Sitges 2014 (1): Under the Skin / Orígenes / Map to the Stars / Doc of the Dead

Quien esto firma es conocida en su entorno por deleznar con ahínco conceptos como la nostalgia y la melancolía, especialmente cuando están configurados como pilares existenciales. Sin embargo, cabe reconocer que toda repetición arropa en su seno cierta ligazón con un pasado que merece ser reverenciado y experimentado de nuevo, por lo que volver a Sitges tiene un algo de nostalgia (y, si se me permite, un tanto más de masoquismo). Sin duda, no podía empezar esta primera crónica sin volver a responder, esta vez con más reflexión, a la pregunta: ¿por qué repetir en Sitges?

La experiencia como prensa de la edición pasada fue digna de rapapolvo, tal como dejamos constancia en nuestra cobertura. Cuestionarse volver a poner los pies en el Auditori era, pues, una duda franca y que requería una argumentación sólida tras su decisión. Finalmente, volvimos a dar una nueva oportunidad al festival confiando en que las quejas del 2013 habían llegado a buen puerto y que, pese a nuestro ceño fruncido, la relación entre certamen y prensa habría mejorado en esta edición. En definitiva, creíamos en la posibilidad de otra realidad.

 

De otras realidades

 

Si buscamos precisamente otra realidad en este Sitges 2014, lo primero a lo que nos aferramos es a Under the Skin, la historia de una extraterrestre que se disfraza de humana para interactuar con nuestro mundo. La estructura de la película es a la curiosidad lo que el test de Léger a la resistencia. El filme de Jonathan Glazer se inicia con la presentación de su protagonista femenina, una muchacha sin nombre de quien pronto se nos señala su origen alienígena.

Alcanzado el primer objetivo de acicalarse como una mujer humana, la vemos conduciendo una furgoneta en busca de un objetivo masculino a embaucar. Es un ser inteligente y elige a conciencia la víctima más susceptible de ser cazada. Punto y aparte. El primer pitido del test de Léger, reboot.

De nuevo con nuestra protagonista en el coche, repetimos la misma acción, pero esta vez se nos lleva un poco más allá y alcanzamos a ver al chico elegido y lo que pretende hacer con él: le incita a tener relaciones sexuales. Punto y aparte. Segundo pitido del test de Léger, reboot.

Regresamos a la misma situación inicial, solo que a cada reinicio Glazer nos permite llegar algo más lejos en el proceso repetitivo de su personaje hasta que alcanzamos a entender que el objetivo de Scarlett Johansson se escapa a nuestros conocimientos. Simple y llanamente, lleva a sus víctimas a un lugar en el que son absorbidas para… ¿Para qué?

Film Review Under the Skin

Ese vaivén constante en las acciones de la protagonista de Under the skin potencia la sensación hipnótica que ejerce la película, a lo cual se suma la curiosidad o, mejor dicho, la extrañeza por no entender exactamente qué ocurre. Hipnosis, curiosidad y extrañeza. En efecto, Under the Skin logra hacer sentir más que contar. Es una película en la que perderse bajo un ritmo que convida a la monotonía mientras su contenido despierta los sentidos y la mente.

El síndrome de Estocolmo ya nos ha aspirado cuando, en un cambio de paradigma, la protagonista cesa su actividad para, precisamente, aceptar conocer ese cuerpo extraño en que vive secuestrada, así como el mundo que le rodea. En su nuevo rol humano, se sentirá embaucada por los sentidos (como nos ocurre a nosotros como espectadores); sorprendida por la interactuación de su cuerpo con el de otra persona o con una simple hormiga que explora sus dedos; y fascinada por el tacto y la visión de su cuerpo receptor, ese que observa y palpa frente al espejo una y otra vez. La extrañeza sobre la propia identidad y, sobre todo, la curiosidad por conocerse y conocer, es lo que Jonathan Glazer contagia en su nueva película. Invita, con su primera mitad, a cuestionarse esas otras realidades que dan título a esta primera crónica, pero lo más importante es que invita al mismo tiempo a autocuestionarse y preguntarse por uno mismo. Somos auténticos desconocidos en cuerpos ajenos.

En su singularidad y en su subjetividad, Under the Skin carece de confrontación, al fin y al cabo es la pura exploración de la propia identidad, un tanteo constante a través de todos los sentidos y del intelecto. En ese aspecto, Orígenes (Mike Cahill) juega a ser su reverso, pues escoge el enfrentamiento para sentar las bases de esas otras realidades. Un científico convencido se enamora de una muchacha muy espiritual tras haber quedado prendado de sus ojos en una fiesta de disfraces. El cuento de Cenicienta se adapta aquí y modifica el incómodo zapato de cristal por ese par de ojos que a nuestro protagonista (Michael Pitt) le permitirán encontrar a su amada tras haberle dejado plantado con la llegada de la medianoche. No obstante, son un sinfín de casualidades las que llevan a nuestro particular príncipe a hallar a su enamorada, que serán una excusa para situar al joven en el centro de una crisis existencial. Su tan cacareada creencia en la ciencia se verá francamente cuestionada en favor de una, otra, realidad más espiritual que acaba entrando en su vida a modo de tsunami.

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Cahill es un experto en desmontar las cómodas tablas de salvación que son las creencias establecidas. En Otra Tierra, ya planteaba una dualidad importante: dos planetas Tierra viven paralelamente, sin conocer uno la existencia del otro. Los conflictos personales que despiertan en sus personajes estos descubrimientos son el centro de sus tramas, si bien en Orígenes se le va de la mano el dramatismo y los subrayados musicales, así como ese final en la India (como cuna popular de la espiritualidad) que hace de la película un rimbombante ejercicio pro-otra-realidad.

Creer en lo que se percibe, creer en lo que se intuye y… creer en lo que a sabiendas conocemos como ficción. Doc of the Dead (Alexandre O. Philippe) explora el fenómeno cultura zombi desde, en principio, un recorrido por la Historia. Situando en el folclore haitiano el inicio de los no-muertos y confirmando La legión de los hombres sin alma de Victor Halperin como la primera película del género, el documental invita a los sospechosos habituales del género (desde George A. Romero a Savini, pasando por Bruce Campbell o Simon Pegg) a hablar sobre los zombis y a entrar en los tan habituales como aburridos debates sobre si estas criaturas son rápidas o lentas, si son lo mismo los zombis que los infectados, bla bla bla.

Sin embargo, existe una parte final en este aséptico Doc of the Dead que oculta la verdadera fuerza metafórica de esta moda. Mientras Romero se pregunta por qué la gente disfruta disfrazándose de zombi y participando en pasacalles, una fan explica que esa es la manera de amenazar con una revolución. “Miles de personas somos capaces de organizarnos por una causa; ese es el mensaje subliminal que estamos enviando”. Visto así, queda la mar de subversivo, pero que esa causa sea festiva y poco definida, que no sea una denuncia en sí sino una simple cuestión de forma, es lo que, de algún modo, nos recuerda la potencia metafórica de estos seres: no piensan, se mueven por instintos… Pero son peligrosos precisamente por ello.

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La alineación social es una forma de otra realidad, como bien vemos en los personajes de Maps to the Stars. El David Cronenberg más González Iñárritu y más zafio entrega con su nueva película un retrato irónico y malsano de la vida de las estrellas de cine. Si bien ya había algo de ello en Cosmopolis, en aquella el lugar (la flamante limusina) servía de metáfora para la distancia entre la sociedad de a pie y los yuppies que controlan el sistema financiero. En Maps to the Stars no vemos al otro, a la gente de la calle, solo a un grupo de seres inseguros que se interrelacionan entre ellos a través de los diferentes roles que son capaces de interpretar. Quizás por su introspección o por cómo Coppola reconocía como propia la miseria de su personaje en Somewhere, aquella película nos resulta un mejor acercamiento al sentimiento de Hollywood. Maps to the Stars se mantiene tras la línea del sarcasmo de una manera tan poco sensible que se torna una telenovela de mediodía.

 

© Mónica Jordan paredes, octubre 2014