‘The Corner’ : el embrión de ‘The Wire’

Ser drogadicto en Baltimore

 

La esquina como punto de referencia / La cámara como intermediario

“No se vayan lejos porque aquí es dónde todo ocurre”. Esto es lo primero que viene a decirnos Charles Stanley Dutton, realizador de los seis capítulos que conforman la miniserie de 376 minutos The Corner (2000) cuando, en la escena inicial de esta, se dirige hacia la cámara a modo de introducción documental del relato. Definiéndose como oriundo de Baltimore, el director se emplaza en una esquina y no en una cualquiera: se trata de la que une West Fayette Street y North Monroe Street, situada en la zona oeste de la ciudad más poblada del estado de Maryland. En aquel lugar -y no en unos estudios cinematográficos ni en un barrio más “seguro” en el que filmar- es donde encontraremos el eje visual, simbólico y narrativo de esta adaptación televisiva de The Corner: A Year in the Life of an Inner-City Neighborhood (1997), la novela de no ficción que escribieron al alimón Edward Burns y David Simon tras pasar doce meses recogiendo testigos en esta zona marcada por la venta ambulante de drogas.

En el guión de The Corner, que corre a cargo de David Mills y el mismo Simon, se especifica que nos encontramos a mediados de los 90 -nótense, por ejemplo, esas referencias de los personajes a Boyz n the Hood (John Singleton, 1991), verdadero hito generacional para la comunidad negra estadounidense de aquellos años- y, en repetidas ocasiones, se insiste en la idea de la “esquina”, en tanto que punto de referencia que guía las acciones de diversos actores -sobre todo de los vendedores de estupefacientes y de los consumidores- que parecen vagar en un entorno donde es casi imposible prosperar dentro de los márgenes de la legalidad. La relevancia de tal espacio no solo se desvelará en la planificación -la esquina es el centro gravitatorio de todos los movimientos- sino también en los diálogos, hasta el punto que, en una de las reuniones que celebran los drogadictos para compartir sus experiencias y desengancharse, un personaje declarará haber sido absolutamente “fiel” a la esquina, “porque nada se interponía entre mí y lo que allí ocurría”.

La elección espacial y temporal de la miniserie no es, por tanto, casual, ya que los guionistas, cual periodistas que solo siguen fuentes fiables, se remiten a situaciones verídicas –“True stories”, aparece inscrito en la pantalla antes de cada episodio- que ocurrieron en una época determinada y en un lugar concreto a unos individuos auténticos, a unos seres que en el relato conservan su nombre original pese a ser interpretados por actores, y que, si bien pueden haber muerto o evolucionado con el tiempo (la ficción se grabó unos seis años después de la estancia de Simon y Burns en el barrio), tienen la inaudita ocasión de opinar ante la cámara, ante nosotros, sobre la “dramatización” en seis horas de doce meses de sus vidas. Algo que no ocurre hasta la última secuencia de The Corner; aquella en la que, en la célebre esquina antes citada, aparecen cuatro de las personas “reales” que inspiraron el libro y que todavía viven para contar sus experiencias al director. Será bello, entonces, el ejercicio de descubrir los rostros y los cuerpos que originaron la ficción y “ver” (literalmente) qué ha ocurrido con ellos desde los tiempos en que un par de periodistas les siguieron. Quizás el testimonio más significativo sea el de la auténtica Francine “Fran” Boyd (a la que en la ficción da vida la actriz Khandi Alexander, también presente en Treme) que asegura que la miniserie le ha hecho ver “cómo fue una vez” y le ha confirmado que no quiere retornar a la drogodependencia. Una prueba, esta, de realismo -ella se ha visto reflejada en el relato de su pasado- y un gesto revelador de la vertiente antropológica de Simon, un autor que considera esencial que los individuos de la zona que retrata sientan como propios sus relatos y se identifiquen con sus personajes.

Este tipo de maniobras documentales -con las que los autores parecen querer reforzar la verosimilitud de su obra, hacer evidentes unas “pruebas” que ya no se descubrirán tan explícitamente en The Wire (2002-2008)- impregnan todo el relato de The Corner donde presumimos que se optó por no “construir” demasiadas subtramas ni novelizar en exceso los hechos, por aquello de acercarse a una realidad casi en bruto -los seis capítulos, pese a centrarse cada uno en un solo personaje, no siguen una estructura dramática convencional y apenas tienen clímax- en la que el realizador se limita a exponer con sobriedad una serie de situaciones, sin buscar la complicidad del espectador ni ahorrarle los aspectos más oscuros de un conjunto de individuos que no atesoran suficientes “valores” positivos para los cánones tradicionales de la televisión estadounidense.

Todo ello nos podría llevar a pensar que esta es una miniserie sin apenas “escritura”, en la que sus autores están más cercanos al documental observacional que a la ficción. Una aseveración parcialmente certera, pero no del todo ajustada. Porque aunque sea evidente que los capítulos de The Corner escapan a las convenciones de casi cualquier serial televisivo (1), eso no implica que estemos ante un documental en bruto, sino más bien ante una narración arisca para lo que viene siendo la televisión -sin conclusiones satisfactorias al final de cada episodio- que exige de un espectador maduro, dispuesto a llenar los vacíos ante la ausencia de explicaciones “obvias”. Nada más y nada menos que lo que pide una película moderna. En este caso, un telefilme de seis horas que huye de todo exhibicionismo y que, en su tono desencantado, esconde un notorio esfuerzo formal, ya sea en la dirección de actores -que han trabajado los acentos y el lenguaje de la zona, además de conocer, en ocasiones, a sus homónimos reales-, en la construcción sutil de un hilo narrativo consistente -centrándose en una familia y dejando en segundo término otros aspectos y personajes del libro- o en una puesta en imágenes claustrofóbica (pese a que se rueda mayoritariamente al aire libre, los personajes -filmados en planos medios y de seguimiento- parecen irremediablemente atrapados en unas pocas calles) de fotografía sombría y colores pálidos.

Puede que Simon sienta simpatía por ciertos documentalistas -él mismo ha osado usar una famosa expresión propia del direct cinema,“ser una mosca en la pared”, para referirse a algunas estrategias formales de sus trabajos-, pero, tal y como decíamos, toma aquí ya numerosas decisiones estéticas, tanto escribiendo (en la novela firmada junto a Burns o en un guión mucho más breve) como participando en el rodaje (responsabilidad, eso sí, de Dutton). Algo que nos lleva a pensar en The Corner como una obra clave en la formación de su universo -que se vislumbró ya en Homicide: Life on the Street (Paul Attanasio, 1993-1999), inspirada en uno de sus libros- y que se ha ido conformado en los últimos diez años con las series The Wire, Generation Kill (2008) y Treme (2010-?). Un “universo Simon” que no esconde en The Corner sus mecanismos y del que descubrimos sus entrañas con decisiones tan sorprendentes (pero, a la postre, tan coherentes) como la inclusión de un metapersonaje -interpretado por el mismo Dutton que ejerce como reportero dentro de la ficción y entrevista al principio y al final de cada episodio a un personaje representativo del relato- que viene a constatar, con lucidez, que la realidad se altera con la irrupción de la cámara y que las preguntas que todo espectador alejado de “la esquina” dirigiría a los protagonistas -“¿Por qué actúas así?”, “¿Por qué no asumes tus responsabilidades?”, “¿Por qué luchas contra las drogas si no puedes vencer?”- no tienen nunca una respuesta conciliadora, ya sea por el contexto o porque, tal y como diría Jean Renoir, “todos tenemos nuestras razones”.

 

2. La comprensión de los personajes / La vida residual en la ciudad

En efecto, uno de los mayores esfuerzos que nos pide Simon es la comprensión para con sus personajes, para unas actitudes y decisiones que no tienen por qué ser arbitrarias. No siempre será fácil, pero en The Corner se verbalizará en varias ocasiones esa noble intención, esa voluntad de escapar del cliché y la condescendencia. Ocurre, por ejemplo, en el tercer episodio cuando Fran (de la que vemos en toda la serie su evolución como drogadicta en tres estados: adicción-desintoxicación-recaída) visita en las afueras del barrio a su hermano (que se ha consolidado en un trabajo tras varios años “limpio”) para pedirle dinero. Ella se sienta en el coche de él -el turismo es una prueba de su estatus- y le solicita un préstamo. La respuesta de este es netamente negativa y Fran reacciona furiosa, increpándole con una pregunta que, a nuestro entender, late en la concepción de toda la miniserie: “¿Te crees mejor que yo por no estar consumiendo drogas?”.

Esta cuestión es, sin duda, extensible a un espectador al que aquí se interpela, poniendo en duda su posición acomodada -de superioridad moral y económica- y atacando su orden de valores -de clase, incluso- donde negros, pobres y yonkis no están, precisamente, en el primer escalafón mental. Golpe frontal que nos obliga a un esfuerzo empático que si se produce nos permitirá un encuentro -casi de tú a tú- con unos personajes que, en apariencia, están completamente alejados de nosotros.

Fijémonos si no en el caso de Fat Curt (interpretado por Clarke Peters, el Lester Freamon de The Wire y el Albert Lambreaux de Treme) que, tras ser ingresado de urgencia en el hospital, descubre que si sigue consumiendo drogas morirá pronto. Gary McCullough, otro de los pivotes de The Corner y su colega, decide visitarlo y le sugiere que se rehabilite para sobrevivir. El enfermo, en vez de “reaccionar” y “aprender la lección moral”, le dirá (nos dirá) que no concibe ahora su existencia sin drogas y que, aunque no lo parezca, ha tenido una buena vida donde hubo tiempo para todo: tanto para consumir (al final y por voluntad propia) como para no hacerlo (al principio). Curt asume, pues, su muerte con naturalidad, como consecuencia inevitable de su conducta, y un perplejo Gary -que es también drogodependiente, pero no se encuentra en una situación tan grave- pide a otros amigos del enfermo (estos sí, consumidores extremos) que reaccionen y ayuden a Curt a salir de esta para que tenga “más tiempo” de vida. “¿Tiempo para qué?”, responden estos con sorpresa mientras inyectan al enfermo su deseada dosis de heroína, a modo de regalo de visita.

No hay que ser muy hábil para descubrirlo: la perplejidad de Gary es también la nuestra, la de los espectadores a los que nos cuesta aceptar una decisión tan radical. Pero Simon -que, por lo demás, suele enfatizar el hecho de que las instituciones son directamente responsables del círculo vicioso del mercado de la droga- no comete el error de imponer la idea sobre el personaje y comprende (como lo hacemos nosotros con él) la decisión de Curt. Ahí está una de las grandezas de su obra: el no (pre)juzgar a sus criaturas, el no guiarlas como marionetas de un guión. Aun así, estas no lo tienen nada fácil para escapar de una situación a la que se han visto arrastradas no solo por su voluntad sino, en buena parte, por el entorno degradado que les rodea. En el caso de The Corner, los personajes viven en un barrio sumido en una profunda decadencia -donde, a medianos de los 90, había una de las tasas más altas de consumo de drogas de todo Estados Unidos- del que difícilmente pueden escapar si no encuentran un trabajo. Un trabajo que es aquí una verdadera marca de distinción -son muchas las ocasiones en las que oiremos aquello de “I need a job” (legal, se entiende)- entre los vecinos de West Baltimore, que viven aislados de un sistema que les ha rechazado y expulsado a los márgenes, para que no sean vistos por los ciudadanos “honestos”.

En este sentido, y aun a riesgo de parecer osados, estimamos que las intenciones de Simon no están tan alejadas de las de otro autor estadounidense al que no se le suele asociar, Jem Cohen. Neoyorquino de pura cepa, Cohen es, ante todo, un documentalista que, en una tradición que une a Walter Benjamin con Jonas Mekas, se dedica a filmar constantemente la ciudad y sus formas e instantes fugaces. En Chain (2004), sin romper con ese espíritu urbano, se produce uno de sus escasos acercamientos (parciales, eso sí) a la ficción para tratar un tema que nos es familiar a los seguidores de The Corner: la marginalidad de ciertos ciudadanos que viven en las urbes capitalistas. Puede que ese no sea el único ámbito de interés de tan fascinante filme (que también reflexiona sobre el predominio de los no-lugares y sobre la homogeneización arquitectónica de las ciudades actuales: Cohen rodó los paisajes y entornos de esta obra en países tan distintos como Francia, Alemania, Polonia, Austria o Canadá, y uno no encuentra apenas diferencias), pero sí capital en la comprensión de una de las dos mujeres protagonistas: Amanda, que sobrevive en los intersticios de la urbe (en el “cuarto mundo”) a partir de los residuos que esta emite en su imparable maquinaria.

Este personaje femenino (que interpreta, cosas de la vida, una ciudadana anónima de Baltimore, Mira Billotte) es una errante que (sobre)vive gracias a la picaresca, a lo que otros desechan y a una serie de trabajos temporales en lugares que se parecen mucho entre sí. Su vagar -aunque sea, en ocasiones, por espacios como supermercados o centros comerciales, ajenos al “mundo Simon”- no es tan distinto al del Gary de The Corner que, en busca de drogas (y de alimentos), se pasa toda la miniserie en movimiento, recogiendo (o robando), como Amanda, lo que los demás ignoran -en su caso, al igual que hará posteriormente Bubbles en The Wire, reúne metales abandonados que venderá a cambio de unos pocos dólares-. Se trata, pues, de dos vidas descarriadas, de dos seres a la deriva tanto si se mueven en los suburbios (Gary) como si lo hacen en zonas más acomodadas (Amanda). Ambos individuos trabajan ocasionalmente (él limpiando cangrejos, ella limpiando aceras), pero difícilmente tienen opciones de reintegrarse en el sistema. Mientras Gary fabula –flashbacks mediante- con un pasado exitoso que ya no volverá, Amanda confiesa sus intimidades a una pequeña cámara para mitigar su soledad. No hay nada que hacer: son residuos del tan manido sueño americano al que ya no pueden aspirar. Algo que constatará el protagonista de The Corner cuando, en el cuarto episodio, visite el centro de Baltimore, un espacio residencial -irónicamente luminoso y plagado de parques- donde nuestro hombre será rápidamente detectado como un apestado fuera de lugar, como un intruso, cuando intente adquirir un producto en una tienda como haría cualquier otro ciudadano.

 

3. El individuo y la comunidad / El embrión de The Wire 

¿Es entonces imposible escapar? ¿Deben haber siempre derrotados en un entorno capitalista? Simon, que prefiere hablar solo de lo que conoce, se resigna al pesimismo y opta por defender la lucha, pero no por ello deja de evidenciar en su obra lo que sucede (o lo que él ve desde su mirada) y, por esa razón, no da lugar ni a la redención de sus personajes ni -mucho menos- al cumplimiento del tan manido sueño americano. “Según ese mito [el de Estados Unidos como tierra acogedora para todos], quienes no son ni marrulleros ni astutos pero se levantan todos los días temprano para ir a ganarse el pan con el sudor de la frente, y vuelven luego a casa para dedicarse a sus respectivas familias, comunidades y cualquier otra institución a la que se les pida servir…, esas personas tenían también un trozo de tarta para ellas. […] En Baltimore, al igual que en tantas otras ciudades ya no es posible hablar de esto como un mito; ni siquiera es posible quedar como personas educadas si hablamos de ello. Es, en una palabra, una mentira” (2).

Extrapolando esta reflexión al mundo de las drogas -donde no hay buenos ni malos, pero sí honestos y deshonestos- daremos con el caso paradigmático del camello Bodie -de The Wire– que será asesinado pese a haber respetado al resto de individuos -dentro de los límites del mundo criminal- en todo momento. “Jamás jodí una cuenta, ni robé un paquete, ni hice nada que no me dijeran que hiciera. He sido honesto. ¿Pero qué recibo?”. Sus palabras antes de morir -injusta y dolorosamente- desprenden un ineludible hálito trágico que ya se empezó a forjar en The Corner, una miniserie que es claramente el embrión de lo que luego será The Wire. El salto de seis a sesenta horas es, evidentemente, enorme, y más si consideramos la complejidad narrativa de una serial de cinco temporadas hilado en forma de red, pero la focalización de The Corner en dos grupos de individuos concretos -los drogadictos, sobre todo, y los vendedores adolescentes- es un buen punto de partida para enfrentarse a la enormidad de lo que ocurre en Baltimore mientras, a su vez, conocemos ya un aspecto clave en Simon: la lucha entre el individuo y el sistema.

Asumiendo que las instituciones no ayudan demasiado -la policía aquí está en segundo plano, los políticos no existen y solo los asistentes sociales colaboran en la mejora del barrio-, la única posibilidad de reacción parece hallarse en el seno del propio individuo. ¿Y qué mejor punto de partida que la juventud? En la cuarta temporada de The Wire, conocemos a Namond Brice, un chaval que se debate entre la atracción de la esquina y sus capacidades para los estudios. Su caso -que acaba bien, algo que Simon solo reserva a unos pocos personajes- se inspira directamente en el de DeAndre McCullough, el hijo de Gary y Fran, tercer pivote en el que se sustenta la familia de The Corner. Este joven no solo comparte con Rice un peinado peculiar -ambos son fácilmente reconocibles entre el resto de traficantes- sino también una fuerte personalidad que le permite luchar y salir ocasionalmente del rebaño de la droga al que se ve arrastrado. Sus tiras y aflojas tienen mucho peso en una miniserie donde ya se intuyen los mecanismos alternativos a la educación tradicional -el equipo de baloncesto, equivalente al gimnasio de boxeo de The Wire– que intentan ayudar a escapar del “destino” de la calle y que tan bien retratados están -con sus ventajas y sus miserias- en The Wire; un serial que también trabaja -como sucede en The Corner– las relaciones entre el individuo y su entorno, entre los deseos de uno -ser el mejor: “Yo no quiero unas Grant Hill sino unas Michael Jordan”- y su entorno que, por mucho que quiera, no se adapta a sus necesidades (DeAndre es incapaz de gestionar sus fracasos y se siente solo, incomprendido, como ocurre con otros muchos personajes de Simon -empezando por Jimmy McNulty).

Afortunadamente, al final de The Corner -donde conocemos, a través de una voz en off, qué ha sido de los personajes en el mundo real varios años después-, sabremos que DeAndre ha dejado de consumir drogas, pero, aun así, nada (ni nadie) nos podrá garantizar que no volverá a recaer. Quizás porque la clave para su futuro (el suyo y el de tantos chavales) no solo esté -como advertíamos- en su actitud como individuo sino también en las características de la comunidad donde se siente acogido. Puede que el sistema te aísle, que debas luchar, pero sin nadie que te apoye no conseguirás nada. Esa parece ser la idea de Simon. Y DeAndre no lo tendrá nada fácil. Con 16 años, las cosas no pintan demasiado bien para él: sus padres están separados, ambos consumen drogas y tiene un hermano pequeño al que vigilar. Para más inri, se ausenta de clase para vender estupefacientes y ha dejado embarazada a su novia sin desearlo. Un panorama que solo parecerá “solucionarse” repentinamente cuando sea padre, encuentre un trabajo en una hamburguesería y su madre se desintoxique. Tres hechos que nos llevan al inicio del último episodio donde vemos por primera (y única) vez a una familia (la de los McCullough) unida alrededor de una mesa -incluso Fran reza dando gracias por los alimentos y por su recuperación-. Una escena que bien podría pertenecer a cualquier película estadounidense convencional, pero que, en realidad, no es más que un anticipo del desmoronamiento de una institución -la familiar- vista como un espejismo idealizado que aquí entrará en crisis con la recaída de la madre y los primeros pinitos de DeAndre como drogadicto.

Poco después de este hundimiento, de este triple conflicto entre sistema, comunidad e individuo, The Corner llegará a su fin con la advertencia -en boca del director- de que este solo es el relato de lo ocurrido durante un año, durante un lapso de tiempo arbitrario. Una forma, esta, de limitar verbalmente las aspiraciones del relato y de cortar las alas a quienes ven en toda la obra de Simon una voluntad revolucionaria y muy ambiciosa. Dijo Picasso que el “el arte es la mentira que nos ayuda a ver la verdad” y el autor estadounidense hace suya la frase. Porque, antes que cambiar el mundo, prefiere cambiar nuestra visión, que ya es mucho. Nosotros, al menos, tendremos la sensación de haber invertido bien las seis horas de un viaje que nos ha ayudado a comprender y conocer -al menos ligeramente- a una serie de personas reales que los medios suelen ventilarse en estadísticas. Puede que los individuos cambien y la esquina perdure, pero nosotros ya conocemos un fragmento de esa realidad y, lo que es más importante, a algunos de los que la vivieron de cerca. Y es que pocas veces la vida del drogadicto -“el trabajo más duro de América”, según un personaje de la miniserie-, ha sido retratada con tanta convicción y cercanía por un creador televisivo (o cineasta, tanto da). Un autor que tejió aquí el primer hilo de su enorme red.

 

(1) Al hablar en castellano no se suele hacer esta distinción, pero en inglés se tiende a diferenciar entre “series” y “seriales». Mientras que las primeras estarían formadas por capítulos cerrados en sí mismos (con un relato que concluye, una situación parecida y unos protagonistas que apenas “crecen”; cfr. The Simpsons), los segundos mostrarían una evolución clara tanto en la trama como en los personajes, considerando, eso sí, el final de cada episodio como muy relevante para “enganchar” al espectador (cfr. 24). En este texto no incidiremos en esta separación porque puede dar lugar a confusiones y porque, a día de hoy, predominan los formatos híbridos.

(2) En SIMON, David: The Wire, 10 dosis de la mejor serie de televisión, ed. Errata naturae, Madrid, 2010.