Una pequeña crónica del FICX 2024
Caminar contra el viento
Se hizo de noche. Acercándome a Gijón a bordo de un taxi, la luna casi llena que aparece y desaparece a mi derecha me trae a la memoria cierto pasaje de La Région centrale (1971) de Michael Snow. Recortada contra el cielo azul oscuro, dejando atrás los perfiles de las montañas, es una imagen con la que me entretengo un rato, intentando hacer una story, hasta que me canso y los primeros edificios me empiezan a escatimar la luna. Mirando por la otra ventana, bajo un ancho letrero de Cocinas del Principado, diviso a una mujer en un vestido fucsia, demasiado fresco para este momento del año, andando deprisa, brazos caídos con los puños cerrados, que quiere cagarse en los muertos de alguien. A una distancia prudencial, camina un tipo desgarbado con la vista puesta en la pantalla resplandeciente de su teléfono móvil. Ella se gira, le grita algo moviendo los brazos, siguen andando, quizá están llegando tarde a algún sitio.
Mentiría si dijera que sé sobre qué quiero escribir. Cuando me senté a una mesa para cenar con unos amigos, tampoco sabía si pediría agua o tomaría un par de vasos de sidra. La mayor parte de mis horas en este mundo las he pasado perdido, deambulando, y tampoco contaba con ver la luz este fin de semana. De entre las pocas películas que vi, ninguna radiografió mejor mis entrañas como Les Intrigues de Sylvia Couski (1975) de Ado Arrieta, en la que un hombre, Xavier Grandes, pasea por el París de 1973, mira y es mirado por travestis, vampiresas deslumbrantes, a la espera de que en uno de esos lances se le abra un pasaje a ese otro mundo que por ahora solo intuye. La película es tanto el registro de un momento y una gente como una ficción sobre la misión que alguien le encarga a Grandes: robar una escultura para que esta sea sustituida por el ser de carne y hueso que la ha inspirado; Arrieta, a quien el festival le dedicó una retrospectiva, habló en el coloquio posterior de su voluntad de juego, pero es más sencillo incluso de explicar si entendemos, o recordamos, que la ficción no es tan necesaria como respirar. Arrieta mete a Grandes en ese embrollo porque tiene que haber algo más en la vida que sentarse en los bancos de los parques y soñar, en filtros de color, que se es otro.
Precisamente el mes pasado pasé un fin de semana en París y el domingo, para evitar entregarme del todo al vagabundeo, me propuse ir a ver la tumba de Jacques Rivette en Montmartre. Recorrí una y otra vez la sección 21 del cementerio, donde se suponía que descansaba el director de alguna de mis películas preferidas, pero por más que ensayaba distintos recorridos no daba con su sepulcro. Ahí estaba la lustrosa lápida de François Truffaut, en la que habían dejado alguna que otra nota, pero ni rastro de Rivette. Pasé tres o cuatro veces, como un idiota, junto a una lápida que me hacía dudar, austera, la inscripción casi borrada, en la que reposaban unas flores llamativas, color de fuego. Finalmente me dije que era lo que más se parecía a la fotografía que tenía como referencia, sacada de Internet, y a medida que mis ojos se acercaron al suelo se me fueron apareciendo los nombres al principio indiscernibles del cineasta fallecido en 2016 y de su compañera, Veronique Manniez, que todavía vive pero ya tiene casa en la otra orilla. Entonces, la lluvia se hizo más insistente y tuve la suerte de hallar refugio en un restaurante vietnamita asequible nada más abandonar el cementerio. Luego he venido pensando en las lápidas de Truffaut y Rivette, en su distinto estado de conservación, y en que es como si el tiempo y la dichosa actualidad fueran borrando las huellas de un sendero, de una cinefilia.
Me preocupa, se lo comento a algún que otro amigo durante mis días en Gijón, ir a ver sobre todo las películas de cineastas a los que ya estoy abonado: Hong Sang-soo, Jean-Luc Godard, Arrieta. Siento que podría estar faltando a mi deber, como periodista, de informar ampliamente sobre lo que se proyecta en el festival. Mis amigos me quitan esa idea de la cabeza y, además, aunque haya estudiado esa carrera, no sé si a día de hoy se me puede considerar periodista. Casi nunca he escrito sobre cine desde el lugar del periodismo, por otra parte. Complejos de culpa, síndrome del impostor, qué sé yo.
También pienso que cada vez se hace más crucial perseguir un grado cero de la escritura sobre cine, un lugar donde el tema no lo ahogue todo. Hablar de lo que te ha dicho particularmente esa película, no de lo que dicen de ella o del debate que está llamada a avivar. Desayuno con un compañero de la crítica -un gremio al que tampoco puedo asegurar que pertenezca-, me dice que trata de inculcarles a sus alumnos de la escuela de cine la importancia de pensar. Pensar, sin distracciones, sin subterfugios, alejándose del ruido que lo hace todo indistinto. Lo intento con Good one, el largo de debut de la norteamericana India Donaldson. En la sinopsis se cita a Kelly Reichardt para ubicar la película en un determinado espectro, y es que trata sobre una excursión al campo, como Old Joy (2006). Pero, si allí Reichardt tenía suficiente con el paisaje y las texturas sonoras de Yo La Tengo, situando en el centro del metraje un breve fogonazo de intimidad hablada, Donaldson plantea una de esas películas sobre hablar, sobre la cháchara con la que rellenamos las distancias, para terminar deflagrando el conflicto en una conversación nocturna que parecería análoga a la del filme de Reichardt pero yo diría que no lo es tanto. Donaldson precisa de ese susto, ese jarro de agua fría, para soltarse y distender la narración. Eso no quita que hasta ahí el viaje fuera agradable, una especie de comfort movie de tono menor. A posteriori, tumbado en el sofá de casa, regresa a mí la metáfora de las piedras: hay un momento en el que la protagonista decide emprender el camino por su cuenta y les llena las mochilas de rocas a su padre y a su amigo recién separado, para enlentecer sus pasos y darse tiempo para huir. Lo que la muchacha trata de hacerles sentir en sus propias carnes a esos dos hombres es el fardo de su masculinidad, de un andar por el mundo haciendo oídos sordos a algunas cosas, que a la postre termina afectando a las personas a las que tienen cerca; a juzgar por el plano final, puede que hayan empezado a darse cuenta de algo.
Me espachurro en la butaca para ver Eight Postcards from Utopia (Opt ilustrate din lumea ideala, 2024), el montaje de delirantes anuncios publicitarios de la Rumanía postcomunista pergeñado por Radu Jude y el filósofo Christian Ferenc-Flatz. A mi lado, una chica más diligente que yo toma notas, pero yo me retrotraigo a mis años de infancia y adolescencia, a la impermeabilidad con la que acogía, y deseaba, todo lo que anunciaban en las pausas de Médico de familia. Ya dije a quien quiso saber mi opinión (quisieron aproximadamente dos personas) que no me convenció el anterior hit de Jude, No esperes demasiado del fin del mundo (Nu astepta prea mult de la sfârsitul lumii, 2023), que me pareció una película demasiado convencida de su lucidez y su ferocidad. Eight Postcards from Utopia dura mucho menos y en ella Jude y Ferenc-Flatz hablan, a través de imágenes filmadas por otros y segmentadas por episodios, de lo vulgar que es el mundo capitalista al que Rumanía se vio abocada tras la caída de Nicolae Ceaucescu y de lo triste que es el embrujo del dinero. Es un mundo de cartón piedra, de falsos brillos, donde los hombres hacen las cosas y las mujeres están para servir y ser miradas. “Cumple tus fantasías a un precio normal, sin coste adicional”, reza el anuncio de un servicio erótico para (hombres) adultos; ya no recuerdo si era una línea telefónica porno o qué. Pero viene a ser eso. Puede verse como una película sobre el proceso de maduración de la conciencia: paulatinamente descubres que todo lo que te están vendiendo es una patraña.
Hay a quien parece molestarle que las películas de Hong, en apariencia, traten de las pequeñas cosas, de las modulaciones del carácter, de cómo nunca llegamos a saber quiénes somos y quiénes son los demás, por más que la repetición gobierne nuestros actos. A mí me gusta ver su cine como la libreta de esbozos de un poeta, aquella que aparecía en Woman on the Beach (Haebyeonui yeoin, 2006), y me gusta detectar las pequeñas variaciones, en lo que comen o beben sus personajes o en la estructura de sus filmes. En Necesidades de una viajera (Yeohaengjaui pilyo, 2024), a veces, Hong corta el plano de la conversación que está teniendo lugar, manteniéndola de fondo, para mostrarnos una montaña, peces que se deslizan bajo el agua, una joven bailando en una terraza. La misma Isabelle Huppert, en la película, es como un pez que anda dando tumbos, aferrándose a corazonadas, sin saber muy bien si acertará a tener un lugar donde caerse muerta. Las películas de Hong son claras, incluso diría que cristalinas, y aun así permanecen dúctiles, misteriosas, para que cada cual se quede con lo que quiera.
Hong, Godard, Arrieta. Nombres que nos atan a algo, a una determinada idea del cine. De la felicidad, incluso. La noche antes de irme me tomé un pincho de tortilla en el Dindurra, me aislé un rato con un libro, para dejarle hueco a las dos piezas póstumas de Godard. En la sala, por cierto, Arrieta se sentó a mi lado. Se trataba, sobre todo, de ver durante algunos minutos las manos del cineasta, su herramienta de trabajo, y oírle desgranar el tráiler de una película que ya no realizará. Las películas se llaman Scénarios y Exposé du film-annonce du film “Scénario” (2024). Otros escribirán con más detalle que yo sobre ellas. Una pequeña pero sustanciosa exposición muestra por primera vez al público los cuadernos que aparecen en Exposé…, hermosos collages de imágenes, citas e intuiciones, guiados por la libre asociación, donde resuenan las inquietudes que siempre han acompañado al cineasta. Lo que quería decir, y sé que esta idea puede sonar fácil, trivial, es que más allá de lo que nos dé cada una de las películas de los cineastas a los que amamos, lo que termina constituyendo una vida es el querer verlas, salir de tu casa, encontrarte con gente, exponerte a la intemperie, quedarte dormido, incluso, en un día malo. Por ejemplo, la amistad entre un amigo y yo se construyó a base de ir al cine cada vez que estrenaban una de Adam Sandler. Ahora Sandler ya solo trabaja para Netflix, pero nosotros seguimos ahí, yendo a ver películas que nadie más de nuestro círculo quiere ver.
“Camina siempre contra el viento”. Es una de las recomendaciones para la vida en tiempos de guerra que se dan en la secuencia animada de Retaguardia (2024), el último largometraje de Ramón Lluís Bande. A través de una serie de fotografías tomadas en Asturias durante la Guerra Civil, o en los albores de la misma, y de textos de distintas procedencias, Bande conjura una voz que habría de infundir valor y resiliencia a quienes terminaron perdiendo la guerra. La película se me hace áspera, aciaga, porque siento que las consignas que se dan en ella sirven igualmente para el momento presente; me da vueltas ese concepto de la “normalidad de guerra”, que se refiere a intentar hacer tu vida, a no descuidarla, sin olvidarte de los nubarrones que anuncian tormenta. Qué duda cabe de que hoy se impone también una normalidad de guerra, porque quieren dejarnos en cueros, a expensas del capital. Y, de repente, entre una retahíla de consejos de corte práctico para no darle ninguna ayuda involuntaria al enemigo, emerge esa frase, como un proverbio: caminar siempre contra el viento. Es lo que nos toca, parece.
© Toni Junyent, noviembre de 2024