Sitges 2022

De la vida después del apocalipsis

 

Sitges es un oasis en más de un sentido. Por ser una agradable localidad costera a unos kilómetros del bullicio de Barcelona, sí, pero también porque el Festival Internacional de Cine Fantástico, cuya 55ª edición ha tenido lugar entre el 6 y el 16 de octubre, parece desarrollarse al margen de los avatares del mundo de hoy: mientras Occidente tontea con la posibilidad de una guerra apocalíptica y el cinematógrafo afronta su enésima encrucijada existencial, el cine fantástico que hemos visto en el certamen se interroga sobre su propia identidad hurgando en sus raíces y buscando formas de remodelación y perpetuación, como si el fin del mundo no fuera con todos nosotros, hacedores, espectadores y comentadores de películas. Así pues, el festival de Sitges de este año I D.G. (después de Godard) ha sido, según como se mire, como una obra colectiva interpretada por los músicos ilusos del Titanic o como el diario de una banda de robinsones que, después del naufragio, están sembrando la tierra de una nueva isla con las semillas que traíamos en el zurrón de la tradición del género fantástico.

El primer rasgo típicamente fantástico con el que nos hemos topado recurrentemente en el certamen es el desparpajo, el voto de pobreza y la profesión de sencillez que ha caracterizado siempre a ese vasto territorio cinematográfico que componen la serie B, las producciones de bajo o bajísimo presupuesto, el cine gore, el cine trash y subgéneros como el giallo. Dario Argento, por ejemplo, parece citarse a sí mismo en Occhiali neri, un slasher algo desaliñado pero deliciosamente demodé que podría mezclarse sin problema entre los títulos de los años setenta u ochenta recuperados en la sección Seven Chances, como la idiosincrática Los depredadores de la noche (Faceless, 1987), en la que Jesús Franco ejecuta un virtual remake de Los ojos sin rostro (Les Yeux sans visage, 1960), de Georges Franju, con nazis reciclados, sicarios animalizados y secuestros en los ambientes más chic de París. Y, entre los documentales exhibidos en el festival que celebraban el recuerdo de diferentes hitos del cine del siglo XX, destaca Mad in Belgium, en la que Yves Montmayeur evoca un episodio tan original e inesperado como es la primavera de un cierto cine trash indómito y canalla en la Bélgica de los años ochenta y noventa. Asistimos a los inicios de la carrera de Fabrice du Welz y a la eclosión de Ocurrió cerca de su casa (C’est arrivé près de chez vous, 1992), de Rémy Belvaux, André Bonzel y Benoît Poelvoorde, premiada precisamente en el festival de Sitges; conocemos a una serie de personalidades de la escena artística belga más alternativa, por no hablar directamente de personajes estrambóticos; y notificamos la ilación a lo largo de la historia del cine entre manifestaciones tan heterogéneas como las fantasías de Georges Méliès, el movimiento surrealista, los filmes de Andy Warhol y el gore más desahogado.

«Occhiali neri»

«Mad in Belgium»

Al fin y al cabo, Mad in Belgium es una celebración del cine como empeño lunático y suicida, algo que también nos transmite Michel Hazanavicious desde una atalaya mucho más institucional en ¡Corten! (Coupez!). Su nuevo largometraje tiene ese fastidioso punto engolado y pagado de sí mismo que encontramos también en sus realizaciones anteriores, aunque es justo decir que contiene pasajes francamente divertidos en los que su juego metacinematográfico funciona mejor. Por comparación, resulta mucho más atinada y mordaz Flux Gourmet, la última película de Peter Strickland, alguien que ha hecho de las reminiscencias del giallo y la serie B una seña de identidad. El cineasta parece combinar ingredientes de Berberian Sound Studio (2012) e In Fabric (2018) para armar su film más extravagante, la crónica del confinamiento de un grupo de artistas consagrados a la improbable disciplina de la gastronomía sónica. Flux Gourmet nos recuerda por momentos al Pier Paolo Pasolini de Saló o los 120 días de Sodoma (Salò o le 120 giornate di Sodoma, 1975), al Federico Fellini de Satiricón (Fellini – Satyricon, 1969), al David Cronenberg de la nueva carne o a la Claire Denis más escatológica. En suma, un film epatante y guasón que nos habla a su manera de las sensaciones —sonidos, texturas, vistosos colores…— que generan las imágenes del cine de Strickland, poderosamente sinestésico.

«Flux Gourmet»

«Alegrías riojanas»

Esa revisión socarrona de las reminiscencias cinéfilas y culturales de la segunda mitad del siglo XX es también la pulsión generadora de cierto cine cómico, fantástico y raruno que, de un tiempo a esta parte, venimos viendo a ambos lados de los Pirineos. En el flanco español, debemos desbordar la noción de largometraje para mencionar dos propuestas destacadas de este último festival de Sitges. Velasco Broca ha presentado Alegrías riojanas, una obra maestra de 28 minutos que se resiste a una sinopsis cabal. Las subtramas y los diferentes tonos del film se mezclan con menos vocación de relato que de evocación desordenada de una memoria cinéfila y generacional en la que se encuentran la España barroca y la de los cómics de Francisco Ibáñez, la ciencia ficción y los mil demonios de la pintura medieval. Broca conjuga así un fantástico más allá del fantástico tan atrevido como el de Pobre diablo, la nueva serie de animación de Miguel Esteban, Joaquín Reyes y Ernesto Sevilla en la que oímos las voces no solo de la troupe de Muchachada nui (2007-2010) sino también de Javier Botet o Verónica Forqué, a la que los responsables de la serie dedicaron unas sentidas palabras de homenaje en la presentación de los tres primeros episodios. La honda penetración de la cultura cinéfila y audiovisual americana en nuestro acervo y en nuestra manera de mirar es objeto de una deliciosa parodia en Pobre diablo, que es de hecho una estrafalaria, castiza, imposible secuela de La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968), de Roman Polanski.

«Incroyable mais vrai»

«L’Année du requin»

Y, por lo que respecta al lado francés, Quentin Dupieux se ha mantenido fiel a su proverbial excentricidad en Fumer fait tousser, crónica del team building campestre de un grupo de superhéroes ataviados como los Power Rangers que, a las órdenes de una rata parlante que babea lavavajillas pero resulta sexualmente irresistible, se enfrentan a tortugas e insectos gomosos de dos metros de altura y comparten cotilleos como cualquier camarilla de oficinistas. Tan desvergonzada es Fumer fait tousser que, en realidad, se trata de un film sin apenas anécdota que se evade hacia una serie de exquisitos relatos marginales, como si fuera una versión paródica de La flor (2018), de Mariano Llinás. Y la sátira de costumbres, esa visión vitriólica de nuestro mundo de hoy característica de Dupieux, se encuentra también en Incroyable mais vrai, el otro largometraje que el cineasta ha presentado en Sitges 2022. En él, el tema de la máquina del tiempo es retomado de la manera menos convencional hasta que el film parece engullido por su propio mecanismo; y Dupieux, como decíamos, arroja una visión inclemente sobre los mil matices del narcisismo del individuo occidental contemporáneo, obsesionado por una idea equívoca de eterna juventud y embrutecido por la falsa inmediatez de la tecnología digital. En paralelo, frente a la Francia suburbana de Incroyable mais vrai, la vida de provincias es deliciosamente caricaturizada en L’Année du requin, en la que los hermanos Ludovic y Zoran Boukherma ejecutan un descacharrante remake de Tiburón (Jaws, 1975), de Steven Spielberg. El salto temporal hasta un blockbuster de los años setenta no es baladí: los Boukherma se remontan a antes de la revolución digital y el dominio de la fantaciencia en Hollywood para encontrarse con los rasgos identitarios de su cine, un fantástico formalmente rudimentario pero de gran hondura e ironía, ácido y humanista a la vez.

Universos cerrados

Los años setenta y el recuerdo de ciertas texturas y modismos del cine con el que hemos crecido son también ingredientes cruciales en la obra de Mark Jenkin, al menos en Bait (2019) y en su nuevo largometraje, Enys Men, que transcurre en 1973 y en una pequeña isla rocosa del archipiélago británico. La protagonista subsiste aislada y tomando notas de la evolución de la flora día tras día por algún motivo indeterminado; pero su soledad se ve alterada por la presencia de espectros del pasado, asociados con toda probabilidad a un naufragio acontecido años atrás. Film estimulante y extraño, parece un encuentro imposible entre Hombres de Aran (Man of Aran, 1934), de Robert J. Flaherty, y la estética del cine de Guy Maddin. Pero, además, Enys Men nos introduce en uno de los grandes temas del festival de Sitges de este año, pues hemos transitado multitud de espacios aislados, universos cerrados y grupos confinados. El cine fantástico es altamente susceptible de ser pasado por el tamiz de las interpretaciones sociales y políticas, por lo que es tentador relacionar todos esos huis clos con nuestras experiencias durante la pandemia de COVID-19. Pero lo cierto es que encerrar o aislar a los personajes es uno de los mecanismos esenciales del cine fantástico y de terror; por tanto, solo podemos ver en este motivo una forma más de volver a las raíces profundas del género, otro movimiento hacia la esencialidad desde el cine de nuestro tiempo.

«Enys Men»

«La Tour»

Para empezar, dos de los cuatro episodios de las nuevas Historias para no dormir que se presentaron en Sitges tratan sobre espacios claustrofóbicos. En La alarma, de Nacho Vigalondo, una familia desavenida se ve obligada a enclaustrarse en un apartamento mientras cae una inagotable lluvia ácida en el exterior; otra familia, en El televisor, de Jaume Balagueró, se ve acosada por una turba de fantasmas que se aparecen a través de las cámaras de seguridad instaladas en el jardín. Son relatos sencillos y eficaces, menos sofisticados pero también menos ambiciosos que La Tour, nueva realización de Guillaume Nicloux y ejemplo palmario de lo que venimos comentando. Como si se tratara de una variación proletaria de El ángel exterminador (1962), de Luis Buñuel, La Tour nos cuenta la experiencia de todo un bloque de vecinos de una ciudad francesa indeterminada que se encuentra aislado de repente en la más rigurosa nada, una oscuridad devoradora que rodea el edificio y que simple y llanamente desintegra todo aquello que se precipita hacia el exterior. El horror se apodera de la comunidad, dividida en bandos étnicos y corroída por diferentes modalidades de salvajismo, y la situación va empeorando a medida que el metraje avanza a través de sutiles elipsis. Como enésima metáfora social, el film resulta más bien banal; como relato que se mueve en espiral sin posibilidad de cerrarse, resulta más interesante.

Paradójicamente, aunque su alegoría social resulte tan o más evidente que la de La Tour, la mejor película sobre espacios confinados del certamen ha sido We Might as Well Be Dead (Wir könnten genauso tot sein), primer largometraje de Natalia Sinelnikova. En un futuro que viene a ser una versión hiperbólica de nuestro presente, ciudadanos alemanes bienpensantes habitan un bloque comunitario al que se accede por estricto concurso de méritos y en el que imperan el chismorreo, la competitividad y la amenaza de expulsión. Un finísimo sentido del humor y un no menos elegante estilo en la puesta en escena permiten a Sinelnikova llegar más lejos y tener mucha más hondura que Ben Whitley en High-Rise (2015), un film casi idéntico temáticamente; o que Yorgos Lanthimos, con el que guarda ciertas similitudes, en todas y cada una de sus realizaciones. Además, la regla del juego que impone el espacio cerrado de We Might as Well Be Dead nos demuestra una vez más que el cine puede ser muy provechosamente teatral y literario.

«We Might as Well Be Dead»

«The Harbinger»

Por su parte, Andy Mitton, el director de The Harbinger, confina literalmente a la protagonista, que acude a la ayuda de una amiga en un apartamento neoyorquino en plena pandemia de COVID-19. Pero no solo debe permanecer en el piso sino que queda confinada también en una pesadilla ineluctable que desemboca en otra pesadilla y esta en otra y en otra, hasta que la realidad se pierde de vista. Todo ello da pie a una forma cinematográfica dinámica y extraña, un laberinto narrativo inusualmente eficaz y desasosegante que convierte The Harbinger en uno de los ejemplos más nobles en todo el certamen de película genuinamente de terror. Su hechura mutante y desestabilizadora nos hace sentir el cine como un espacio-tiempo fantástico, enrarecido, igual que un film por completo diferente como es Piaffe, de Ann Oren, quizás la experiencia más sorprendente de todo el festival. Con una protagonista que desarrolla una cola peluda en el coxis y un puñado de secundarios tan o más heterodoxos, Piaffe parece por momentos una libérrima adaptación de las Metamorfosis de Ovidio. Pero el verdadero cuerpo mutante del film es el propio cine, que parece ser redescubierto a medida que avanza el metraje como un ente desconcertante, irreconocible. Puede ser también una película inesperadamente emparentada con Titane (2021), de Julia Ducournau; pero, sobre todo, Piaffe nos confirma junto a We Might as Well Be Dead la poderosa creatividad de un nuevo cine germanófono —sumemos los nombres de Angela Schanelec, Sandra Wollner, Julian Radlmaier, Peter Brunner…— tan revoltoso como inclasificable, tan fresco como inesperado.

«Piaffe»

«Lynch/Oz»

A fin de cuentas, también Lynch/Oz, de Alexandre O. Philippe, nos habla del cine como un espacio-tiempo fantástico, ilógico. Documental en principio sobre la influencia de El mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939) en el cine de David Lynch, diserta en realidad sobre la presencia del film de Victor Fleming en todo el cine universal. Los testimonios de gente como John Waters o David Lowery demuestran que El mago de Oz es un referente ineludible para los cineastas que, desde los más diversos puntos de vista, han concebido el cine como una comunicación secreta entre el mundo real y una ensoñación colorista y palpitante como la de la joven Judy Garland, un no lugar regido por normas propias como la desconcertante logia negra de Twin Peaks.

El pueblo de los malditos

Precisamente Twin Peaks transcurría en un villorrio entre las montañas, una comunidad pequeña y endogámica donde anidaban viejas rencillas y bajas pasiones. Y ese ha sido otro de los motivos recurrentes del festival: el pueblo como infierno de cobardes en el que los individuos no normativos se enfrentan a la maledicencia, la envidia y el linchamiento. Algo de eso vemos en la localidad costera de L’Année du requin o en el reducido hábitat de We Might as Well Be Dead, pero se convierte en un tema absolutamente central de otros títulos como Les Cinq diables, largometraje de Léa Mysius en el que los estigmas sociales obedecen a una circularidad del tiempo obrada por arte de brujería, un film imperfecto pero atrayente que transcurre también en una Francia rural y montañosa, lejos de los bulevares parisinos. Igual de agreste es el entorno de As bestas, lo último de Rodrigo Sorogoyen, donde una aldea gallega se convierte en el escenario de un enfrentamiento territorial al más puro estilo western. La suma pulcritud de Sorogoyen resulta fría, nos deja la sensación de asistir a una película demasiado controlada, casi el producto de un algoritmo; en cambio, y dentro también de los márgenes del cine español, resulta más interesante la Cerdita de Carlota Pereda aunque sea un film harto irregular. En sus tramos más inspirados, no solo muestra un sólido sentido de la puesta en escena sino que usa con mucho tino el trazo grueso para caricaturizar el ambiente de un pueblecito extremeño lleno de cruelísimos acosadores adolescentes y adultos cotillas hasta la asfixia.

«Les Cinq diables»

«Pearl»

Y, dentro del cine americano visto en el certamen, la comunidad es el monstruo colectivo que engendra al monstruo individual en dos títulos esperados con expectación. En Pearl, la precuela de X que Ti West ha filmado sin solución de continuidad, la protagonista epónima aborrece el páramo texano en el que vive y compite con ferocidad con sus vecinas por salir de ahí incorporándose al mundo del entertainment. Si X rendía tributo al cine de terror de los años setenta, Pearl parodia los estilemas del cine de los años cuarenta y cincuenta y vuelve al tema de la utopía hollywoodiense, que le lleva indirectamente a disertar sobre el mito de barro del sueño americano. Ante la imposible huida del tedio y la mediocridad, Pearl abraza la violencia extrema, el gore que descuartiza a su manera la estética del relato clásico hollywoodiense. Como el cuchillo inclemente de Michael Myers, el asesino enmascarado de Halloween Ends, de David Gordon Green. Ya en el episodio anterior de la saga, Halloween Kills (2021), la masa fascistizada de ciudadanos justicieros se revelaba como la entidad que generaba un horror abstracto, sempiterno e indestructible. Por eso Halloween Ends es más un epílogo que una conclusión, una coda que nos muestra cómo la humillación y la estigmatización a la que es sometido un ángel caído en desgracia permite a Myers reproducirse en otro cuerpo, hallar una forma de sucesión o inmortalidad.

«Halloween Ends»

«Mantícora»

De hecho, el tema del engendramiento de un monstruo entre nosotros se expande hacia otros títulos hasta convertirse en el último de los temas troncales del certamen. El complejo individuo que protagoniza Mantícora, último largometraje de Carlos Vermut, no es el producto de un vía crucis de bullying y humillaciones sino más bien un habitante cualquiera del yermo emocional que comportan las relaciones digitales. Ya en sus películas anteriores Vermut había arrojado una inteligente mirada sobre figuras equívocas, incómodas, seres que oscilan entre el heroísmo y la más injustificable crueldad. Mantícora —nombre de una híbrida criatura mitológica— parece su film más lineal pero es en realidad el más denso y depurado, un elegante ejercicio que nos hace presentir esa ambigüedad en cada encuadre, en cada silencio, en cada fuera de campo. Y, en cierto sentido, el apocado diseñador de Mantícora encarna por sí solo a los dos hermanos de Summer Scars (Nos cérémonies), de Simon Rieth, largometraje sobre una especie de Abel condenado a salvar eternamente a Caín, como si entre ambos compusieran un monstruo bicéfalo tan poblado de claroscuros como el del film de Vermut.

Aunque, tanto o más que de monstruos, el cine de Sitges nos ha hablado de brujas y hechiceras de toda suerte y condición a través de películas de fortuna también variopinta. Entre las títulos más interesantes, destacan acaso Jacky Caillou, de Lucas Delange, que empieza presentándonos a una anciana con poderes sanadores y continúa relatando la metamorfosis de una joven licántropa que podría ser una afable prima hermana del protagonista de Teddy (2020), de los hermanos Boukherma; y Nocebo, que no es un enigmático y despojado cuento abstracto como Vivarium (2019), la realización anterior de Lorcan Finnegan, sino un bruñido relato sobre una misteriosa filipina con poderes mágicos que trastoca la vida de una prototípica familia burguesa occidental. Nocebo contiene en su seno la contradicción entre el qué y el cómo que recorre el cine fantástico —y, de hecho, el cine— de nuestros días: por una parte, es una fábula fantástica sobre la explotación de los desheredados demasiado evidente; por otra, es un film de terror que se abre paso con pulso firme, con un sentido visual nada desdeñable.

«Nocebo»

«Petite fleur»

Finalmente, de todos los monstruos, seres fantásticos y serial killers que han recorrido la quincuagésimo quinta edición del festival de Sitges, el más fascinante es el más heterodoxo de todos: el adocenado ilustrador en paro de Petite fleur, última o penúltima película Santiago Mitre, si tenemos en cuenta que ha aparecido al mismo tiempo que Argentina, 1985. Ambos filmes han contado con Mariano Llinás como coguionista, algo que parece más evidente en Petite fleur, una ácida comedia sobre el afán en la vida del hombre de mediana edad, la necesidad de trascender, el sentirse un don nadie vulnerable y las inquietudes que acompañan a la vida en pareja. El protagonista asesina a su vecino todos los jueves y este resucita por arte de magia sin que medie explicación alguna natural o sobrenatural. Ese gesto rupturista, esa interrupción de la lógica cotidiana se convierte en el germen de la ficción y de un, digamos, redescubrimiento de la vida en el seno de la propia vida. Reconciliarse con la existencia común y corriente, apreciar lo que tenemos en lugar de ambicionar ensoñaciones extemporáneas: ¿no es un tema habitual en el cine de Woody Allen, la más inesperada reminiscencia en un territorio como el del festival de Sitges? En realidad, no es tan raro que la filosofía alleniana sobre el poder la ficción y la redención de la realidad acabe encontrando paralelismos con las reflexiones implícitas en un cine fantástico que se revuelve como un cuerpo vivo, como un ser inquieto que se interroga sobre su propia identidad. Porque lo fantástico es precisamente una interrupción de la lógica cotidiana que, como un hechizo pasajero, nos saca de nuestra rutina para devolvernos a ella después, más sabios y sosegados. Y si el fantástico está infestado de criaturas inmortales tal vez sea porque en él reside el secreto de la vida después del apocalipsis, del cine después del cine.

 

© Lucas Santos, octubre de 2022