Un verano sin cine

Intervenciones#8

 

El verano está hecho para el cine, o quizá al revés. Y no me refiero a esa nostalgia cinéfila de las sesiones dobles en el cine del pueblo, o de las reposiciones en la sala de la infancia que ya no existe. Tampoco a esa condición extremadamente física del calor, del primer amor, de la brevedad del estío sueco en las películas de Bergman o del tiempo que se detiene en la mansión familiar donde los niños pasan las vacaciones. Digamos, por el contrario, que el cine tiene algo de ensoñación intermitente, de fantasía interrumpida, que coincide tanto con el carácter de paréntesis del verano como con su condición alucinatoria. Todo eso transcurre en el flujo interminable del pensamiento, o del imaginario, y se proyecta en lo real como un velo, como si las cosas adquirieran una capa de irrealidad que las hace más brillantes y transparentes. Esa proyección nuestra sobre la naturaleza es como la del cine, y podríamos decir que a la vez filmamos y damos a ver, y que solo con el carácter excepcional del verano esa doble condición tiene lugar en todo su esplendor. Más cuando esa estación viene asociada al descanso, a la anulación de las tareas cotidianas, a la negación del trabajo o a su atemperación: el pensamiento dedicado a la productividad se desplaza hacia un territorio desconocido que está hecho a la vez de la sustancia de otros veranos y de expectativas respecto al presente inmediato. Por eso, en verano no hace falta ver cine.

Escribo esto cuando termina el mes de agosto de 2013, cuando todo se precipita de nuevo. Apenas he visto cine durante este verano, o por lo menos cine de actualidad. Me pregunto si lo que tenía en mente de El hombre de acero (Man of Steel, Zack Snyder, 2013) o de la última entrega de Star Trek (Star Trek Into Darkness, J.J. Abrams, 2013), se corresponde con lo que he atisbado en sus imágenes. Ese cine de verano, de aventuras inconcebibles, se ha convertido ahora en una de las esperanzas del cine tout court. Ya no queremos a Tsai sino a J. J. Abrams. Sin embargo, todo eso tiene aroma de otros veranos pasados, y no logro deshacerme de esa sensación, de que todo lo que veo en estas películas ya lo he visto, y solo lo reconfiguro en mi mente para darle un aire de novedad. Incluso otras cosas que he logrado parecen pasadas por ese filtro del déjà vu. El último capítulo de otra serie, la de Richard Linklater sobre la pareja y el paso del tiempo, me retrotrae a personajes que ya conozco, a relatos que puedo prever, por mucho que se renueven incesantemente. Ahora es Before Midnight, de la misma manera que antes era Before Sunrise o Before Sunset. Repetición de la primera palabra que deja un espacio para la segunda, para la continuidad. La trilogía de Ulrich Seidl trae igualmente una doble repetición. Por una parte, los planos que tantas veces he detectado en su cine, los personajes grotescos pero nobles que ya conozco. Por otra, un paraíso tres veces invocado, que se precipita en su torbellino circular una y otra vez, una y otra vez: Paraíso: Amor (Paradies: Liebe, 2012), Paraíso: Fe (Paradies: Glaube, 2012), Paraíso: Esperanza (Paradies: Hoffnung, 2013). Me gustan todas esas películas, pero no puedo desprenderme de la sensación de que ya las he visto, de que pertenecen a otros veranos, y de que los veranos que pasan ya no me traen nada nuevo. ¿Dónde está la imagen que interrumpe?

Creo encontrarla vanamente en otra película y quizá en un libro que me acompañan en este final del verano. Sólo Dios perdona (Only God Forgives, 2013), de Nicolas Winding Refn, me turba desde el interior de ese resquicio que se abre entre los planos. Quiero decir que no me interesa tanto la construcción de la imagen en sí misma, laboriosa y acalorada, como aquello que se olvida en el camino. Intenta espectaculares saltos de eje, falsos raccords, uniones vertiginosas entre encuadres que crean un territorio onírico, inexistente. ¿O quizá solo existente en mi imaginario no de cinéfilo sino de viajero? Me doy cuenta de que construyo mis imágenes, incluso las que veo en una película, a partir de lo que esta propone, pero también de lo que tengo guardado en la retina y en el pensamiento, y que está hecho de otras películas, de ciudades que he visitado, de rostros que he escrutado, de figuras que he entrevisto, de otros cuerpos y otros objetos atravesados por otras luces. Algunas películas me lo dejan hacer, otras interponen una barrera que no permite la circulación. Only God Forgives me muestra el hueco, el vacío donde cabría ese flujo pero enseguida lo oculta con otra imagen suya, y entonces no hay espacio para que yo penetre en eso con mi arsenal. La sensación, con todo, no deja de ser medianamente placentera, pues veo los nuevos lugares de paso, por mucho que no pueda transitarlos. Los veo durante un momento, antes de que la propia película vuelva a ocultarlos. Me gustan más, por lo tanto, las películas que los dejan ver con mayor amplitud, como una promesa que se mueve lentamente. Sigo esa sombra, pienso en ella, en lo que podría hacer con ella, y el agujero se va llenando de posibilidades, de imágenes posibles. El cine también está hecho de esas imágenes que podrían existir, que de hecho existen porque les damos cuerpo. Por eso el cine y los cuerpos tienen tanto que ver. Todos están hechos de posibilidades.

Me doy cuenta de que el título de esta serie de textos tiene que ver con eso: intervenciones… Y cuando intervengo también interrumpo, hago una incisión en aquello que miro, lo traspaso con la mirada para recordarlo otro día, otros veranos. En este mes de agosto he leído Doctor Pasavento, de Enrique Vila-Matas, que repite hasta la saciedad la máxima de que el escritor debe desaparecer para ser de verdad un escritor, pasar inadvertido, conseguir un espacio en el que esconderse y ocultarse. ¿Será ese espacio el mismo que el de aquellas imágenes posibles? ¿Deben las imágenes de algunas películas desaparecer, no filmarse nunca, u olvidarse en la sala de montaje, para conseguir una cierta entidad en la memoria? Ya no las imágenes que no existen, las imágenes ausentes, o de la ausencia, sino las imágenes ocultas que solo salen a la luz en contacto con nuestra interrupción, con el modo en que intervenimos en la película para que sea nuestra, para poseerla, cuerpo del deseo del cine. Esa podría ser una actividad puramente veraniega, o por lo menos que la interrupción que supone el verano permitiera experimentar con mayor dedicación, como si nos fuera la vida en ello (y la vida, en realidad, se nos va en ello, como se nos van los veranos). Porque después llega el otoño, y el invierno, y todo se hace más opaco.

 

© Carlos Losilla, septiembre 2013