Festival de Cine Documental Punto de Vista 2011

Extremidades

 

Llegamos a la séptima edición del Festival Punto de Vista con las expectativas bien altas por leer las crónicas de años anteriores. Era la primera vez que acudíamos a esta cita obligada con las propuestas más extremas del documental actual. No solo a causa del cine resultó una experiencia extrema, también contribuyeron las carreras por el centro de la ciudad (y no precisamente por los sanfermines), la privación del sueño, las sesiones maratonianas, el ayuno involuntario, las migrañas nocturnas, los tocamientos indeseados y los complementos imposibles. Intentaremos resumir lo que dio de sí esta edición.

Abría el festival la última película de Nicolas Philibert, Nénette (2010), sobre una célebre orangutana que reside en el Jardin des Plantes de París. Siempre desde detrás de un cristal, Nénette aparenta ignorar a quienes la observan, devolviéndoles una mirada perdida e indescifrable. Philibert se empeña en perseguir sus ojos, manos, boca y arrugas, los turistas elucubran acerca de los pensamientos de la orangutana, y sus cuidadores hablan de ella como una chiquilla consentida que bebe té, come yogures de Carrefour y toma la píldora. Este triple esfuerzo animista termina por humanizarla, interpretando sus gestos y asociándolos con los de los humanos. Inevitablemente, también nosotros acabamos preguntándonos: “¿Podemos dejar de pensar en qué estará pensando?”.

Mal que nos pese, Nénette es una película descafeinada, amable y, hasta cierto punto,  edulcorada, que se agota en sí misma a pocos minutos del comienzo, lo cual, por otro lado, no resulta tan descabellado ni fuera de contexto considerando que se trataba del filme que inauguraba el festival.

 

Sección oficial

La gran variedad de recursos expresivos que se pueden utilizar en una narración quedan expuestos en Make It New John (2009), donde el dublinés Duncan Campbell demuestra un gran dominio de muchos de ellos para contar la ominosa historia de John DeLorean y el quiebro de sus sueños de grandeza en forma del coche deportivo que llevaba su apellido. La película empieza con una sucesión de fotografías puntuadas por sonidos en off y luego introduce un carrusel de anuncios de televisión, noticiarios y entrevistas con DeLorean realizadas en distintos momentos de la debacle económica de su proyecto empresarial, propiciada por una pésima gestión bien regada de corruptelas.

La película culmina con una larga recreación del encierro de los trabajadores de la planta de montaje de Belfast -con su cierre en 1982, tras solo un año de funcionamiento, 2.000 empleados se fueron a la calle- mientras son entrevistados por una reportera de televisión. La soltura con la que Campbell previamente ha cambiado de un registro a otro pilla por sorpresa cuando dedica toda la parte final de la cinta a este momento, privilegiándolo de alguna forma sobre el camino recorrido hasta llegar a él y haciendo que la derrota final de los obreros, especialmente el que se queda solo en la fábrica cuando sus demás compañeros han desertado, aparezca representada con  toda su carga trágica.

Viera Čákanyová construye a través de Alda (2009) un puzzle íntimo en forma de falso diario sobre la pérdida de la memoria que desemboca inevitablemente en obstinada reflexión sobre la sociedad postcomunista. La protagonista del relato sufre mal de Alzheimer, así que comienza a grabar videonotas para sí misma, recordatorios para un futuro próximo. Asistimos a su pérdida progresiva de memoria y a sus pequeños fracasos diarios. Por momentos, el diario retrocede y avanza en un rebobinado frenético que parece debatir consigo mismo qué recuerdos son verdaderos o, al menos, cuáles son importantes. Ya que sus capacidades mentales se encuentran afectadas, el propio diario adquiere vida propia para tomar el control total y absoluto de la vida de su protagonista. Película perversa en su planteamiento (como todo buen diario íntimo) que nos desafía y nos hace replantearnos (de nuevo) toda una serie de cuestiones relacionadas con la intimidad, la enfermedad y el poder del cine como mecanismo terapéutico.

También en torno a la demencia senil discurre Translating Edwin Honig: A Poet’s Alzheimer (2010), el último trabajo de Alan Berliner, en el que recopila grabaciones del poeta Edwin Honig, familiar y amigo, en el salón de su casa, totalmente consumido por la enfermedad. Berliner juega con el ritmo a través del montaje del mismo modo en que su protagonista lo hizo en su momento (y sigue haciéndolo a través de rimas onomatopéyicas). Llegado un punto, decide enfrentarle con su propia imagen de joven, a través de la pantalla de un televisor. Le es imposible reconocerse a sí mismo. Cuando Berliner le pregunta qué escogería si pudiese pedir cualquier deseo, el poeta le contesta algo así como “remember how to forget”.

La premisa de Color perro que huye (Andrés Duque, 2011) nos pareció de lo más sugestiva al ver que ponía en juego uno de los puntos clave en la relación del espectador contemporáneo con las imágenes audiovisuales. La posibilidad de que Duque construyera un filme autobiográfico desde el postrado encierro domiciliario al que le había obligado una caída utilizando solo archivos de vídeo digital almacenados en el disco duro de su ordenador o en el infinito ciberespacio, necesariamente hace salivar a quienes nos pasamos parte de nuestros días enganchados a ese mismo flujo de .AVI y YouTube. Sin embargo, la película que terminó llevándose el Premio del Público acaba resultando mucho más convencional y mansa de lo esperado.

Son muchos los momentos en los que el discurso del realizador venezolano se diluye evocando la anárquica libertad del archivo digital sin que las imágenes que forman su película lo respalden o vayan en el mismo sentido. Parece como si el autor considerara que yuxtaponer imágenes grabadas por él mismo en Caracas con un recorrido por El Jardín de las Delicias, un par de vídeos de YouTube o un fragmento de Arrebato (Iván Zulueta, 1980) bastaran para componer un diario personal con imágenes ajenas. Ni nos dio la impresión de que lo seleccionado dialogase bien entre sí justificando su inclusión, ni que el resultado fuera un manifiesto de lo aleatorio lo suficientemente caótico. Y es que para una experiencia de polifonía descentralizada con satisfacciones permanentemente postergadas, tan gris, la verdad es que preferimos quedarnos con nuestra propia rutina habitual al otro lado de los ceros y los unos.

Uno de los filmes que más nos desconcertó, que más nos hizo dudar y que generó el debate más apasionado ever, fue Erie (Kevin Jerome Everson, 2010), orquestado en base a nueve planos secuencia, donde va retratándose a la comunidad negra asentada en la ciudad industrial del estado de Pensilvania que da título a la película. Población, que como sugiere el último plano que compone la obra, emigró posteriormente hacia el norte, hacia Canadá.

Si bien aceptamos que Erie es deliciosamente disfrutable desde una óptica estrictamente centrada en el goce estético, también hemos de reconocer que las intenciones de su autor no quedan del todo claras con el simple visionado del filme. No al menos para alguien de otro contexto social, geográfico, político, etc. Por ejemplo, nos deleitamos con la coreografía de la pelea de esgrima, pero también nos gustaría leerla más allá sin sentir que la estamos sobreinterpretando.

¿Sería posible cicatrizar el debate asumiendo que funciona por niveles, que admite muchas lecturas, incluso lecturas incompletas? Pero si es así, ¿qué ocurre con aquellos que ni siquiera la disfrutaron en un sentido estético? Nos trastoca todos los planes el hecho de saber que es una película completamente guionizada. Queremos saber y al mismo tiempo olvidar.

48 (Susana de Sousa Dias, 2009) era una de nuestras películas más esperadas de la Sección Oficial. Influía, y mucho, nuestro interés por todo aquello de procedencia portuguesa, territorio deslumbrante en cuanto a la proporción cantidad-calidad cinematográfica. El filme utiliza únicamente -exceptuando un plano que aparece casi al final en relación a las colonias africanas- fotografías de las fichas policiales de las víctimas de la dictadura de Salazar, acompañadas por su propio relato oral de las torturas sufridas. Así, cada imagen reactiva un recuerdo olvidado, convirtiéndose casi en un ejercicio conceptual, en un juego en el que la pregunta es la fotografía y la respuesta, el testimonio de la persona fotografiada.

La película nos retrotrae inevitablemente al eterno debate Godard-Lanzmann sobre las imágenes de la barbarie y el deber del cine hacia esas imágenes. Sensiblemente más cercana a Shoah (Claude Lanzmann, 1985), Susana de Sousa opta por construir desde la inexistencia, fabricando una memoria de la ausencia, un archivo testimonial que renuncia a cualquier tipo de voyeurismo de las imágenes. Sorprende la naturalidad con la que los represaliados hablan de cuestiones que no me atrevo a reproducir. Impacta la frontalidad y lo extraordinariamente actuales que parecen sus fotografías, fotografías con vida propia, que parecen respirar. Da tiempo a imaginarse cómo serán ahora, a reconstruir su apariencia física a través de su voz y su foto de jóvenes. La Historia también existe sin imágenes.

En Gravity Was Everywhere Back Then (Brent Green, 2010) forma y fondo encajan a las mil maravillas. Si bien su argumento gira en torno a la construcción de una casa como máquina de curación para la novia del protagonista, la película se construye ladrillo a ladrillo, a través de actores de carne y hueso y animación stop-motion. Un do it yourself en todos los sentidos cuyo elaborado decorado, lleno de recovecos y piezas móviles -cinco versiones distintas de la casa, un piano, una luna y, sí, un enorme Dios de madera-, construyó a mano el propio Green en el patio trasero de su casa. Cuando la chica muere, la casa se abre y se repliega sobre sí misma, como en los libros infantiles con pestañas deslizantes y construcciones desplegables (el 3D nos rodea desde pequeños, aunque ahora lo utilicen para cobrarnos un plus).

A nadie pareció gustarle. A nosotros nos encantó el hecho de que fustigase a los fans de las pasteladas gondryanas que buscaban una bella historia de amor sin ataduras intelectuales y, en el otro extremo, que indignase y aburriese a los más puristas, que huyen cual alma que lleva el diablo ante cualquier atisbo de concesión a la cursilería sin complejos. Si bien reconocemos sus excesos y defectos, finalmente nos dejó buen sabor de boca. Más aún después de despertarnos una curiosa asociación con cierta tradición lírica de sentimientos exacerbados, voces afectadas, contenidos ridículos y sonrojantes por momentos, y apelaciones desesperadas a una instancia superior sorda a los lamentos humanos.

 

La región central

La Región Central, sección paralela pensada para los filmes más escarpados o que ya han concursado en otros certámenes y no pueden hacerlo en la Oficial, aglutinó las últimas obras de algunos de nuestros creadores favoritos. Había mucha expectación por ver lo nuevo de Thom Andersen tras Los Angeles Plays Itself (2003). Aunque la sinfonía urbana que compone en Get Out of the Car (2010) resulta magnética en un primer momento con su devenir de carteles publicitarios, fachadas, señales de tráfico, conversaciones perdidas y retazos musicales robados al viento, no termina de cuajar como fresco impresionista y corre el riesgo de hacerse reiterativa una vez que agota las rítmicas líneas maestras de su propuesta.

Las variaciones y modulaciones en los picos de interés de cada espectador es algo sobre lo que también invita a reflexionar Sharon Lockhart con Podwórka (2009). La autora estadounidense registra a diversos grupos de niños jugando en patios traseros de la localidad polaca de Lodz mediante un puñado de planos fijos, entre los que es inevitable que cada sensibilidad individual encuentre unos más interesantes que otros. Esto, además de dar pie al inevitable intercambio de opiniones a la salida de la sala -“¿cuál ha sido tu favorito?”-, en la línea de la equiparación entre planos y tracks musicales que señalaba Covadonga G. Lahera en su crónica de PdV 2010, contribuye a ampliar las posibilidades de interpretación del filme que, pese a su recia estructura, nunca se muestra cerrado o unidireccional.

Uno de los placeres que permite Podwórka es observar los movimientos de los niños y cómo recorren el espacio, entran y salen del plano y, en definitiva, se hacen dueños momentáneos, despreocupados, pragmáticos, del lugar. Patios grises de hormigón, espacios despojados -todo lo contrario a la ensalada de carteles de colores de Andersen-, estructuras metálicas, que ellos convierten en el mejor campo de juegos imaginable. Hay algo de exploración en estos niños adueñándose de espacios suspendidos -muy posiblemente no queridos por nadie más, como el edificio desmantelado del último plano, por cuyo techo dos chavales trepan y saltan; dan un uso orgánico a lo que ha sido abandonado- y de animalidad, que nos lleva a pensar en la procesión de ovejas de Hell Roaring Creek (Lucien Castaing-Taylor, 2010). Como coda a la epopeya de Sweetgrass (Ilisa Barbash y Castaing-Taylor, 2009), este cortometraje concentra toda la fuerza del mitificado Oeste norteamericano en el fluido paso de un rebaño de 3.000 ovejas atravesando un río.

La pantalla arranca en penumbra y va siendo iluminada paulatinamente por un lejano amanecer. Solo escuchamos el discurrir del agua y empezamos a intuir las formas del río que el realizador graba desde el centro del caudal, armado con un arnés que diseñó específicamente para sujetar la cámara durante el rodaje de Sweetgrass. Poco a poco, en la esquina derecha, van concentrándose las primeras ovejas. Un pastor marca a las más avanzadas el trayecto a seguir cruzando el agua y el desfile comienza. Cientos de ovejas atraviesan el río y el plano, con un movimiento de derecha a izquierda, fascinante mezcla de diligencia y contumacia, invita a elegir a una en cada batida para escudriñar sus movimientos individuales aislados del rebaño. Después del hipnótico fluir, irrumpe la épica. Los pastores que cuidaban la retaguardia del rebaño aparecen imponentes sobre sus caballos para cerrar el grupo. Pocos cabalgares hacia el horizonte en tantas y tantas películas nos han generado el mismo sobrecogimiento que el ordinario proceder de estos centauros anónimos.

Vapor Trail (Clark) (John Gianvito, 2010) era sin duda la película-criba del festival. A riesgo de parecer reduccionista, casi cinco horas de documental didáctico-político no es una sesión para todos los públicos. Una vez concienciados (coincidía con la correspondencia Mekas-Guerin), hubo un problema de última hora y no se pudo llevar a cabo la proyección, lo cual solo contribuyó a aumentar la leyenda y acrecentar nuestras ansias de verla.

Gianvito había viajado a Filipinas para localizar su siguiente trabajo y una vez allí se encontró con un problema sangrante sobre el que responsables y autoridades parecían mirar hacia otro lado. Partiendo de un recorrido histórico a través del colonialismo en dicho país, cuestionando constantemente la neutralidad de la Historia y constatando que los errores del pasado continúan presentes, Gianvito retrata la situación catastrófica de miles de familias que viven en Clark, una antigua base militar norteamericana contaminada por agentes tóxicos y cuya agua envenenada mata, produce cánceres, malformaciones y abortos. Como afirma uno de los entrevistados, “nadie vence a la enfermedad: mata por dentro” y que la memoria “oficial” se desentiende siempre de los desamparados. A ratos juega a enfrentar imágenes actuales con fotos antiguas, las unas reverberan en las otras: el plano del niño bajo la lluvia termina convertido en la fotografía de un muerto que yace tirado en el suelo.

Hacia el final de la película, Gianvito vuelve a recorrer cementerios y tumbas. Esta vez rodeadas de maleza, abandonadas. Son personajes anónimos, pero el homenaje es igual de sentido. Las ruinas nos hablan siempre de tiempos discordantes. Existe un presente, pero también hay siempre un pasado.

The Ballad of Genesis and Lady Jaye (2011) llegó a Punto de Vista justo después de ganar el premio Teddy al Mejor Documental en el Festival de Berlín. Su autora, Marie Losier, aborda la figura del artista multidisciplinar Genesis P-Orridge, líder de la mítica formación de música vanguardista Psychic TV, desde su historia de amor con Jacqueline Breyes (Lady Jaye). Losier convivió durante siete años con la peculiar pareja. Ellos mismos la invitaron a su intimidad para que grabara el proceso de transformación corporal al que se estaban sometiendo. Defensores de lo que bautizaron como “pandrogenia”, cada miembro de la pareja se sometía a diferentes operaciones para acercar cada vez más la realidad de su cuerpo a la anatomía del ser amado. Es decir, llevar al límite la fusión carnal del sexo, la incorporación del otro, la entrega y el desvivirse del amor, todas esas fórmulas tan enquistadas por siglos de literatura, siendo por fin posibles gracias a la tecnología quirúrgica.

En algo no eran muy diferentes a muchas parejas: Genesis y Lady Jaye disfrutaban con la difusión pública de su amor. Así, con el objetivo de crear una gran obra promotora de la pandrogenia”, permitieron a Losier penetrar en todos los rincones de su intimidad. Ella los ha montado con mimo en un mosaico en el que no interviene, los deja hablar con sus palabras y sueños acerca de uniones postcorpóreas, pero también con su arte: la música, el dibujo, la performance. La inesperada muerte de Lady Jaye en 2007 dejó a Genesis sin su otra mitad -entonces mutada en casi doble- y confiere a la “balada” de Losier un sentido elegíaco que, sin embargo, las imágenes esquivan, siempre saeteadas por los destellos lumínicos de uno de los más grandes amours fous de la historia del cine.

 

Tupí or not tupí: caníbales contra vampiros

Uno de los ciclos temáticos más apetecibles era Tupí or not tupí: Caníbales contra vampiros, que recogía una serie de títulos que versan en torno al colonialismo, el fagocitamiento cultural, la consciencia del otro y del mundo exterior, y la degradación moral a la que se ven sometidos determinados pueblos con la llegada del hombre blanco.

Para empezar por el origen, el ciclo incluía una obra capital, por supuesto prohibida durante años, sobre el impacto del colonialismo francés en el arte negro: Les statues meurent aussi (Alain Resnais y Chris Marker, 1953). En First Contact (Robin Anderson y Bob Connolly, 1982) las imágenes de los primeros colonizadores de Nueva Guinea (años treinta) se mezclan con filmaciones de los indígenas actuales asistiendo a una proyección de aquellas imágenes de sus antepasados. Por otro lado, Cannibal Tours (Dennis O’Rourke, 1988) ridiculiza el turismo hasta el absurdo, como forma última y superagresiva de colonización, que degrada la cultura y el arte negro para complacer al blanco. Tigrero (Mika Kaurismäki, 1994) sigue el retorno de Samuel Fuller al Mato Grosso brasileño acompañado por Jim Jarmusch para recorrer las localizaciones de una película que el primero nunca llegó a filmar. Agarrando pueblo (Luis Ospina y Carlos Mayolo, 1977), una de las joyas del ciclo, supone una de las primeras películas que contribuyó a configurar el término “pornomiseria”. Acto político en toda regla, sus directores salen a las calles de Cali para dibujar un retrato malintencionadamente perverso sobre la pobreza, que rompe con todo atisbo de objetividad y critica el buenismo del cine de la época hacia el llamado Tercer Mundo.

 

Sesiones especiales

Este año, además de participar como miembro del jurado, Naomi Uman era objeto de una doble sesión retrospectiva de sus últimos trabajos. En ella pudimos ver piezas cortas como Kalendar (2008), con la que su autora trata de aprender ucraniano a través de los nombres de los meses, y On This Day (2008), vídeo experimental de bodas que Uman grabó como regalo para los recién casados. Su película Unnamed Film (2008), en la que viaja a Ucrania rastreando sus orígenes, recoge en cierto modo sus inquietudes y rasgos de identidad: el acentuado componente autobiográfico de su obra, el elevadísimo grado de amor hacia las imágenes y sus personajes, la herencia de la tradición fotográfica del este de Europa, y su constante posición de extraña que intenta comprender y racionalizar un universo desconocido pero al que, de algún modo, siente que también ella pertenece. Así, los diálogos no aparecen subtitulados, sino que ella misma se reserva la posición de intérprete y nos los devuelve resumidos en su esencia. Las palabras pasan por ella antes de llegar a nosotros.

El tercer capítulo del proyecto Correspondencias fue preestrenado aún como work in progress entre sus dos protagonistas: José Luis Guerin y Jonas Mekas. Esta iniciativa impulsada por el Centre de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), que pone en diálogo epistolar audiovisual a dos cineastas contemporáneos, volvió a sugerirnos la misma impresión que su primer episodio, el que protagonizaron Víctor Erice y Abbas Kiarostami -el segundo, con el dúo Isaki Lacuesta/Naomi Kawase, todavía no hemos tenido ocasión de verlo-. El remitente español de las cartas, ya sea Guerin o Erice, parece tomarse mucho más en serio la oportunidad de dialogar creativamente con un gran artista y carga su discurso de excesiva ampulosidad y afán de trascendencia, lo que termina lastrándolo por comparación con las imágenes más frescas, libres y, en definitiva, juguetonas -¿no hablábamos para divertirnos?- de su interlocutor.

En ese sentido, es ejemplar la primera carta de respuesta del maestro Mekas a Guerin. Tras la medida misiva inicial del cineasta catalán (en blanco y negro, como todas las suyas), trufada de citas y con una omnipresente voz en off que afirma “buscar imágenes sobre una puerta giratoria” para regalárselas a su destinatario, el lituano-estadounidense contesta con una grabación de sus amigos bailando en una fiesta casera. Eso es estilo. Guerin intenta contraatacar con un viaje más relajado a Walden, pero aun así es incapaz de deshacerse de la ansiedad por las referencias: Thoreau y -sonrojo- el propio Mekas. La misma tónica domina el intercambio restante, aunque es justo reconocer que Guerin va afinándose y en su última misiva hasta el momento, la que aún aguarda respuesta, parece por fin hablar de sí mismo sin ataduras a través de imágenes callejeras de Venecia. Pero aquí, en una crónica de festival donde muchas otras películas reclaman su espacio, no queremos entrar en detalle sobre cada carta; tiempo habrá de hablar de la obra completa cuando esté terminada.

Una de las labores más importantes de festivales como Punto de Vista es la pedagógica. Además de servir de escaparate para películas que de otra forma tendrían más difícil aún encontrar a su público, o de trinchera desde la que defender una pluralidad de voces y maneras de crear, ver y pensar el cine, está el incalculable trabajo de enseñanza y aprendizaje compartidos que supone la visión colectiva de su programación.

En el caso de la sesión especial Young Filmmakers Rediscovered esto es especialmente notorio. El programador y profesor del Columbia College Gabe Klinger destroza nociones previas con una innegable evidencia: hay muchísimos rincones de la Historia del Cine de los que no tenemos ni idea. Él ilumina uno de ellos con un puñado de películas (no llegan a diez) rodadas en el Lower East Side de Nueva York a finales de los años sesenta por los jóvenes que acudían al Film Club que Rodger Larson abrió en el número 11 de Rivington Street.

La inmediatez de las imágenes grabadas por chavales, en su mayoría de procedencia marginal, que estaban teniendo su primer contacto con una cámara, como Alfonso Sánchez Jr., Murray Kramer o Michael Jacobsohn (presente en Pamplona junto a Klinger), dejan en evidencia al grueso de los cortometrajes salidos de las escuelas de cine actuales. Los autores de The Museum Hero (Alfonso Sánchez Jr., 1968) o America’s Best (Michael Jacobsohn, 1971) tratan con total libertad preocupaciones cotidianas relacionadas con fiestas, amores, drogas o el reclutamiento para Vietnam,  lejos de imposturas y clichés viciados por una contaminación audiovisual previa. Usan la cámara como una prolongación más de la relación afectiva con sus amigos e iguales. Una emoción que revela aquello, no por sobado menos cierto, del cine como reflejo de la vida y que reclama restituir su elidida presencia en la historia del cine independiente. La suya, y la de los Sánchez Jr. de tantas otras latitudes.

Otra sesión rica en descubrimientos fue la comisariada por Ben Russell, ganador del Gran Premio Punto de Vista 2010 con Let Each One Go Where He May (2009), que este año ejerció como miembro del jurado y DJ ocasional -al igual que otro imponente realizador, John Gianvito- en el pub centro de reunión de los asistentes al festival. Ya el propio planteamiento de la proyección resultaba estimulante: como modo de acercarse a su nuevo trabajo, el cortometraje Trypps #7 (Badlands) (2010), Russell había construido un itinerario compuesto por otras obras audiovisuales. Todas con algún punto de diálogo con el corto, desde una pionera pieza de Segundo de Chomón –Le spectre rouge (1907)- hasta una de las epilépticas dinamitaciones de la animación digital que lleva a cabo el psicotrópico colectivo Paper Rad –How to Escape from Stress Boxes (2006)-.

Si bien prácticamente todo lo que seleccionó Russell estuvo cerca de maravillarnos -y, es irremediable, tintó de forma permanente nuestra percepción de su bello y reconfortante filme-, algunos descubrimientos como el documento etnográfico de indios venezolanos Children’s Magical Death (Timothy Asch / Napoleon Chagnon, 1974), la balada experimental Footnotes to a House of Love (2007) de la bilbaína afincada en Los Ángeles Laida Lertxundi o, sobre todo, el alucinógeno videoclip Marsa Abu Galawa (2004) del egipcio Gerard Holthius a base del montaje y repetición rítmica de imágenes coloristas de la fauna y flora del Mar Rojo consiguieron otro objetivo irrenunciable de los festivales: hacer que sus estimulantes, insólitas y jugosas imágenes, lejos de saturarlo, acrecentaran al máximo nuestro apetito cinematográfico. Nada mejor que salir de la última sesión de Pamplona enganchados, con ganas de más, para tenernos de nuevo allí en primera fila el año que viene.

 

Fotografías cortesía de Cristina Ultreia Silva©

 

PALMARÉS

Menciones Especiales: Ici-Bas (Comes Chahbazian) y 48 (Susana de Sousa Dias).

Mejor Cortometraje: Translating Edwin Honig (Alan Berliner).

Premio Jean Vigo a la Mejor Dirección: Clio Barnard por The Arbor.

Mejor Película: Foreign Parts (Véréna Paravel y J.P. Sniadecki).

Premio del Público: Color perro que huye (Andrés Duque).

Proyecto X Films: WeareQQ.

PALMARÉS ALTERNATIVO

Mejor Película: 48 (Susana de Sousa Dias).

Mejor Cortometraje: Hell Roaring Creek (Lucien Castaing-Taylor).

Mejor Dirección: Duncan Campbell.

Mejor Final: Erie (Kevin Jerome Everson).

Mejor Plano Secuencia: entrevista a Myrla en la playa, mientras anochece en Vapor Trail (Clark) s(John Gianvito).

Mención Especial: Sesión En torno a Trypps #7, comisariada por Ben Russell.