The World’s End

Mainstreamizar

 

Esperábamos con franco ahínco el momento en que pudiéramos disfrutar en sala, ¡y en Sitges!, del nuevo trabajo del trío formado por Edgar Wright, Simon Pegg y Nick Frost. The World’s End llegaba con nuestras expectativas puestas por los cielos al ser el cierre de la trilogía comenzada con Zombies Party y que continuaba con Arma Fatal, razón por la cual acudimos a la sesión con el ceño algo fruncido: las expectativas nunca son buenas consejeras.

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Pero llegaron, mostraron su espectáculo y triunfaron; lo han vuelto hacer, han vuelto a divertir a su (fiel) público, han vuelto a usar el género para hacer una comedia en él y han vuelto a sumar sus talentos para crear una película que rezuma nostalgia. En efecto: han vuelto. Vuelto a hacer lo mismo que ya sabían hacer, vuelto a los gags que funcionaron en las anteriores entregas, a la apelación a la amistad, a la maduración como proceso necesario, a crear personajes egoístas, descolgados del mundo… Todo biensabido, bienconocido y bienpreparado para recibir aplausos a raudales. Dicho así, ¿no resulta algo… triste?

No pretendo ser injusta, sobre todo porque The World’s End me parece una película a la altura de las anteriores del trío (e incluso que va más allá,) pero a ratos se me antoja como una suma previsible que se podría desglosar de la siguiente manera: 25% de Scott Pilgrim (especialmente en el ritmo que le confiere el montaje con las escenas más concisas y repetidas) + 25% Paul (varios de los mensajes del guion están también en The World’s End) + 50% del compendio de Zombis Party y Arma Fatal. Más madura, sin duda; más consciente de su impacto, por supuesto; más crítica, por descontado. Precisamente a este respecto, el de la crítica, destaca la llamada a regresar a lo auténtico para evitar la tan temida gentrificación (palabro de moda últimamente) o lo que en The World’s End definen como el «Starbucking». Esta crítica se percibe a dos niveles: el humano, en el que las personas son replicadas (los «blanks») y el Universo entero está por convertirse en un aplatanamiento cultural (que recuerda a La invasión de los ladrones de cuerpos o incluso a la crítica de El amanecer de los muertos de Romero); y el socioeconómico, ya que a través de las consecuencias del capitalismo voraz se pierden costumbres y lugares propios de una zona y no de otra (como los pubs que visitan los protagonistas, varios de los cuales se han convertido en franquicias idénticas). Estos miedos (ya presentes, como decíamos antes, en Paul) cierran la película no sin cierta nostalgia y tristeza, a pesar de una secuencia final que se redime de ello hasta cierto punto.

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Cada vez más escondidas están las películas puramente de género en Sitges. La necesidad de cubrir las expectativas económicas marcadas por estamentos públicos que tratan la cultura como un negocio, provoca que el festival se vaya consumiendo en sí mismo. Eventos fan para atraer el público, arrinconar las apuestas más radicales en horarios insufribles, limitar a la prensa su presencia en las salas… Sitges era la celebración de la excepción, pero hace ya unos años que margina la excepción para cumplir con los requisitos económicos exigidos. Se va mainstreamizando de tal manera que asusta pensar en cuáles serán los pasos para los próximos años. Entre el público, por cierto, se empieza a echar de menos más casquería en las películas con horarios «normales». Al final, la marca Sitges tiene más de eso que de fantástico arty. No nos olvidemos de eso, por mucho que el segundo también nos guste mucho.

© Mónica Jordan, octubre 2013.