Venecia 2024
Pequeños apuntes sobre mutaciones cinematográficas
Introducción
La 81ª edición del Festival Internacional de Cine de Venecia nos ha permitido sumergirnos durante varios días en el descubrimiento o la confirmación de algunas de las tendencias que marcan el cine contemporáneo. Así, durante estos días hemos podido asistir a piezas de cine-simulacro donde los mundos se construyen con base en otras películas pero no en la realidad —pienso en títulos como el thriller post 70s The Order (Justin Kurzel), la autorreferencial Bitelchús, Bitelchús (Beetlejuice Beetlejuice, Tim Burton) o el viaje a los noventa de Leurs enfants après eux (Zoran & Ludovic Boukherma)—; pero también nos hemos sorprendido con películas que hacen el camino inverso, parten de un mimo extremo por la realidad y solo entonces remiten a otros cineastas del humanismo —en este sentido, la ericiana Vermiglio (Maura Delpero), con su capacidad para contar decenas de pequeñas historias a partir de cientos de detalles, fue una de las sorpresas más preciosas del todo el festival—. Estos días hemos asistido a algunos pases de películas donde los cineastas, tal vez influenciados por las redes, se muestran obsesionados por situar frontalmente en el centro del plano todos los elementos imprescindibles para la comprensión de la imagen —la película El Jockey (Luís Ortega) es seguramente el mayor/peor ejemplo de esto—; a su vez, hemos asistido a guiones que lo apuestan todo al carisma extratextual de sus dos actores —Wolfs (Jon Watts), donde desgraciadamente la química y el timing entre Brad Pitt y George Clooney nunca llega— y por otros guiones que son precisamente salvados por el rostro de un actor que supera cualquier intención vertida por sus líneas de diálogo —Alessandro Borghi situándose por encima del plano en Campo di Bataglia (Gianni Amelio)—.
También hemos vivido dípticos sobre el amor y el duelo en los que la búsqueda de una gorra se convierte en toda una aventura emocional —Super Happy Forever (Kohei Igarashi), una de las cintas más acertadamente hongsangsoonianas de esta edición— y películas capitulares cuyas imágenes pesadillescas sugerían tantas sensaciones como interrogantes —Sanatorium Under the Sign of the Hourglass (Stephen & Timothy Quay), la cinta, para quien esto escribe, más enloquecida e impenetrable de todo el festival—. Hemos visto ficciones donde lo familiar desemboca en lo político —la clásica, sea dicho como algo positivo, Ainda estou aquí (Walter Salles)— al mismo tiempo que documentales políticos que muestran demasiado poco de lo familiar —Separated (Errol Morris), que omite el punto de vista de sus protagonistas en este repaso a la inmigración infantil en EE.UU.—. En este festival de Venecia también hemos podido experimentar piezas de realidad inmersiva que probablemente marquen el futuro del cine en casa, si bien parecen más destinadas a revolucionar el mundo de los videojuegos —el recorrido por el universo Marvel de What If…? An Immersive Story (Dave Bushore), la clase magistral de astronomía en Astra (Eliza McNitt), el punto de vista subjetivo de la persona enferma en Turbulence: Jamais Vu (Ben Joseph Andres & Emma Roberts), etc.—; por ver, hemos visto hasta series de televisión que vuelven a traer a la palestra debates que nacieron ya caducados sobre cómo la ficción seriada no tiene diferenciación del cine —Disclaimer (Alfonso Cuarón), donde el director no reconoce que precisamente su uso del tiempo es algo que no podría haber llevado a cabo, para bien y para mal, en la gran pantalla—. Un festival es todo eso y mucho más; pero, de cara a este repaso, quedémonos únicamente con seis ejemplos de seis pequeñas mutaciones que parecen querer romper con sus cines precedentes y ofrecer algo distinto. No son las únicas, pero se trata de las seis cintas que creo que, de algún modo, más definen los seis días que Transit pasó en el Lido.
Mutación #1. THE ROOM NEXT DOOR (Pedro Almodóvar) y el melodrama
¿Cómo aproximarse a The Room Next Door, el (histórico, sorprendente, merecido) León de Oro de esta 81 edición del Festival de Venecia? ¿Hablando sobre las acertadas mímesis y traiciones que Almodóvar efectúa respecto a Cuál es tu tormento, la novela de Sigrid Nunez en que se basa? ¿Situando esta cinta en una fase muy concreta y consecuente de su filmografía y tratando de encontrar un reflejo de temas (la relectura vital, la maternidad, el sexo, la muerte) en otros de sus dramas desnudos anteriores? ¿Vigilando atentamente cómo el trabajo con los encuadres de Eduard Grau —su nuevo director de fotografía— y el de color de Inbal Weinberg —su nueva directora de producción— se amoldan novedosamente a un estilo ya cimentado previamente por José Luis Alcaine y Antxon Gómez? ¿Intentando encontrar ecos en el trabajo continuista pero en cierto modo revelador y expandido de otros colaboradores habituales como Alberto Iglesias o Teresa Font? ¿Examinando minuciosamente un guión no lineal que opta por el arrojo de entregarnos tres polémicos flashbacks que seguramente funcionan precisamente por el exceso? ¿Analizando unos monólogos que pecan en ocasión de ser excesivamente explicativos pero que son ya marca de la casa? ¿Centrándonos tal vez en el depurado trabajo del director con sus dos actrices principales, esta vez con un valioso texto tan poco natural como de costumbre pero que por primera vez suena en inglés? ¿Analizando el contraste entre unos primeros planos bergmanianos y unos planos generales reencuadrados a la manera de Douglas Sirk? Existen mil y una formas de analizar The Room Next Door y esperamos poder leer (y escribir) al respecto en los próximos meses.
Tras este primer visionado, lo que a uno más se le ha quedado grabado ha sido el modo en que, de una forma menos manchega de lo acostumbrada, Almodóvar se enfrenta a representar la emoción. Esta habitación de al lado es, ante todo, la historia de un afecto y una amistad, de dos mujeres que se conocen y se reconocen, de un encuentro para una despedida. Pero, pese al momento vital que retrata, la película nunca resulta desmedida y, frente al Almodóvar del exceso, aquí aparece uno sorprendentemente tendente a la carencia. A diferencia del melodrama que uno hubiese esperado del manchego hace unos años, aquí lo sentimental no se utiliza de manera exagerada y ni siquiera se enfatiza, pero tampoco es frío o seco. No hay lugar para la confusión entre una emoción verdadera y su simulación porque aquí ambas se entremezclan en un todo único, calculado, donde el artificio es un espejo que nos devuelve la mirada. En ese sentido la triple cita a Los muertos, que remite tanto a James Joyce, como a John Huston y al propio a Almodóvar, es producto de un genio: las diferentes capas que nos conforman tienen elementos de disfraz, pero la suma de todas ellas tiene el peso de la vida. Porque The Room Next Door habla de una nieve que en esta ocasión es rosa, pero a ninguno nos sorprende ya ese bellísimo color. Lo que importa es que es una nieve que cae leve sobre el universo, como esas almas que también descienden lentamente para acabar posándose sobre todos nosotros. Almodóvar ganó el León de Oro y me alegra saber que mi yo del futuro pudo estar allí para verlo.
Mutación #2. MARÍA (Pablo Larraín) y el biopic
Hace ya más de una década, especialmente con la coincidencia en el tiempo de Truman Capote (Capote, 2005), de Bennett Miller; Last Days (2005), de Gus Van Sant; y The Queen (La reina) (The Queen, 2006), de Stephen Frears, que el principal modo de afrontar el biopic cinematográfico pasa por seleccionar un instante en la vida ajena y retratar a partir del mismo un plano general. Quedan lejos, pues, los tiempos en que las biografías fílmicas recorrían un periplo completo, normalmente desde el nacimiento hasta la muerte. Pablo Larraín ya optó por centrarse en la parte por el todo tanto en el periodo de duelo de Jacqueline Kennedy en Jackie (2016) como en aquel fin de semana navideño de Diana de Gales en Spencer (2021). Esta María continúa con el mismo modus operandi y recoge la última semana de vida de María Callas, encerrada en su casa de París, ensayando sin éxito para volver a los escenarios y repasando ante un periodista —tal vez imaginado— su visión del mundo y de sí misma. A diferencia de los otros dos retratos de Larraín, aquí la descripción se hace desde una cierta calma y autoconsciencia. Si las dos partes anteriores de su trilogía espiritual representaban un acontecimiento que partía en dos la vida de sus protagonistas, un golpe en la cara que de algún modo las despertaba histéricamente ante el mundo, aquí se apuesta por una reflexión sosegada acerca de todo lo que ha quedado atrás y tal vez no pueda venir más adelante. María es una película recorrida por tantos fantasmas como aquellas, pero la diferencia es que aquí es la propia protagonista la que casi ya no pertenece al mundo de los vivos y se encuentra en un limbo conceptual.
Como siempre, la decisión de Larraín de encuadrar en plano general a sus personajes, así como los escenarios escogidos a nivel de producción, potencian una sensación de encierro lujoso, una jaula de oro de la que, en esta ocasión, la Callas escapará vía flashbacks o visitas a otros lugares igualmente claustrofóbicos (si bien tranquilos). A diferencia de las dos cintas anteriores, aquí hay un acercamiento hacia una artista contradictoria pero ávida de amor, capaz de mutar entre distintas emociones en apenas unos segundos, consciente de su lugar en la historia, pero también de estar viviendo en un epílogo. María no pretende epatar y, tal vez, ni siquiera persigue una revelación. Se trata de una película que, sobre todo, acompaña. Y, en ese sentido, el aura extra cinematográfica de Angelina Jolie resulta perfecta, ya que convierte al personaje en algo que va más allá de la Callas e inunda el relato de ramificaciones paratextuales. Hablamos de una cantante que es una de las artistas más importantes del siglo XX, pero también hablamos de todos nosotros. Pese al dolor y a la muerte, pese al éxito y al reconocimiento, pese a la conquista de la historia, al final lo que queda en el imaginario humano es un grupo de gente que se divierte jugando a las cartas. María acaba y no tenemos la sensación de haber conocido toda su vida o méritos, no quedan claros sus altos y bajos artísticos o humanos, pero la película sí nos permite introducirnos en un estado psicológico y vital que, sin justificar, sí que comprende. El biopic es, en este caso, la excusa.
Mutación #3. TROIS AMIES (Emmanuel Mouret) y la romcom
Los tiempos del amor nunca pueden forzarse: en ocasiones el sentimiento se cimenta de manera contundente para uno de los integrantes de una pareja, pero no para el otro. A veces también sucede lo contrario y el amor se desvanece para uno de los miembros mientras la otra persona vive en una rutina de enamoramiento (como dijo Mariano Rajoy: “el problema es cuando uno tiene un sentimiento y otro tiene un sentimiento que es distinto al que tiene uno”). Que esto suceda no implica que no haya cariño por el otro porque el amor real nunca suele ser una guerra, menos aún cuando se termina. Trois amies habla de todo eso, pero lo hace a partir de la confección de una comedia romántica entre las personas más inesperadas. Así, unas amigas pueden serlo incluso aunque una sea la responsable de unos cuernos para la otra. Es más: esa mujer (Sara Forestier), amante del marido de su amiga (Camille Cottin), puede incluso ayudar a esta a tener una aventura con una tercera persona sin que esta ayuda implique necesariamente una estrategia. Al mismo tiempo, una tercera amiga (India Hair) puede abandonar a su marido, por mucho que sea la persona que más quiere del mundo, porque el amor tal vez no sea eso. Y este marido, plenamente enamorado, puede intentar convencer a su esposa de que amar a otro no es necesariamente un problema porque cuando amas de verdad lo único que persigues es la felicidad del otro por encima de la propia. En Trois amies se habla de todos esos temas transitando siempre por un camino fuera de lo socialmente establecido: cada pareja tiene sus propias normas internas del mismo modo que cada película determina cómo quiere acercarse a su género. En este caso la romcom es divertida, inesperada y repleta de emoción, pero el final feliz es distinto a lo que se vende desde Hollywood. Repleta de diálogos estupendos y con seis personajes protagonistas excepcionales, los múltiples adulterios de la cinta nunca son vistos desde la moralidad tradicional y eso permite que todo el recorrido amorístico fluya de una manera tremendamente libre e imprevisible. Estamos ante una película grande precisamente porque Emmanuel Mouret habla de los temas importantes desde lo pequeño, sin darse importancia ni sentar cátedra, sabiendo que hay tantos amores posibles como personas.
Mutación #4. BABYGIRL (Halina Reijn) y el sexythriller
Samuel (Harris Dickinson) coloca un cuenco de leche en el suelo e indica a Romy (Nicole Kidman), su jefa, que se ponga a cuatro patas y lo lama. Romy obedece y, tirada en el suelo, se mancha los morros de leche mientras sorbe del plato. Samuel se acerca a su rostro y lame los restos de leche de su cara antes de comenzar a besarla. Toda esta secuencia se resuelve en planos cerrados y alargados en el tiempo, creando un erotismo (¡uno que funciona!) a partir de un juego de poder, pero también a partir de una intimidad no centrada exclusivamente en los cuerpos sino en los gestos. De hecho, el protagonista de Babygirl no se quita la camiseta hasta bien entrada la película, en una clara declaración de intenciones por parte de la directora, Halina Reijn: toda la película es un tratado sobre la female gaze pero lo sexy ya no proviene del desnudo, sino de la actitud y el consentimiento. Estamos ante una especie de relectura del sexythriller de los años noventa, si bien es cierto que aquí el thriller queda reducido a subtramas secundarias relacionadas con lo corporativo (no por feminista estamos ante una película menos capitalista); y es en la parte sexy del tándem donde la película realmente ofrece algo novedoso. Todo el discurso de sus personajes, por ejemplo, conoce perfectamente los tiempos en los que se sitúa y, más allá de lanzar proclamas, lo que la directora hace es integrar el fetiche en el centro del huracán contemporáneo. Así, se habla del tabú, de lo woke, del permiso, del edadismo y de las contradicciones entre deseo y pensamiento, pero esos conceptos no se limitan a lo verbal, sino que encuentran su reflejo en los propios mecanismos de puesta en escena con que Reijn rueda a sus dos protagonistas. Hay empatía, comprensión y una total ausencia de juicios morales por parte de la directora, pero no solo eso: la actualización que Babygirl ofrece respecto a los códigos del género erótico no se queda meramente en lo intelectual y retrata estupendamente el nerviosismo, el divertimento y la pasión. Ayuda mucho también contar con tres actores (Kidman y Dickinson, pero también un estupendo Antonio Banderas) absolutamente entregados; tres piezas clave que saben que para mostrar fuerza levantándose, antes es necesario haberlos visto caer.
Mutación #5. DICIANNOVE (Giovanni Tortorici) y el coming-of-age:
Los coming-of-age suelen ser relatos de iniciación que se centran en mostrar la evolución de un personaje desde la juventud hasta el alcance de una cierta edad adulta. El crecimiento suele explorarse a través de las respuestas de su protagonista frente a situaciones vitales que antes le quedaban alejadas y suele ser habitual encontrarse con un desarrollo vinculado a la búsqueda de la propia identidad, ya sea sexual o emocional. La grandeza de Diciannove, la ópera prima de Giovanni Tortorici, es que realiza un coming-of-age alejado de todos los tópicos. Aquí no encontramos una historia de amor, no tenemos a un protagonista que realmente haga amigos a lo largo de su viaje, no accede a territorios de ensueño (ni pesadilla) y ni siquiera se trata de una persona especialmente simpática. Sin embargo, uno no puede apartar la mirada de Leonardo (Manfredi Marini) porque poco a poco su obsesión acaba siendo también la del espectador: desgranar la literatura italiana, caminar erráticamente tanto por las calles de Londres como por las de Siena, hacer todo lo posible por evitar el contacto humano para pasar tiempo con uno mismo. Hasta un tema tan propio del subgénero como el de la identidad sexual se resuelve aquí a partir del misterio: estamos indudablemente ante una película queer, pero es una que prefiere primar la desorientación al destino. Por el camino Tortorici no deja nunca de divertirse: sus juegos de imagen y sonido muestran a un cineasta-termita que prueba continuamente herramientas de lo inesperado. Su discurso tampoco cae presa del tópico y estamos, por ejemplo, ante el retrato de una juventud que aboga por lo conservador como vía para lo auténtico. Tortorici, cuyo primer y casi único crédito anterior es ser asistente de Luca Guadagnino (productor a su vez de esta película) en We Are Who We Are (2020), recoge de aquella (estupenda) serie la fascinación, inquietud y complejidad por esas vidas que no pertenecen ni a la madurez ni a la adolescencia, pero también la capacidad de esculpir con precisión en el tiempo un momento pasajero.
Mutación #6. THE BRUTALIST (Brady Corbet) y el cine épico
Hay ocasiones en que resulta imposible despegar una película de las condiciones en que fue vista. El pase de The Brutalist fue a última hora de un sábado a mitad de festival en el que el agotamiento empezaba a hacer mella en los presentes pero donde, al mismo tiempo, se palpaba una gran expectación: había unas ganas tremendas de ver qué había hecho tras seis años de ausencia el director de las magníficas La infancia de un líder (The Childhood of a Leader, 2015) y Vox Lux: el precio de la fama (Vox Lux, 2018). Con una duración de 3 horas y 45 minutos y un intermedio de 15 —que permitió salir a airearse, mirarse y hacer comunidad con el resto de acreditados—, The Brutalist no tiene nada que ver con esas circunstancias pero al mismo tiempo es imposible entenderla sin esas sensaciones que se respiraban en la sala Dársena de aquel 31 de agosto. Tras un prodigioso prólogo, imbuidos por la fastuosa banda sonora de Daniel Blumberg y por la voz en off de uno de los personajes femeninos (y que disociaba su discurso de las imágenes que estábamos viendo ya que estas pertenecían a otro personaje masculino), hicieron falta pocos minutos de metraje para saberse en presencia de una película monumental. Porque todo en The Brutalist es grande: el propio periplo de László Tóth, un arquitecto húngaro superviviente de un campo de concentración, que llega a Estados Unidos en búsqueda de su vida y destino; la propuesta de puesta en escena, donde los encuadres remiten en ángulos, color y vacíos al propio brutalismo y siempre parecen seguir la máxima de que forma y fondo han de ir hermanados; el hecho de estar rodada en glorioso VistaVision con la intención de acercarse a los años cincuenta y convertirse así en una película que parece sacada de otro tiempo; la grandiosidad de los espacios y de unas interpretaciones que van del naturalismo de un impactante Adrian Brody al estilo del Hollywood clásico de un no menos tajante Guy Pearce… The Brutalist es una película inabarcable, con picos de genio, secuencias imposibles, planos soberbios… pero también es una cinta repleta de ideas y decisiones complejas que hay que reflexionar y a las que volver. Corbet idea al mismo tiempo instantes sublimes (pienso por ejemplo en una visita a las minas de mármol de Carrara o una secuencia de sexo bajo los efectos del opio que se encuentran sin duda entre los mejores momentos del cine de 2024) con otros que descolocan yendo a la contra de lo que uno espera de un trayecto épico como el de su protagonista (una secuencia nocturna en Italia que remite a un cierto tipo de cine de la crueldad, una cena con unos diálogos explicativos repleta de subrayados, un epílogo que bien podrá interpretarse con gran polémica política. o todo lo contrario, etc.). Mucha gente sacará a colación a King Vidor y El Manantial (The Fountainhead, 1949) para hablar de ella y, aunque ideológicamente The Brutalist no se posiciona en lo neoliberal y está muy alejada del discurso de Ayn Rand, también es una obra que plantea cuestiones incómodas respecto a la relación entre arquitectura, política, nación y sociedad. No estamos ante una película que pueda leerse en una única dirección y algunas de las decisiones que toma Corbet son incluso cuestionables, pero eso hace que la epicidad de la cinta sea curiosamente mayor: no estamos ante una obra elefantiásica aunque pueda parecerlo, sino ante una que se cuestiona y expande, que plantea contradicciones, que es imperfecta y que deja que cada espectador escoja su propia aventura. Ir a un festival de cine tiene la ventaja de asistir por primera vez, sin saber nada, a proyecciones que se saben míticas. La de The Brutalist, sumada a las conversaciones y debates posteriores fuera de la sala, en el camino a casa, tomando un helado o con un spritz en la mano, se convirtió en uno de esos tiempos y movimientos por los que Venecia 2024 será recordada.
© Endika Rey, septiembre de 2024