esta regla, por ejemplo, las encontramos en el fragmento citado anteriormente del infante Parsifal perdido en la montaña, el cual viene acompañado de un apropiado y necesario trabajo atmosférico con el sonido (el viento, los aullidos de una perra salvaje, etc.) o en las escenas de batalla, en las que el acompañamiento sonoro deviene, en todo caso, obligatorio pero puramente funcional.

En todo caso, Mangrané consigue que las citadas carencias sonoras pasen mayormente desapercibidas gracias no solo al doblaje en estudio que permite escuchar a la perfección el conjunto de unos diálogos de buscado peso retórico, sino también, y por encima de todo, a la utilización constante y generalmente adecuada de fragmentos de música de Wagner, adaptados para la ocasión por Ricardo Lamotte de Grignón, y todos ellos extraídos, cabe suponer, de la ópera del alemán también llamada Parsifal (1857-1882).

En su conjunto, la ópera prima de Mangrané sobresale de forma más notoria cuando el realizador logra adecuar de forma equilibrada la elaborada estética de las imágenes al espíritu de la música que las acompaña, consiguiendo en esos momentos Parsifal erigirse en un esforzado, moderno, y muy inusual para el cine español, intento de conseguir un filme operístico y musical.

 

 

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(1) A este respecto resulta interesante la lectura del artículo “Así buscó Hitler el Santo Grial en España”, publicado en 2012 en ABC.es.

(2) El duende de Jerez, que según todas las fuentes que he podido consultar debería alcanzar una duración de 80 minutos, puede ser vista en YouTube en una versión de apenas una hora de duración con algunos cortes bruscos de montaje. Esta segunda y última obra de Mangrané, moderadamente curiosa pero de resultados artísticos muy endebles, permite corroborar, pese a todo, el gran interés que sentía el realizador catalán hacia el folclore y la mitología, ya fueran estos españoles, germanos o simplemente universales.

(3) Carlos Serrano de Osma figura en los títulos de crédito de Parsifal como realizador técnico del filme, justo antes de que aparezca el nombre de Mangrané como realizador del mismo. En IMDb, se le otorga directamente a Serrano de Osma la condición de codirector de la obra. En los siguientes enlaces se puede encontrar interesante información acerca de la figura de Carlos Serrano de Osma: un texto y un vídeo, ambos debidos a Asier Aranzubia Cob.

(4)A buen seguro que el talento visual de Jean Cocteau, especialmente el de La bella y la bestia (La belle et la bête, 1946), hubiera extraído un partido estético más convincente de una secuencia tan onírica como esta.

(5) Espero que se disculpe mi ignorancia en este sentido: mi amplio desconocimiento del cine español de la época me impide reconocer con firmeza qué actores del filme se doblan a sí mismos y quiénes no: en todo caso, estoy casi seguro de que Félix de Pomés, en el papel de Klingsor, se encarga de doblar a su propio personaje y, por otro lado y sin ir más lejos, Ludmilla Tchérina (Kundria) era de nacionalidad francesa, lo que me permite aventurar el doblaje de los diálogos de su personaje por parte de una actriz de doblaje.