Sitges 2021
¿Dónde está el diablo?
No puede ser casualidad. Avanzaba el Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges y una serie de películas dejaban una y otra vez una sensación pareja. No me refiero a las más destacadas, originales o brillantes en el sentido que sea —nos ocuparemos de ellas más adelante—, sino a otros títulos que empiezan de manera más o menos atractiva, o parten de un planteamiento estimulante y, a medida que se desarrollan, van perdiendo fuerza hasta malograrse total o parcialmente. Es el caso, por ejemplo, de la gran triunfadora del palmarés, Lamb (Dýrið, Valdimar Jóhannsson, 2021), que ha obtenido los galardones a la mejor película y a la mejor actriz —Noomi Rapace—, así como el premio Citizen Kane de la crítica. Empieza como un film de Robert J. Flaherty sobre gente haciendo cosas en un medio rural que se quiebra con el surgimiento de lo fantástico, el nacimiento de un ser híbrido entre oveja y niña que comporta además la sugerencia de una turbia hipótesis sexual digna de Luis Buñuel. Pero, en su segunda mitad, a pesar de la excitante aparición de una especie de minotauro ovino, Lamb deriva en un relato de afectos familiares vulgar y corriente, y el conjunto se arruina a causa de la consabida infección sentimental. O es el caso, también, de Last Night in Soho (Edgar Wright), un producto vistoso y deslumbrante que empieza como una versión londinense de Midnight in Paris (2011), de Woody Allen, con el ritmo y el gusto por el detalle de un Wes Anderson; pero se va embrollando cada vez más, quiere ser demasiadas cosas a la vez y acaba resolviéndose como un film ruidoso, vulgar e incluso tedioso, francamente tedioso en su tramo final. O, por poner un tercer ejemplo significativo, The Innocents (De Uskylgide, Eskil Vogt, 2021), que fue distinguida con una mención del jurado, podría haber sido algo así como una extraña trasposición nórdica del estilo y los temas del cine de M. Night Shyamalan pero deja también una sensación de lioso amontonamiento, como si la película no supiera salir airosa de sí misma.
Los filmes citados nos sirven como patrón para hablar de otros títulos parejos, también representativos: Violation (Madeleine Sims-Fewer & Dusty Mancinelli, 2020) intenta ser un osado relato gore de rape and revenge pero acaba resultando una película pacata que desaprovecha el material que tiene entre manos, como Lamb. She Will (Charlotte Colbert, 2021), sobre una especie de Norma Desmond que viaja a una Escocia secretamente poblada por brujas justicieras como las de MacBeth, parece esconder tras su exuberancia visual una decepcionante banalidad de fondo, como Last Night in Soho. Y Nitram (Justin Kurzel, 2021), que fue reconocida con el premio al mejor director y con el de mejor actor para Caleb Landry Jones), es una epopeya de un joven con comportamientos psicopáticos a medio camino entre el Harold de Harold y Maude (Harold and Maude, Hal Ashby, 1971) y el Travis Bickle de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), pero la película no logra desarrollar con fortuna su interesante planteamiento inicial, como The Innocents. Para ser justos, digamos que todos estos filmes están dotados de notable interés, no hay razón para desdeñarlos; pero parece que la propia evolución de sus tramas o el despliegue de su propuesta estilística acaban resultando una trampa autoimpuesta, un problema que ha sido resuelto como buenamente se ha podido.
Es difícil y arriesgado aventurar una explicación sobre el particular. Pero sí nos atrevemos a afirmar que todos esos filmes tienen en común una tortuosa relación con la tradición del fantástico, como si no acabaran de encontrar su propia manera de echar raíces en el género y plantear nuevos ángulos de visión sobre el mismo. Por comparación, resultan más valiosos, o al menos más cálidos, otros largometrajes menos vistosos que los anteriores pero que penetran con más desparpajo en los temas, situaciones y paisajes del género. The Deep House (Julien Maury & Alexandre Bustillo, 2021), por ejemplo, nos lleva a una casa encantada y sumergida en un lago, atravesando un cartel que parece citar el “No trespassing” de Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941) y desplegando una alegoría simple y evidente, esto es, la idea de ir penetrando en estancias cada vez más profundas y siniestras como imagen del mecanismo del cine de terror, que nos conduce hacia el encuentro con lo horrible guiados por una atracción malsana. No es un film sensacional pero sí honrado, rítmico y entretenido, un relatito tenebroso que nos hace sentir el calor de una honda cultura cinematográfica, de los títulos de Tod Browning o James Whale a los de Wes Craven o John Carpenter. Precisamente La niebla carpenteriana (The Fog, 1980) puede ser uno de los recuerdos que acuden a la mente del espectador al ver Offseason (Mickey Keating, 2021), otro relato del viaje de una pareja a un territorio encantado al que acceden tras las advertencias de un siniestro cancerbero que parece extraído directamente de la pluma de Bram Stoker o H. P. Lovecraft. Se trata de una isla neblinosa donde un villorrio desapacible parece operar como una versión terrorífica del Brigadoon (1954) de Vincent Minnelli. Con su aire de serie B, su uso provechoso de la oscuridad, sus lugareños inquietantes y sus flashbacks bien traídos, Offseason destila un cierto buen sentido, un saber estar dentro de los márgenes del género; y si dista de ser una obra maestra es porque, de hecho, no lo necesita.
Por comparación, In the Earth (Ben Wheatley, 2021) resulta más ambiciosa y puede que sea incluso una película algo pretenciosa, pero también dialoga con la tradición del género con inteligencia. Wheatley nos narra otro extravío en territorio hostil, el de dos expedicionarios que se adentran en un extenso bosque de alta montaña, lejos de la civilización, en busca de una investigadora que, al aparecer, se nos presenta como una nueva variación del Kurtz de El corazón de las tinieblas (Joseph Conrad) que ha formulado algo así como una versión lunática de la hipótesis Gaia. Volvemos al tema del científico enloquecido en los confines de la naturaleza, como el padre astronauta de Ad Astra (2019), la meditabunda space opera de James Gray, y el bosque adquiere un estatus de personaje fantástico a la vez que el film se va tornando formalmente alucinógeno. Por otra parte, la relación entre genialidad y locura reaparece en otras dos piezas que merece la pena destacar. Una, Sound of Violence (Alex Noyer, 2021), que empieza con una posible cita a Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990), ese arranque del film de Martin Scorsese en el que Ray Liotta nos dice, en voz en off: “Que yo recuerde, desde que tengo uso de razón, he querido ser un gánster”. La falsamente angelical protagonista de Sound of Violence quiere por su parte revivir la, para ella, majestuosa sonoridad del crimen familiar en el que perecieron sus padres, y por eso emprende una serie de asesinatos con el único propósito de registrar el audio. Es una película rudimentaria e imperfecta pero respira vitalidad y desahogo, y por eso nos recuerda al Brian de Palma de Impacto (Blow Out, 1980) y de toda esa época de thrillers sangrientos y barrocamente hitchcockianos. El otro genio maligno es nada menos que Narciso Ibáñez Serrador, convertido en personaje de ficción en el episodio de Paco Plaza para la nueva versión de la serie Historias para no dormir, titulado Freddy. Aquí no se trata de reminiscencias sino de un tributo explícito a un feliz episodio del género fantástico en las pantallas españolas, y el de Plaza ha sido, entre los cuatro capítulos proyectados en Sitges, el que ha adaptado con más gracia el tono maligno y algo burlón de la serie original. Su Freddy es una piecita sucinta y bien armada, ajena a la aparatosidad hollywoodiense que parece haber cimentado la cultura de otros cineastas españoles. Véase, sin ir más lejos, lo pesada que resulta la Veneciafrenia de Álex de la Iglesia, un cineasta que con la boca pequeña homenajea a referentes como Ibáñez Serrador pero con la cámara reproduce con pertinacia el feo abigarramiento de los blockbusters a la americana.
Y, en el seno del cine francés, un film de escaso valor pero franca simpatía como Barbaque (Fabrice Eboué) parte de una reformulación de un cierto tipo de relato bufo y gore. Los carniceros protagonistas, como Sweeney Todd y su pareja, encuentran un negocio lucrativo en el comercio con carne humana; pero, en su caso, obtienen la materia prima asesinando a veganos militantes, con lo que logran matar dos pájaros de un tiro. Podría ser una banal comedia comercial como tantas otras que se producen al otro lado de los Pirineos, pero la mala baba de su planteamiento y de sus diálogos la acercan un poquito más a otra fórmula más peleona e inconformista, la de títulos como Borrar el historial (Effacer l’historique, 2020), de Benoît Delépine y Gustave Kervern, o Teddy (2020), de Ludovic y Zoran Boukherma, filmes protagonizados también por ciudadanos de la Francia de hoy que se sienten excluidos de una nueva normalidad pulcramente clasista. Y no es casual que la comedia francesa, en dos títulos como Teddy o Barbaque, haya puesto un pie en el cine fantástico y de terror, pues el cine galo está encontrando en las deformaciones más creativas del género un fértil terreno en el que cultivar nuevas formas que contribuyen decisivamente a configurar la última metamorfosis de la modernidad cinematográfica. Por eso hay que citar, primeramente, dos títulos franceses para pasar al capítulo de lo más destacado, avanzado y rompedor que hemos visto en esta última edición del festival de Sitges.
Todo Titane (Julia Ducournau, 2021) se sitúa en territorios fronterizos o en metamorfosis: no se adscribe a un género forma convencional, se mete en lo fantástico pero de manera extraña, la protagonista finge ser otra persona de otro género y se queda embarazada de un coche… Esa sexualidad metalizada a lo Crash (1996) nos remite directamente a la nueva carne de David Cronenberg, que parece alcanzar un nuevo estadio en el film de Ducournau. Y si Titane parece experimentar con ciertos límites de lo soportable en la representación de la violencia y los fluidos corporales, no es menos radical la visión que arroja sobre una protagonista netamente negativa, asesina en serie desprovista de empatía y compasión, híbrido entre ser humano y máquina que alberga en su vientre un cíborg que anuncia el advenimiento de un nuevo tiempo. Un futuro radical y raruno que podría ser el tiempo de After Blue (Paradise sale, 2021), segundo largometraje de Bertrand Mandico tras The Wild Boys (Les Garçons sauvages, 2017) y multitud de cortometrajes que prefiguraban el universo kitsch y viscoso de esta su última realización. After Blue es una historia de venganza perfectamente encajable en el marco del western, una trama de caza y captura a la manera de las dos versiones de Valor de ley (True Grit, dirigida en 1969 por Henry Hathaway y en 2010 por Joel y Ethan Coen). Es un viaje por una tierra ignota y embrujada como la Jauja (2014) de Lisandro Alonso, o acaso un periplo de resonancias homéricas en el que los habitantes del Hades se comunican con los vivos. Pero es también una celebración colorista del poder de la imagen a la manera de Jacques Demy, una reverberación extravagante del giallo de los años setenta y una propuesta de erotismo enrarecido, queer y revolucionario tan o más radical que la planteada por Ducournau en Titane. Por si no estaba aún bastante claro, After Blue —que ha obtenido el premio especial del jurado y el premio José Luis Guarner de la crítica— nos muestra con luminosidad el futuro transgénero de lo fantástico en el cine.
La ambigüedad moral y una forma de sexualidad extraña e incestuosa son los rasgos que definen también al protagonista de Luzifer (Peter Brunner, 2021), un film que parece contagiarse de la personalidad de ese joven demente y asilvestrado que encarna Franz Rogowski (que ha compartido el premio a la mejor interpretación masculina con Caleb Landry Jones; por su parte, Susanne Jensen ha sido designada mejor actriz junto a Noomi Rapace). “Wo ist der Teufel?”, pregunta Rogowski una y otra vez durante todo el film: “¿dónde está el diablo?” Acaso en la enorme hendidura en la ladera de la montaña que observa con insistencia, o acaso en su fuero interno; o quizás en las propias formas de la película, libres y descarnadas, poco convencionales, incluso abiertamente feas, como si se hubiera impregnado del espíritu del cine de Ulrich Seidl, productor del film. El valor de Luzifer no reside en un nuevo tipo de excelencia cinematográfica sino, por el contrario, en la incomodidad que provoca su brutalidad, invitándonos a poner en cuestionamiento los propios mimbres críticos con los que abordamos convencionalmente los textos fílmicos. Por eso Brunner nos ha brindado quizás la experiencia más extrema y valiente de esta edición del festival, cuyo reflejo sosegado y callado podría ser Earwig (Lucile Hadzihalilovic, 2021), que se llevó el premio Méliès Career. Se trata de una excitante vulneración de cualquier forma esperable en un film de género fantástico o de raigambre literaria, como es el caso. Earwig adapta una novela de Brian Catling pero nos hace pensar en las estancias siniestras y las relaciones enrarecidas de los textos de Franz Kafka: la lógica temporal y causal se ve sometida a una deformación onírica digna de, pongamos por caso, El castillo. A su vez, los seres que pueblan el film parecen transferirse la personalidad unos a otros como los de la Carretera perdida (Lost Highway, 1997) de David Lynch. Y las imágenes parecen devoradas por la tiniebla, como en una pintura tenebrista, mientras los rostros que surcan la oscuridad tienen algo severo y expresivo como los de las telas de Rembrandt. Aunque Earwig transmite una belleza cautivadora, es en realidad otra experiencia fronteriza y desafiante como Luzifer.
Por el contrario, la dislocación del tiempo y de la narración es abordada con una transparencia socarrona y cómplice en Beyond The Infinite Two Minutes (Droste no hate de bokura, Junta Yamaguchi, 2020), film de una frescura y una simpatía contagiosas. Un grupo de amigos japoneses descubren un monitor en el que se puede visualizar el futuro inmediato, solo dos minutos por delante del tiempo presente, y les permite comunicarse consigo mismos interpelando a su pasado recentísimo. Esto desencadena en una divertida trama entre policial y romántica que nos es mostrada hábilmente con un largo plano secuencia apenas trucado una o dos veces —si no me engaña la vista—, una inteligente decisión formal que excluye los alambicados saltos temporales de todas esas películas que viajan en el tiempo para desplegar alardes de narración y de montaje. El plano secuencia sirve a Yamaguchi para acrecentar el suspense, sostener el ritmo narrativo, barnizar el film de ironía y bordar una propuesta cinematográfica que no se ahoga en la orilla, como otras que citábamos al inicio del texto, sino que triunfa luminosamente. Y coincide con otro de los títulos más originales del certamen en partir de la idea del décalage temporal: la protagonista de Tres (Juanjo Giménez Peña, 2021) es una montadora cinematográfica que percibe los sonidos con un retraso de décimas de segundo que se va incrementando cada vez más hasta contarse en minutos. Tres, que se ha llevado el premio Méliès d’argent a la mejor película, no es redonda, ni mucho menos, pero da pie a una sugerente reflexión sobre el surgimiento de lo fantástico en el cine, que no es otra cosa sino la alteración de la lógica interna de la narración, algo tan simple como que, por ejemplo, los sonidos del mundo lleguen con retraso respecto a lo que nos indican los otros cuatro sentidos.
En definitiva, si uno aprecia especialmente los filmes de Giménez Peña, Yamaguchi, Hadzihalilovic, Brunner, Mandico o Ducournau —seguramente hubo otros títulos igual de valiosos pero la programación de Sitges es, ya se sabe, inabarcable— no es porque representen un conjunto homogéneo en términos estilísticos o temáticos, tampoco en cuanto al alcance de sus logros. Más bien es porque nos hacen sentir un cierto sentido del compromiso y, en algunos casos, la asunción de un verdadero riesgo con sus propuestas. Y es en ese afán por acercarse a las fronteras de lo cinematográfico con espíritu aventurero donde el cine parece reencontrarse con algo que forma una parte fundamental de su razón de ser, esto es, el enseñarnos a mirar el mundo desde otros ángulos a través del marco de la pantalla. Saco esto a colación porque en multitud de títulos de Sitges 2021 se ha entrevisto otro tipo de compromiso: lo fantástico acostumbra a conllevar un comentario entre líneas sobre el mundo de hoy pero, en esta edición del festival, la presencia latente de lo social y lo político se ha hecho particularmente palmaria, desde la defensa de formas de afecto o sexualidad disímiles de lo tradicional a denuncias más o menos sutiles contra la intolerancia, el racismo y el violento ultranacionalismo que parecen estar erosionando hoy en día las sociedades democráticas. Son causas nobles, mensajes necesarios y pertinentes, pero en algunos casos parecen haber operado paradójicamente en contra del discurso fílmico, contribuyendo a que las formas se constriñan a sí mismas en lugar de fluir con desahogo, como en After Blue o Luzifer. Y ésa es otra explicación parcial al hecho de que tantos largometrajes vistos en Sitges parezcan perder aliento a medida que se desarrollan.
El compromiso de un film, incluso de una imagen aislada, es ante todo con el cine; por eso apreciamos más las películas que dialogan con la tradición del género fantástico ya sea con el ánimo de rendir tributo a sus temas y situaciones, con un espíritu rompedor y radical o con una sabia combinación de ambas actitudes. Precisamente, una de las novedades más esperadas del certamen nos ha sorprendido por conjugar con inteligencia una cierta reflexión sobre el género fantástico y sobre el estado de las cosas en nuestro tiempo. Halloween Kills (David Gordon Green, 2021) no es una película redonda, incluso a veces parece avanzar torpemente, como a borbotones narrativos que van adelante y atrás en el tiempo sin mucha armonía. Pero, a la postre, el film está dotado de un notable ritmo y nos conduce hacia una conclusión final que puede ser la de todo el festival. El monstruo no es exactamente un personaje sino más bien una fuerza abstracta que surge de nuestros miedos y pulsiones profundas. Cuando la comunidad de Haddonfield se organiza para formar una falange de justicieros espontáneos, el resultado es totalmente contraproducente. La fascistización de las masas no es una solución sino el germen mismo del problema, a la manera de las turbamultas de M, el vampiro de Düsseldorf (M – Eine Stadt sucht einen Mörder, 1931) o Furia (Fury, 1936), dos realizaciones de Fritz Lang ejecutadas antes y después, respectivamente, del ascenso del fascismo en Alemania. Halloween Kills llega a lo que podríamos llamar una conclusión dinámica, esto es, algo que no es un simple final abierto sino una manera de espolear simbólicamente la continuidad del género fantástico. El cine que hemos visto en Sitges, en fin, parece advertirnos de que quizás nosotros también estemos ante el peligro de una transición hacia algo que no será lo mismo que en los tiempos de Lang pero puede acabar pareciéndose más de lo que sospechamos. A la vez, Sitges parece informarnos de cuál es el lugar del cine ante todo ello, que se puede resumir con la famosa idea de Jean-Luc Godard según la cual el problema no es hacer películas políticas sino hacer películas políticamente.
© Lucas Santos, octubre de 2021