Snowpiercer

Punto de fuga

 

Aviso: Contiene innumerables spoilers sobre la película, pero también sobre los libros Mecanoscrito del segundo origen y El juego de Ender.

 

Era complicado, pero factible, llegar casi virgen al estreno de Snowpiercer (Rompenieves) (Snowpiercer, 2013), una película que generó grandes expectativas en dos facciones cinéfilas: los fans de la ciencia ficción y los seguidores del director surcoreano Bong Joon-ho. El aterrizaje de Bong en el blockbuster hollywoodiense (coproducción entre Corea del Sur, Estados Unidos, República Checa y Francia) parecía estar llamado a convertirse en uno de los grandes bombazos de la temporada, pero las exhibidoras no parecían darle el apoyo que cabía esperar. Tras la buena recaudación del primer fin de semana en España (su estreno se llevó a cabo en tan solo dieciséis salas, entre las que se incluían algunas de versión original conocidas por su filiación al cine de autor), las distribuidoras Good Films y La Aventura pudieron llevar el filme a casi cuarenta salas, lo cual dista mucho de las cuatrocientas cincuenta de, por ejemplo, Elysium (íd., Neill Blomkamp, 2013). De hecho, Snowpiercer fue vista por poco más de doce mil espectadores (en sala) en nuestro país, mientras que un millón doscientos mil visionaron Elysium, según datos del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte a fecha de septiembre de 2014. En efecto, y aunque estamos ante dos películas de grandes proporciones, con actores conocidos y de temática muy similar, los estrenos en salas de una y otra resultaron harto distintos. En Estados Unidos fue aún más limitado, pero la explicación viene dada por una campaña multipantalla en la que el VOD (video on demand) tuvo mucho que decir… No obstante, y sea este estreno escalonado una estrategia comercial acertada o no, creemos que la sordina puesta a este bombazo se podría deber a alguna razón más…

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Un simple visionado de Snowpiercer da fe de que Bong se ha mantenido fiel a aquello que quería hacer, no ha escatimado en violencia (ni en mostrarla en pantalla) y ha armado una película que pocas majors se atreverían a distribuir (la discusión sobre un posible estreno mutilado en algunos lugares de Estados Unidos da fe de ello). Su mensaje, en pro de la rebelión violenta de las clases bajas de la sociedad, así como un desarrollo narrativo mucho más insidioso de lo que podría parecer, es harto transgresor para una producción de marcado talante comercial. De hecho, consideramos que ver en Snowpiercer un simple producto para el divertimento de las masas es quedarse a un nivel interpretativo muy superficial, pues en ella se ensamblan un sinfín de referentes (sí, no deja de ser un pastiche de muchas otras cosas vistas y leídas) en base a un cómic que ahora verá una segunda oportunidad en las tiendas (Le Transperceneige, Jacques Lob, Jean-Marc Rochette y Benjamin Legrand).

 

El armatoste estructural: beat’em up!

Snowpiercer está construida en base a la estructura de los videojuegos beat’em up, caracterizados por sus combates físicos, sus fases con diferentes escenarios y un sistema de avance en el que grosso modo solo es posible moverse en una dirección de la pantalla (hacia delante, nunca sobre los pasos previos del personaje).

 

Esta estructura de avance perpetuo colabora a generar sensación de claustrofobia y de urgencia en la película. Como los protagonistas, nos sentimos rodeados y en continua tensión, pues al mismo tiempo que estamos expectantes por avanzar y llegar al final, la incertidumbre de lo que nos depara cada vagón se entremezcla con el éxtasis de ir superando fases. Además, la constante amenaza de la persecución desde los vagones traseros aumenta el voltaje. Sin embargo, este escenario lineal es también ideal para las escenas de acción y aporta poso dramático al funcionar como analogía de la estructura social de los supervivientes: la clase alta, en la cabeza del vagón; la clase baja, al final de todo; y en el medio encontraremos las diferentes variedades de la clase media y un conjunto de vagones utilitarios hasta llegar a los veinte totales. Aquellos que se mueven libremente entre unos y otros vagones son los privilegiados… O los rebeldes.

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Así pues, tras un primer tramo de presentación en el último vagón, la película se torna en un suma y sigue de escenas de acción gracias a la idealidad variopinta del entorno: el vagón escuela, las saunas, el pub, el restaurante, el acuario que sirve de barra de sushi (donde se nos insiste en la importancia del equilibrio de las especies para la subsistencia del ecosistema), etc. Más adelante, en el último tercio del filme, la estructura pierde follaje e importancia, pues la apuesta se centra en la carga argumental y reflexiva al armatoste presentado. En la escena en que Curtis (Chris Evans) se encuentra frente al creador de esta arca de Noé tan particular (esto es, Ed Harris repitiendo su papel magnánimo de El show de Truman (The Truman Show, Peter Weir, 1998)), se nos revelan las auténticas mentes pensantes de la rebelión y ahí es donde nos encontramos ante el temido final boss de todo drama. No obstante, no hay que olvidar que hasta llegar a ese instante, la auténtica masa muscular de Snowpiercer es el trabajo de las escenas de acción en un entorno específico, un mantra de luchas y acertijos en el que las bajas de compañeros (especialmente el sacrificio de Edgar -Jamie Bell- por LA causa) no hacen más que subrayar el dramatismo emocional que desencadenará el engaño.

Park Chan-wook ya aprovechó la estructura beat’em up para una de las escenas de lucha más memorables de Old Boy (Oldeuboi, 2003).

 

El shock como medida de control

Naomi Klein escudriñó en La doctrina del shock (2007) de qué manera una afortunada conmoción social rebajaba las exigencias del pueblo hasta hacerlo tolerante a la aplicación de ciertas medidas hasta entonces impensables. Para quienes no estén familiarizados con esta teoría, permitidme detenerme aquí un poco (los avanzados pueden saltarse este fragmento).

De primeras, hay que entender la teoría de Klein desde dos puntos de vista que se entremezclan: la psicología social y la economía. Según Klein, el economista Milton Friedman logró instaurar en varios países su sistema de libre mercado (hablamos de un Premio Nobel profundamente liberal) a través de aprovechar(se de) una situación de terrible inestabilidad social. Esta podría ser una guerra (las Malvinas en el caso de la Thatcher y Reino Unido), un atentado (el 11 de septiembre para Estados Unidos) o una desgracia natural (el tsunami de Indonesia en 2004). Este shock al que hace referencia Klein funciona como aturdidor en la claridad crítica de quienes lo han sufrido, unas víctimas que, con tal de salir de la situación provocada por tal trauma, aceptan una serie de medidas antes intolerables. Para reforzar con argumentos psicológicos su teoría, Klein se apoya en los experimentos que el psiquiatra Ewen Cameron llevó a cabo dentro del proyecto MK Ultra de la CIA, en los que se buscaba la deliberada modificación de conducta del individuo a través de drogas, cargas eléctricas y otras técnicas de marcado aspecto traumático.

Bien, pero ¿qué relación mantiene esto con Snowpiercer?

El elemento A: Pongamos junto al antes citado economista Friedman al personaje de Wilford (Ed Harris), ese ser todopoderoso y omnipresente con una visión clarividente sobre cómo debe funcionar la sociedad en que vive.

El elemento B: A continuación, pensemos en Margaret Thatcher, Susilo Bambang Yudhoyono o George W. Bush y coloquémoslos alineados con Gilliam (John Hurt), una persona con un cargo de líder dentro de la sociedad y, por lo tanto, con poder para cambiar las leyes que la rigen.

El elemento C: Solo nos falta, pues, el más obvio de los tres vértices de este triángulo, los ciudadanos del último vagón, que encuentran su símil en La doctrina del shock en las sociedades lideradas por cada uno de los políticos antes nombrados.

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Snowpiercer, en su tramo final, se revela como una farsa, como una revolución convertida en pantomima a través del control del elemento C, cuyos miembros son responsables de dicha rebelión en su rol de títeres. Al saber de los anhelos de cambio de estas personas, el elemento A (Wilford/Friedman) provoca un estímulo rebelde (en el caso de Friedman no siempre era provocado) que se controla y modula desde sus aposentos a través del elemento B (Gilliam/Thatcher…).

El líder revolucionario del elemento C es Curtis, que recibe una serie de notas escondidas en la comida a través de las cuales se le induce a regar la esperanza del cambio. Ese proceso de preparación de la conciencia del personaje queda en off en el metraje, pero el espectador tiene acceso a su momento álgido, aquel en que llega el mensaje cifrado que todos esperaban: “Water”. Curtis desconoce el origen de tales notas pero confía en una causa común, en que al otro lado se encuentra un aliado que busca, como él, la mejora para su pueblo (el elemento C). Sin embargo, Snowpiercer nos revela que todo ese proceso de sublevación ha sido totalmente sugestionado por el propio archienemigo al que quieren tumbar. Wilford (A), unido a Gilliam (B), ha controlado y modificado sus pensamientos y acciones hasta lograr su objetivo: que, en su intento de escapada, la mayoría de sus conciudadanos acepten lo que de otra forma no habrían tolerado, en este caso, su propia muerte. La razón la verbaliza el propio Wilford: “No tenemos tiempo para una verdadera selección natural”, por lo que se han visto obligados a “mantener el equilibrio entre ansiedad y miedo, entre caos y horror, para poder continuar con la vida”.

Wilford, como Friedman, necesita de la colaboración estrecha de Gilliam (Thatcher, Bush, Susilo Bambang Yudhoyono) para controlar el último vagón del tren, para usar la energía de la revolución en favor propio. Si bien en los casos reales los traumas no están necesariamente provocados de manera deliberada, el estado adormecido en que ciertas experiencias (atentados, guerras, desastres naturales…) deja a la sociedad sí les permite aprovecharse para ir en contra de sus propios intereses; esto es, mantener al elemento C en tensión, acuclillado de pavor, para robarle a sus niños (en el filme) o para acercarlo a las medidas capitalistas liberales (en los casos reales).

Ed Harris

 

La creación (y el control) de un genocida

Cuando pensamos en El juego de Ender (Orson Scott Card, 1985), poco o nada nos lleva a unir a su joven protagonista con la historia de Curtis. Ender es un chaval brillante que estudia en una escuela militar de cara a prepararse para una posible guerra contra los alienígenas. Mientras somos testigos de las pruebas a las que es sometido (en las batallas simuladas y en los entrenamientos, pero también a nivel emocional con sus compañeros y con duros exámenes psicológicos), el objetivo real de todo lo que se está llevando a cabo nos es totalmente ajeno. No ponemos en duda (posiblemente porque Scott Card es realmente bueno a la hora de desviarnos la mirada) qué ocurrió ni qué ocurre con los insectores y creemos a pies juntillas en todo lo que se nos dice: que Ender está siendo entrenado para formar parte de la Flota Internacional en su lucha contra la invasión alienígena y, por lo tanto, ver su evolución es todo lo que nos preocupa. Como ocurre en el vagón escuela del Rompenieves, la historia oficial no es cuestionada y la educación se confunde con el adoctrinamiento ideológico.

El Curtis de Snowpiercer es un mero títere convencido de estar levantando una revolución en favor de los suyos; como pasa con Ender, todos confían en que les guiará a ganar la batalla y nadie duda de su liderazgo. Sin embargo, en realidad no es/son más que una herramienta para mantener con vida el sistema. Llegado el momento, a Ender le es revelado el gran engaño de sus acciones (que los combates no eran simulados sino batallas reales contra los insectores) y, como Curtis, es convertido en un genocida al explicársele que sus objetivos (aquellos que justificaban sus acciones) en realidad han sido generados y controlados sin ser él consciente y con un objetivo muy alejado del que creía.

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En efecto, Curtis ha conducido a los suyos a la muerte. Ha logrado reducir los estómagos a alimentar del último vagón y, sobre todo, ha contentado al poder de igual modo en que lo hizo Ender: a ciegas. La gran diferencia entre estos dos grandes héroes trágicos es que Curtis supone la destrucción definitiva del sistema que lo ha convertido en un monstruo, mientras que Ender tarda millares de años en paliar siquiera una parte del dolor que causó. En muchas historias de superhéroes, la opinión pública varía de la aceptación de estos a su total desprecio, hasta el punto de considerarlos terroristas. Ender no es ajeno a ese cambio de la opinión pública sobre su figura, tal y como leemos en La voz de los muertos (en el que el héroe Ender ha pasado a ser el genocida Ender), pero Curtis logra evitarse esos trastornos con el mayor genocidio provocado en el Rompenieves: la destrucción del motor que a todos da vida.

El compañero y amigo Óscar Brox me comentaba tras una primera leída de este texto que lo más interesante de ese motor que arropa en su seno lo que queda de vida humana en la tierra es su carácter caníbal, pues se alimenta a base de seres vivos. De nuevo, la fina línea que separa lo heroico de lo desdeñable es muy fina, pues el motor permite la vida a base de, precisamente, consumir vida; esto es, aparentemente, un mal menor cuando se trata de defender una buena causa, tal y como recuerdan los mantras que repiten los niños en el vagón escuela: “Si el motor deja de funcionar, todos morimos”. Sin embargo, el motor puede ser también visto como una rizada metáfora de un Dios mecánico y mecanizado, un Dios que, a diferencia de los que se nos dice del católico, fue creado por el hombre y no al revés. El motor es, pues, la única posibilidad de eternidad humana: “Si controlamos el motor, controlamos el mundo”, dice Curtis…; pero, al mismo tiempo, engulle a sus hijos. ¿En qué se diferencian, pues, el motor y Curtis, de quien sabemos que entregó uno de sus brazos para salvar a Edgar de bebé? Dios, sacrificios, sangre, eternidad… Todo nos lleva al Saturno de Goya.

 

El segundo origen es de colores

Tras una larga secuencia de resolución y sobreexplicación, y una batalla final un tanto tosca, Snowpiercer llega a su fin y con él uno de los momentos de la película de los que, creemos, menos se ha reflexionado más allá de señalar el drama ecológico por el que la Humanidad acaba en tales circunstancias.

Dos niños son los que logran salir con vida del tren; así pues, ni los poderosos ni los revolucionarios, sino una nueva generación será la encargada de refundar la Tierra con una raza humana que no ha conocido la vida previa al Apocalipsis. Tanto Yona como Tim han sido criados dentro del tren, y esa escena en que, asustados, pisan la nieve, es la primera vez que posan sus pies sobre tierra firme. La inocencia (frente a las causas del calentamiento global que lleva al Apocalipsis medioambiental) es lo que se salva frente a un mundo corrupto en el que todos usan y son usados. Así, tal y como ocurre en el Mecanoscrito del segundo origen de Manuel de Pedrolo, la repoblación de la Tierra queda en manos de una muchacha adolescente y de un niño negro que, tras comprobar que nadie más ha sobrevivido, se disponen a aprender lo necesario para seguir adelante con la Humanidad; no en vano, a modo casi visionario, el padre de Yona ya le ha enseñado a su hija lo que son la tierra y las semillas en aquella escena en que pasan por el vagón invernadero.

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Bajo la premisa de la reconstrucción del mundo en manos de dos niños, las lecturas se abren por doquier ante nuestros ojos, pero aquí vamos a señalar aquella que convierte a Yona y Tim en los nuevos Alba y Dídac. Es un divertido juego el imaginar que, allá donde Snowpiercer llega a su fin, coge el relevo la historia que escribió Pedrolo en 1974, si bien afirmar que Bong o su coguionista Kelly Masterson conocen el libro del catalán es harina de otro costal. A pesar de todo, quizás deberíamos pasar por el tamiz a estos dos supervivientes para reflexionar algo más sobre sus connotaciones. En un momento de blockbusters plagados de protagonistas blancos y masculinos, quienes finalmente logran salvarse en Snowpiercer son una niña asiática y un niño negro. Sin necesidad de señalar sobre el posible componente racial de esta decisión de guión, no deja de ser interesante jugar con la idea de un mensaje (nada subliminal) sobre el final de la supremacía blanca. Al fin y al cabo, Yona y Tim son personajes añadidos a la trama (mínima, por otro lado) que sobrevive del cómic original y no encuentran símil posible en ese material. Y, repetimos, Bong es un intruso en la industria hollywoodiense, en la que los blancos gobiernan gran parte de las decisiones. ¿No resulta tentador pensar en ello?

Snowpiercer es, pues, una película insidiosa que, tras su piel de entretenimiento, juega con ideas políticas radicales (la rebelión violenta) y relaciona de manera obvia el cambio de statu quo a la acción popular. Sin embargo, al mismo tiempo, y precisamente a la sombra de la teoría de La doctrina del shock, insta a la cautela, a la desconfianza y a un masterplan en el que el más bienintencionado está controlado por el poder establecido. Todo ello (y mucho más (1)) ofrecido bajo la apariencia de un sabroso postre, el de una película de acción que hará las delicias de los hambrientos de violencia y que, por su condición de amalgama, descontenta a los puristas. Al fin y al cabo, Snowpiercer funciona como punto de fuga para muchos conceptos, ideas y reflexiones, pero no llega a ahondar en ninguno de ellos; trabaja como un parásito, conformando su personalidad en base al contenido que otros crearon y a base de una extensa bibliografía, sin presentar teorías propias.

La pregunta es, en cualquier caso, si todo ello vale la pena, si su existencia tiene razón de ser aunque solo sea por su multiplicidad de interpretaciones. Allá cada cual con su conclusión; allá cada cual con su imaginación.

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(1) No son pocas las interpretaciones que se han sugerido sobre diferentes temas en Snowpiercer, desde considerarla una obra gnosticista hasta verla desde el punto de vista medioambiental.