Sitges 2016 (‘Seoul Station’, ‘Train to Busan’, ‘Desierto’, ‘Salt and Fire’)

Lo social a través del género

 

George A. Romero estaría contento al ver que los zombis presentes en la Sección Oficial de esta edición de Sitges aparecen en films que se preocupan por el subtexto social de su monstruo preferido. Posiblemente, criticaría que son de los que corren, pero eso ya es secundario.

Seoul Station, de Yeon Sang-ho

Seoul Station, de Yeon Sang-ho

Yeon Sang-ho (The Fake, 2013; The King of Pigs, 2011) llegó al festival con una doble ración de su cine. El díptico formado por Seoul Station y Train to Busan (ambas de 2016) funciona como una moneda de doble cara, con la que nos acercamos a un mismo acontecimiento desde dos lugares diferentes en un tiempo casi paralelo. Mientras que en Seoul Station (única película de animación de las dos, por cierto) el director surcoreano se centra en el inicio del brote que trae el Apocalipsis zombi, en Train to Busan nos sitúa en las consecuencias de tal hecho en carnes de uno de sus agentes responsables. No podemos descuidar que, ante todo, aquello de lo que reflexiona Yeon es de la crisis económica internacional, de quienes la han padecido y de quienes la provocaron.

En Seoul Station todo empieza cuando un mendigo fallece y resucita extrañamente en plena calle. La clase económica más baja de la sociedad es la primera afectada, y no es una interpretación baladí, pues durante la película se pueden cazar briznas de conversaciones sobre la sanidad universal u otras de carácter clasista sobre la cada vez mayor presencia de pobres en la ciudad. No hay sutileza, decíamos, en este subtexto, y más aún cuando esta temática sigue presente en Train to Busan, una suerte de Snowpiercer (Bong Joon-ho, 2013) en la que un agente financiero viaja con su hija en un tren que irá siendo presa, poco a poco, de la situación que acontece en la zona. El protagonista, marcadamente egoísta e insolidario (en contraposición a su hija pequeña, a quien espeta en un momento una sentencia lapidaria: “En momentos como este, debes cuidar solo de ti misma”), es una clara metáfora de aquellos responsables de la crisis económica, algo que la propia película confiesa cuando se desvela que el proyecto en el que trabaja el personaje es la causa del brote de zombis.

train-to-busan

Train to Busan, de Yeon Sang-ho

La politización del desastre (con un gobierno ausente que culpa a los manifestantes de los hechos) y la presencia de ese bróker que no entiende de generosidad, nos lleva a la pregunta sobre quién es la auténtica sanguijuela en todo el asunto: unos infectados que reciben las consecuencias de un problema ajeno o unos causantes que se han aprovechado de la mayoría en beneficio propio. Yeon no se oculta, no se anda con chiquitas, y su crítica es de brocha gorda, por lo que tanto en Seoul Station como en Train to Busan pronto se olvida de subtextos para obedecer a pies juntillas las estructuras clásicas del género: personajes que van muriendo, acción constante, dramatismo in crescendo (con giro vertiginoso e ¿innecesario? hacia el final)… Ambas películas son hijas de Romero, quizás no en su estilo fílmico pero sí en todo lo que reivindica el cineasta estadounidense.

El debut de Jonás Cuarón, Desierto (2015), puede tacharse de simplista y maniqueo, se puede exaltar por su ritmo y por su capacidad para mantener la tensión, y también puede ser acusado de cobarde por ese plano final que huye del discurso que mantenía la película en busca de calma para los bolsillos de los productores. En cualquier caso, su estructura en forma de combate de boxeo desigual es sencilla y no tiene miramientos: un grupo de mexicanos se adentran en el desierto buscando una nueva vida en los Estados Unidos; mientras que, en el otro lado, un patrio con bandera confederada se dedica a hacer limpieza étnica de sus tierras a base de caza humana con los inmigrantes. Una sinopsis simple pero de actualidad, no solo porque a nivel político uno de los candidatos a la presidencia estadounidense promueve la construcción de un muro en la frontera de su país con México para evitar esos éxodos, sino porque entre la población negra existe cada vez más una sensación de supremacía blanca de las autoridades que acaban con cuanto menos cuestionables asesinatos de civiles a manos de las fuerzas de seguridad.

Desierto, de Jonás Cuarón

Desierto, de Jonás Cuarón

El racismo norteamericano en el cine ha dado sus frutos en los últimos años, un tabú que parecía imposible de romper pero que con los acontecimientos antes comentados requiere del exorcismo que ofrece la ficción. Cuarón, mexicano, centra el conflicto en su país, pero este es fácilmente extrapolable a otros ámbitos racistas e incluso a otros territorios. No sabemos qué es una película necesaria, pero sí sabemos que viendo Desierto nadie en la sala aplaudió las muertes que se sucedían en pantalla, algo inusual en un cine de Sitges. El drama al que se asistía, por coetáneo y no del todo descabellado, hace del film un documento escalofriante, incluso a pesar de esa mirada simple a un problema tan complejo. Cuarón no se preocupa en profundizar ni en las circunstancias ni en la psique de los personajes (apenas nos ofrece unos minutos de descanso a media película para conocer algo de su historia, con menos énfasis en el sniper asesino), pero consigue que bajo la mirilla del vigilante al que interpreta Jean Dean Morgan buena parte del público se sintiera partícipe de un drama sinsentido.

Salt and Fire, de Werner Herzog

Salt and Fire, de Werner Herzog

Muy diferente es la concepción, más humanista y menos maniquea, que tiene Werner Herzog de los conflictos. Nos escapamos de la Sección Oficial para adentrarnos en un thriller ecológico que se convierte en un viaje al interior de la sensibilidad herzogiana. Sí, Salt and Fire (2016) se construye en base al secuestro de una delegación de científicos de las Naciones Unidas por parte de un grupo de encapuchados, pero pronto ese enunciado genérico da paso a un viaje al corazón de lo social, y se torna en un llamamiento a las interpretaciones humanistas como salvadoras del Mundo. Herzog ofrece bellas imágenes de los paisajes en que filma, pero sobre todo logra (como es habitual en él) que sus actores se olviden de su trabajo para habitar la vida de aquellos a quienes interpretan. Una simple escena con unos niños jugando al parchís, o una secuencia hilarantemente entrañable protagonizada por Michael Shannon al final de la película hacen de la locura y sensibilidad de Herzog una necesidad ante el cinismo y la desesperanza de nuestro planeta. Un golpe de aire fresco, de luz, en medio de tanta hemoglobina.

 

© Mónica Jordan Paredes, octubre 2016

 

Leer aquí el resto de artículos de Sitges 2016