Sitges 2024

El fantástico, la modernidad y la fascistización silenciosa

En el momento en que escribo estas líneas, según la web Real Clear Politics (que combina los resultados de diferentes encuestas y hace su propio análisis), Donald Trump mantiene una ventaja cortísima sobre Kamala Harris en seis de los siete estados en disputa de cara a las elecciones presidenciales del próximo 5 de noviembre. Se trata de un pronóstico aún temprano y son apenas unas décimas de diferencia pero, si el candidato republicano logra mantenerse por delante en tres o cuatro de esos estados el día de las elecciones, volverá a la Casa Blanca. A pesar del desconcierto que nos provoca el fenómeno Trump, sabemos que guarda importantes concomitancias con otros movimientos políticos que se esparcen a lo largo y ancho del orbe, Europa incluida. En 2016, Trump fue elegido presidente sin ganar en ninguna ciudad de más de un millón de habitantes; tampoco Marine Le Pen y su Rassemblement National, en crecimiento sostenido desde hace años, tienen mucho tirón electoral en las ciudades francesas; y es harto conocido que el Brexit se impuso gracias a su victoria en las zonas rurales de Reino Unido. El auge actual de la extrema derecha en sus múltiples facetas arroja, en suma, una sombría visión sobre las comunidades pequeñas, que parecen más proclives a la incubación de ideologías biliosamente identitarias, ultranacionalistas y a todas luces excluyentes. Y ahí es donde nos encontramos con un paisaje físico y humano recurrente en el cine que hemos visto durante el festival de Sitges de este año.

«Un cuento de pescadores»

  1. Pueblo pequeño, infierno grande

En realidad, el género fantástico siempre ha mostrado visiones hiperbólicas de comunidades pequeñas y viciadas donde germina el mal. Si nos ha llamado especialmente la atención en esta edición del certamen, puede ser porque el tema está más presente o bien en la programación, o bien en nuestro punto de vista. Pero el hecho está ahí, ante nuestros ojos. Desde una comedia gore rutinaria y soez como Get Away, de Steffen Haars, en la que una familia británica llega a una pequeña isla de Suecia donde son recibidos con abierta hostilidad, hasta dos ambiciosos films brasileños relativamente parecidos: en Enterre seus mortos, de Marco Dutra, los cuerpos de los fallecidos tienen un misterioso destino en una población rural sembrada de arraigadas rencillas como si se tratara de un western, mientras que, en Continente, de Davi Pretto, son los cuerpos de los vivos los que alimentan una extraña forma de vampirismo comunitario y adictivo. Cierta pretenciosidad hace de ellas películas apreciables pero no del todo logradas. Por comparación, nos quedamos con Un cuento de pescadores (Edgar Nito), que combina con acierto el estilo de un típico film de terror de serie B con un aire folklórico y tradicional, como si viéramos una de esas películas de Kaneto Shindô o Masaki Kobayashi que se nutren de viejas y oscuras leyendas de la cultura popular japonesa. Un cuento de pescadores, además, nos sorprende con una narración esquinada que salta de un personaje a otro de manera desconcertante, fomentando nuestra sensación de extrañeza.

«El baño del diablo»

«Bodegón con fantasmas»

Igual de malsana es la convivencia en la pequeña población austríaca donde transcurre El baño del diablo (Des Teufels Bad), de Veronika Franz y Severin Fiala, que ha sido finalmente la gran triunfadora del festival al obtener los premios al mejor largometraje de la sección oficial, el premio José Luis Guarner de la crítica y el premio del jurado joven. Está producida por Ulrich Seidl, el gran retratista de las intimidades más bizarras de la sociedad austríaca, y podría describirse como una versión tenebrosa, casi prefascista, de la comunidad campesina de El árbol de los zuecos (L’albero degli zoccoli, 1978), de Ermanno Olmi. Es a la postre una película rica estéticamente aunque un tanto esquemática en cuanto al asunto. Por el contrario, las imágenes de Bodegón con fantasmas, de Enrique Buleo, son humildes y despojadas, mientras que sus diálogos y situaciones están sobrecargados de retranca, parodia de costumbres y complicidad con el espectador. Estamos, en este caso, en un pueblo sito en algún rincón de Cuenca y muy dado al cotilleo donde se desarrollan cinco historias absurdas sobre contactos entre los vivos y los muertos. Bodegón con fantasmas adolece quizás de algunas irregularidades pero debemos reconocerle el mérito de reciclar con finura situaciones, texturas y acentos descastados del cine español popular.

«Infinite Summer»

«MadS»

El film de Buleo, huelga decirlo, se adscribe a ese fantástico cañí, inclasificable y descacharrantemente irónico que venimos recorriendo en el festival de Sitges desde hace unos años. Junto a Bodegón con fantasmas, la otra gran representante de esa tendencia sería Infinite Summer, el último largometraje de Miguel Llansó, que no transcurre en España sino en Estonia, incorpora inesperadamente en su elenco a Hannah Gross y, aunque no transmita un desmelene tan radical como otros títulos anteriores, mantiene los estándares de extravagancia, guasa y desahogo del director de Crumbs (2015). Además, Infinite Summer resulta significativa por pitorrearse sin misericordia de cierta tontuna espiritual de nuestros días en torno al concepto de mindfulness y otras supercherías newest age. Algo de eso hay también en la antes citada Enterre seus mortos, donde una secta sincrética va expandiendo sus tentáculos, o en El baño del diablo, donde la religiosidad pauta la vida de los individuos de una manera obsesiva, adictiva. Precisamente, las adicciones representan también una forma de extravío hacia lo siniestro en Infinite Summer, cuyas protagonistas se abandonan a experiencias pseudoorgásmicas mediante unos cascos de realidad virtual que parece parodiar los de Días extraños (Strange Days, 1995), aquel thriller de ciencia ficción de Kathryn Bigelow que se tomaba demasiado en serio a sí mismo. También van muy puestos los personajes de MadS, de David Moreau, jóvenes franceses de clase pudiente que pasan sin solución de continuidad del colocón lisérgico a la posesión zombi. Rodada en un presunto plano secuencia único que se asemeja más a un de un videojuego que a El arca rusa (Russkiy kovcheg, 2002), de Aleksandr Sokurov, MadS atesora en algunos tramos una energía rabiosa pero, en general, transmite una pretenciosidad algo banal.

«The Rule of Jenny Pen»

«Centaures de la nit»

En otras películas de Sitges 2024, la colectividad opresiva se circunscribe a un círculo cerrado, obligado a convivir. Sería el caso del hotel alpino de Cuckoo, de Tilman Singer, un film que suscita cierto interés al principio pero luego se va embrollando y parece que quiera ser demasiadas cosas a la vez. O la residencia de The Rule of Jenny Pen, de James Ashcroft, en la que un juez retirado debe enfrentarse al bullying de un anciano provisto de un títere maligno. El film resulta algo simple y reiterativo pero también atmosférico, malicioso y genuinamente opresivo; sus dos protagonistas, John Lithgow y Geoffrey Rush, han compartido el premio de interpretación masculina. Y Centaures de la nit, el último largometraje de Marc Recha, confronta a dos grupos de hombres que viven aislados de la sociedad: los monjes del monasterio de Poblet por un lado y, por el otro, unos excursionistas invidentes cínicos y chocarreros. Prácticamente no ocurre nada en todo el film, consagrado principalmente a componer imágenes de bella plasticidad, de una manera relativamente similar a los bulliciosos travellings de Qué difícil es ser un dios (Trudno byt bogom, 2013), de Aleksey German. Sus planos en blanco y negro y en fuerte contrapicado nos recuerdan al cine Orson Welles y Sergei M. Eisenstein, o a La pasión de Juana de Arco (La Passion de Jeanne d’Arc, 1928), de Carl T. Dreyer. Recha parece querer acercarse a una cierta pureza cinematográfica en este film moroso y artero que, al final, trata sobre algo tan universal, tan esencial, como es nuestra ineluctable extinción.

«Enterre seus mortos»

«A Different Man»

Que Recha haya elegido filmar Centaures de la nit con personas ciegas puede tener una honda significación metacinematográfica y es también una manera de dar protagonismo a la otredad, a las personas que no encajan en los parámetros de la normalidad y que sufren por sus problemas de aceptación en esas pequeñas comunidades que acaban siendo grandes infiernos. De hecho, esa es la principal vicisitud de las protagonistas de Infinite Summer y de El baño del diablo, ya comentadas. También lo es del círculo de amigas adolescentes de Spirit in the Blood, de Carly May Borgstrom, enfrentadas a las bullers de su instituto, a la amenaza abstracta de un monstruo que habita en el bosque y a unas familias adictas ora a la religión, ora a la bebida. No es un film muy regular pero, en algunos tramos, muestra un nervio contagioso. Mucho más contundente resulta A Different Man, de Aaron Schimberg, una de las mejores películas estadounidenses de Sitges 2024. Con el ritmo, el tono y la cálida voz de las grandes narraciones tanto literarias como cinematográficas de la tradición americana, nos relata la historia de un hombre con la cara deformada que anhela tener un rostro normal y, cuando lo logra, ambiciona recuperar su antigua singularidad. La hostilidad de la sociedad y el miedo del protagonista nos hacen pensar en las películas de Ari Aster; su viscosa metamorfosis nos recuerda a la del Brundle de La mosca (The Fly, 1986), de David Cronenberg; y los vericuetos de sus dilemas identitarios nos remiten al cine laberíntico y onírico de Spike Jonze y Charlie Kaufman. Al final, A Different Man nos deja una honda reflexión sobre la idea de monstruosidad que el colectivo sitúa en el individuo y viceversa. Schimberg ha sido reconocido con el premio al mejor guion del festival por este film harto singular que solo admite comparación con el cortometraje Me, de Don Hertzfeldt, una pequeña obra maestra de animación sobre un Fausto futurista, ebrio de vanagloria, que vimos en una sesión memorable junto a Infinite Summer.

«Le Mangeur d’âmes»

  1. ¿Quién puede matar a un niño?

Probablemente, cualquiera que haya visto Bookworm, de Ant Timpson, protagonizada por un ilusionista mediocre y su hija de once años, insuperablemente repipi. No ha sido, desde luego, lo más lucido entre los muchos títulos que alejan al certamen del género fantástico. En cambio, es de justicia resaltar la importancia que ha tenido el thriller en la muestra de este año, incidiendo además en el motivo de las comunidades endogámicas y viciadas. Le Mangeur d’âmes, de Alexandre Bustillo y Julien Maury -los directores de The Deep House (2021), una grata sorpresa del festival de hace tres años-, trata sobre una oscura trama de secuestros infantiles que discurre en paralelo a un correlato fantástico. El film acaba siendo un artefacto muy cerrado sobre sí mismo, un thriller prolijo que a la vez parece autolimitarse y ganar solidez por el hecho de ser tan americanizante. Con un tema de fondo muy similar, resulta más excitante Maldoror, de Fabrice du Welz, un film noir enérgico, rabioso, áspero. Sin una vinculación evidente a Los cantos de Maldoror de Lautréamont a pesar del título, la película se centra en la figura del policía obsesivo hasta la enajenación, como el Serpico (1973) de Sidney Lumet o los investigadores infatigables de Zodiac (2007), de David Fincher. A pesar de tratar temas densamente sociales como el secuestro, abuso y asesinato de menores o la descripción de una Bélgica multiétnica y quebradiza donde va germinando el cabreo antisistema de nuestros días, Maldoror no se detiene en cuestiones semánticas y transmite urgencia, estilo y fisicidad. Atributos con los que también podríamos describir Steppenwolf, de Adilkhan Yerzhanov, otra trama sobre crímenes contra la infancia pero rodada mucho más lejos, en desolados paisajes helados de Kazajistán. En este caso, sí es explícita la alusión literaria al libro de Hermann Hesse que da título al film. El lobo estepario de Yerzhanov es un policía fullero, corrupto y ultraviolento que asume el rol semiheroico de un Ethan Edwards entregado a la búsqueda de un niño secuestrado junto a una madre con severos problemas de habla que le ha prometido una jugosa recompensa. Steppenwolf, de hecho, se sitúa entre el thriller de acción, el western deslocalizado y el film de aventuras sin rastro de romanticismo. No tiene rival en cuanto a brutalidad y rudeza, no se detiene en comentarios morales para confort de los espectadores, no tiene empacho en conjugar un cine demodé e irónico que parece encontrar sus modelos en Sam Fuller, Don Siegel, Sam Peckinpah, Robert Aldrich… Probablemente ha sido uno de los títulos menos asumibles, más incomprendidos de la muestra; y por eso, también, uno de los más valiosos.

«Maldoror»

«Steppenwolf»

La otra cara del thriller en Sitges le corresponde a películas policiacas parsimoniosas, impasibles, que parecen encontrar una remota fuente de inspiración en el cine de Jean-Pierre Melville. Me refiero a Una ballena, de Pablo Hernando, en la que Ingrid García Jonsson encarna a una sicaria maquinal y desapegada que se ve envuelta en las rencillas entre dos contrabandistas que porfían en controlar el puerto de alguna ciudad indeterminada del norte de España. Hay un ingrediente fantástico de fondo que realza la sensación de extrañeza que transmite el film. Y su estilo, algo plano por momentos, acaba resultando paradójicamente atractivo, algo que ocurre también, y de manera más radical, en Cloud (Kuraudo), otro thriller de Kiyoshi Kurosawa. Cloud puede resultar incluso algo aburrido en su primera mitad pero nos va cautivando poco a poco hasta conducirnos a una larguísima, hipnotizante secuencia de rescate y tiroteo que ocupa la segunda mitad del metraje. Muy lejos del estremecimiento que sugiere, en sentido estricto, la palabra thriller, Kurosawa filma a un grupo de personajes que avanzan con parsimonia por los recovecos de una fábrica solitaria e intercambian unos pocos disparos y un puñado de diálogos. Y uno se siente talmente ante una traslación japonesa de El silencio de un hombre (Le Samouraï, 1967) o Círculo rojo (Le Cercle rouge, 1970), esto es, ante una mera abstracción del género policiaco formalmente fascinante.

«Una ballena»

«Cloud»

No podemos acabar, en fin, sin volver sobre el género fantástico en todas sus variantes para celebrar algunos de los títulos más inspiradores de Sitges 2024, films que han apuntado en dos direcciones opuestas. Por una parte, hay un cine de género que recrea y se recrea en la estética de la serie B revisándola desde un distanciamiento a veces muy postmoderno. Ahí está un título tan aparentemente humilde como Mi bestia, de Camila Beltrán, galardonado con el premio Blood Window. Se trata de una curiosa historia de adolescentes colombianas que podría ser la versión colombiana de Spirit in the Blood y tiene el acierto de sugerirnos, sin explicitud ni subrayados, algo cercano al tema de la licantropía o incluso un sutil regreso de las cat people de Jacques Tourneur o de Paul Schrader. Ahí está también La sustancia (The Substance), de Coralie Fargeat, que podría ser un largometraje beatamente hollywoodiense pero prefiere ser un film gore brutal, desvergonzado, directo. Por su parte, Desert Road, de Shannon Triplett, es uno de esos títulos sobre individuos atrapados en un laberinto abstracto -un loop físicamente imposible en una carreta recta que siempre lleva al mismo punto- que podrían ser un episodio de Twilight Zone; aunque su resolución resulte algo decepcionante, tiene la virtud de sostenerse con firmeza durante sus dos primeros tercios desplegando una trama sencilla y enigmática, muy pocos ingredientes pero muy eficaces (su protagonista, Kristine Froseth, ha obtenido el premio a la mejor actriz del festival). Y El llanto, de Pedro Martín Calero, es quizás el film de terror más convincente de esta edición del festival. Los personajes, afligidos por una misma maldición que atraviesa las décadas y los océanos, identifican la materialización del mal en la figura de un hombre avejentado y con un rostro verdoso que solo se deja ver en las pantallas, como un monstruo formado enteramente de píxeles encantados. No es El llanto una película perfecta, ni mucho menos, pero nos gana por la eficacia de su puesta en escena y por retomar el tema de lo maligno que habita en las imágenes, como en el Arrebato (1979) de Iván Zulueta o en Videodrome (1983), de Cronenberg.

«Desert Road»

«El llanto»

Por otra parte, el fantástico de autor, rigurosamente heterodoxo e idiosincrático, nos ha dado dos de los mejores títulos del certamen, ambos procedentes del cine francés aunque radicalmente diferentes entre sí. El segundo acto (Le Deuxième acte) abunda en la asentada relación de Quentin Dupieux con el festival de Sitges y vuelve a romper con la cuarta pared, como en Yannick (2023), pero de una manera ilógica, surreal, que nos remite más bien a la estructura imposible de Daaaaaalí! (2023). Se confunden la realidad, la ficción y la ficción dentro de la ficción, sin orden ni concierto. Y, entre los chistes a propósito de una llamada de Paul Thomas Anderson o las inagotables discusiones sobre auténticas banalidades entre personajes permanentemente enfurruñados, Dupieux demuestra que no hace ninguna falta conjugar un cine social para arrojar un comentario devastador sobre la gilipollez de nuestro tiempo. Y la aparición de la IA en la película responde, más que a un comentario literal sobre la robotización del trabajo, a un reflejo descarnado de la mediocridad que puede habitar detrás del aparato productivo del cine. Lo cual no está tan lejos como parece de algunas ideas que se desprenden de Dragon Dilatation, díptico de Bertrand Mandico que combina dos mediometrajes: Petrouchka y La Déviante comédie. El conjunto es una delirante nota al pie sobre su largometraje anterior, Conann (2023), en la que los intérpretes se contorsionan en todas direcciones, declaman sesudas reflexiones sobre sus personajes, trepan y descienden por barrocos decorados compuestos de desechos y de cadáveres amontonados, combaten, se besan… Dragon Dilatation, que se niega además a fijar un punto de vista o un tempo unívoco mediante el uso permanente de la split screen, es quizás el film más radical de Mandico -ahí es nada…- y una obra de una belleza tan retorcida como arrebatadora, una danza salvaje permanente como esos largometrajes de Andrzej Zulawski en los que los cuerpos no paran de describir movimientos ebrios dentro del cuadro.

«El segundo acto»

  1. Sitges y la zona de confort

De hecho, no es la primera vez que Mandico firma el mejor título de Sitges, y estamos tan acostumbrados a celebrar las variaciones en el seno del fantástico francés más estrafalario como las del fantástico raruno español, la revisión universal de la serie B, el thriller de noble factura, el cine de género apegado a la tradición… Por no hablar de la miríada de películas homogéneas que vemos cada año en el festival –slashers rutinarios, posesiones diabólicas, barrocas cintas de acción orientales, etc.- y que representan su inagotable fondo de armario. ¿Es este certamen una suerte de zona de confort, o un conjunto de zonas de confort? ¿Sitges es siempre lo mismo? Esas preguntas son, en realidad, cuestionamientos erróneos porque el sueño de la modernidad produce monstruos: es fácil confundir modernidad con novedad, buscar en las variaciones inmediatas los signos de unas derivas en el cine que, en realidad, son tan difíciles de observar como el crecimiento de la hierba. El valor de la programación de Sitges consiste en que, en ella, el cine fantástico -y el cine en general- se reivindica, celebra sus mecanismos, su tradición, su riqueza de facetas. Porque el movimiento del cine es cuántico, avanza hacia el pasado y hacia el futuro simultáneamente. Y, en ese paradójico doble movimiento, el cine se autoafirma a la vez que, poco a poco, sin prisa, van cambiando las cosas.

«Chain Reactions»

«La Passion selon Béatrice»

Por eso, aunque pueda parecer un intruso en un festival dedicado al cine fantástico y de terror, no es en absoluto incoherente la presencia de una película como L’orto americano, de Pupi Avati, que se remonta a la Italia y el Nueva York de la inmediata posguerra para mimetizar texturas y cadencias del cine de los años cuarenta y para adoptar el fascinante motivo de la búsqueda de la amada desaparecida, una figura espectral que inocula rasgos de fantasticidad inusitados en hitos del cine americano como Vértigo (De entre los muertos) (Vertigo, 1958), de Alfred Hitchcock. O de otra como La Passion selon Béatrice, la otra realización de Fabrice du Welz presentada este 2024, que aporta un muy pertinente tributo a la figura de Pier Paolo Pasolini, explorador de lo sensorial, lo inquietante y lo bizarro cuya influencia está más presente en el cine visto en Sitges de lo que cabría imaginar a priori; además, la función está enteramente protagonizada por Béatrice Dalle, la magnética protagonista de Trouble Every Day (2001), de Claire Denis, o The Blackout (1997), de Abel Ferrara, presente también en el film. Igual de bello, sentido e inteligente es el homenaje a La matanza de Texas (The Texas Chain Saw Massacre, 1974) que nos deja Alexandre O. Philippe en Chain Reactions, en la que Alexandra Heller-Nicholas, Karyn Kusama, Patton Oswalt, Takashi Miike y Stephen King vierten sus reflexiones sobre la película de Tobe Hooper. Las cinco entrevistas componen un verdadero manifiesto por la cinefilia y contra la mojigatería, por la importancia de la puesta en escena y por el valor de las imágenes líricas, abstractas e icónicas como el memorable plano final de La matanza de Texas. Y fijémonos en el curioso caso de Daniela Forever, de Nacho Vigalondo, que no es el mejor pero acaso sea el más significativo de los films de este año: no representa precisamente un tipo de cine muy fino pero su manera de autonegarse una estructura e incluso un sentido unívoco muestra una genuina vocación por huir de la zona de confort y conduce la película hacia un territorio inesperado, el cine dislocado y rupturista de un Alain Resnais o del Michel Gondry de Olvídate de mí (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004).

«Daniela Forever»

«Dragon Dilatation»

Sean cuales sean las luces y sombras del certamen, lo cierto es que el festival de Sitges es, a fin de cuentas, necesario. También lo es el fantástico en general. Porque el cine es una máquina de pensar la realidad desde la realidad, pues las imágenes son el mundo y, a la vez, son otra cosa; y el fantástico juega un papel crucial para resguardar el sentido profundo de la ficción, que consiste en observar la aventura humana desde una determinada distancia, a través del marco de la pantalla. Ese distanciamiento irónico es lo que nos permite representar en el cuadro la violencia, los miedos, lo extraño… O la atracción instintiva por el mal. El fantástico no es un género para personas sin capacidad de abstracción que se toman las cosas demasiado a pecho, todos esos que cancelan lo que no entienden, se empecinan en mantener sus prejuicios o profesan toda suerte de supercherías. El tipo de comunidad que genera lo fantástico es más bien cívica, urbana, tolerante. Y puede reconocer, en las formas de la monstruosidad, la caricatura hiperbólica de esa callada fascistización que nos rodea por doquier.

 

© Lucas Santos, octubre de 2024

 

«La sustancia»