SEFF 2013 (1): Una cuestión de tiempo

Double Play / Stray Dogs / Costa da Morte / The Police Officer’s Wife / De occulta philosophia / El último de los injustos / The Immigrant

 

Primera conversación: el tiempo presente

En una escena de Double Play: James Benning and Richard Linklater, los dos cineastas conversan sobre la naturaleza del tiempo cinematográfico. Benning celebra la extensa duración de los planos de una ficción como Antes del anochecer, pero Linklater rebaja el entusiasmo de su colega al considerar que la suya es una película narrativa en la que el tiempo queda camuflado por el relato, al contrario de lo que ocurre en los filmes experimentales del responsable de Ten Skies. En síntesis: si en la obra de Benning el tiempo significa por sí mismo, en la de Linklater el tiempo tiene una función. Esa ligera diferencia no impide que ambos directores confluyan cuando capturan el paso del tiempo, como ocurre con Linklater en la trilogía de Ethan Hawke-Julie Delpy y en el proyecto Boyhood, y con Benning en la dupla formada por One Way Boogie Woogie y One Way Boogie Woogie/27 Years Later. Dichas consideraciones temporales abordadas en el documental de Gabe Klinger no solo alumbran las carreras de sendos creadores (y amigos) sino también nos dan pistas para interpretar algunos de los títulos de este SEFF 2013.

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Nadie como Tsai Ming-liang para ejemplificar lo conversado en Double Play: su obra es tanto un estudio sobre el paso del tiempo como sobre su significado. La constatación física del primero de los dos aspectos la hallamos en el cuerpo de Lee Kang-sheng, el actor-musa que ha envejecido en el cine del director malayo desde All the Corners of the World hasta la actualidad. En cuanto al segundo, no existe, por supuesto, una definición concreta, pero sí una reflexión visual continuada, apasionante, que alcanza su cénit en la deslumbrante Stray Dogs. Es innegable que esta película contiene mucho del universo de Tsai (la soledad, los actores-personajes, Taipei, lo fisiológico, la lluvia, la contemplación, las lágrimas, los alimentos, la modernidad), pero más allá de la suma de estimulantes nuevos elementos (los niños, la abstracción, las texturas digitales), lo que sobresale en ella es una mirada frontal a la imagen-tiempo, que se manifiesta en una serie de largos planos fijos (los hay de hasta 14 minutos) en los que lo narrativo se reduce al mínimo en pos de la experiencia contemplativa. Nunca antes, ni tan siquiera en Goodbye, Dragon Inn, el cineasta malayo había llegado tan lejos en este sentido. Y lo cierto es que Stray Dogs se percibe como un ensayo experimental del cineasta sobre su propia obra, como un estiramiento radical de las formas de Tsai para saber hasta dónde pueden llegar. No en vano, tres de los planos más duraderos de la película evidencian su condición metalingüística, pues solo contienen personajes que observan una obra de arte. Ante ello, las preguntas que surgen son inevitables (¿Cuánto tiempo debe durar un plano? ¿Cuánto tiempo se necesita para asimilar una imagen? ¿Hasta dónde puede llegar temporalmente el cine sin convertirse en videoarte?), pero lo que queda es la experiencia, el vivir en el tiempo.

Si los planos de Stray Dogs se plantean casi como un duelo con el espectador, que debe sostener la mirada a la pantalla como si estuviera ante una instalación audiovisual de la que es imposible pasar de largo, los de Costa da Morte se sienten como una experiencia apacible, serena, que se sustenta en una concepción pictórica de los encuadres. No entraremos aquí en la vinculación de Lois Patiño con los pintores románticos, pero sí celebraremos su defensa de un cierto primitivismo formal que entronca directamente con las vistas de los hermanos Lumière. En efecto, los planos generales amplios y fijos del cineasta gallego (particularmente aquellos que incluyen a pescadores) se asemejan a los de piezas como Les chutes o Barque sortant du port, donde la cámara se sitúa distante para descubrirnos una maravilla natural (el agua) que empequeñece lo humano. Sea como fuere, la mirada de Patiño no puede ser tan ingenua como la del cine de finales del XIX e incorpora un trabajo relevante con el sonido, que tanto musicaliza las imágenes hacia una abstracción que trasciende lo documental como da voz a este paisaje gallego mediante las conversaciones de los que lo habitan. La duración sostenida de los planos de la película deja de ser entonces un capricho formal para convertirse en una decisión estética coherente con los ritmos de los seres humanos de una época y un lugar concretos. Costa da Morte nos permite sentir su concepción del tiempo.

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Los riesgos de trabajar con la materia temporal sobrepasan a The Police Officer’s Wife, que no se preocupa tanto por la duración de los planos como por la del propio largometraje, que alcanza los 175 minutos sin que ello tenga una justificación convincente. Lo más llamativo de la película de Philip Gröning, que aborda la violencia doméstica en el hogar de un matrimonio y su hija, es su estructura conformada por 59 escenas —claramente enunciadas por cartelillos en un fondo negro— con las que el cineasta parece reclamar la importancia de todos los instantes de una relación. Las secuencias contienen ocasionalmente florituras formales (los logros visuales del plano de la bañera son muy reseñables), pero en líneas generales están rodadas desde una distancia propia de una cámara de vídeovigilancia, lo que provoca una igualación estética y argumental de los momentos relevantes con los insignificantes, de los alegres con los tristes y de los bellos con los atroces. Esta no intervención, este no posicionamiento ante la violencia, se siente como una impostura de Gröning equiparable a la del Jaime Rosales que mira el terrorismo con teleobjetivo en Tiro en la cabeza.

Al contrario que en las películas de Tsai y Patiño, en las que la forma emerge de forma natural tanto por la trayectoria de sendos cineastas como por aquello sobre lo que quieren reflexionar, en The Police Officer’s Wife uno tiene la impresión de que el cineasta impone un dispositivo estético desde fuera, sin cuestionarse si se trata del más adecuado para abordar el material emocional que tiene entre manos. El uso del tiempo resulta así especialmente molesto. No tanto por la extensión variable (y caprichosa) de las escenas sino por la imposibilidad de habitar en ellas a causa de la construcción restrictiva de Gröning, que no ofrece ninguna revelación significativa sobre el tema abordado, pero tampoco permite que sintamos el tiempo de sus personajes o de sus imágenes. La película, por tanto, no puede decir nada porque todo lo debe decir el cineasta. En ella, nos sentimos atrapados, enclaustrados como la pareja protagonista.

 

Segunda conversación: el tiempo pasado

En una escena de De occulta philosophia, el director del documental, Daniel V. Villamediana, conversa con uno de los músicos que lo protagonizan, Andrés Alberto Gómez, y debate con él las similitudes y diferencias entre el cine y la música. La secuencia, que encuentra un singular equilibrio entre lo pedagógico y lo espontáneo ya presente en los diálogos de La vida sublime, verbaliza uno de los objetivos perseguidos tanto por el grupo La Reverencia (el conjunto de música barroca que lidera Alberto Gómez) como por la propia película: el hacer revivir un tiempo pasado. Si en Stray Dogs, Costa da Morte o The Police Officer’s Wife, los planos se conjugaban en presente, en De occulta philosophia a ese tiempo verbal se suma otro del siglo XVII, la época en que se compusieron las obras que interpreta La Reverencia.

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La conversación deja, en este sentido, un apunte fascinante: el cine busca embalsamar el tiempo, pero la música se resiste a ello porque cada vez que es (re)interpretada resulta distinta, ya sea por la velocidad al tocar las notas, por un olvido del músico, por el espacio elegido, por el instrumento, por la percepción auditiva del oyente… El planteamiento admite equiparaciones con el cine (la sala, la condición de la copia, la proyección, el esfuerzo del espectador), pero lo encomiable de De occulta philosophia es esa búsqueda de lo imposible, ese deseo por captar algo inasible. En este caso, el reto es doble: Villamediana no solo quiere capturar algo que no puede ser capturado, sino que además va en busca del sonido de un pasado del que solo disponemos de partituras. La modestia formal al filmar los ensayos del grupo –sonido directo, un sola cámara, puesta en escena transparente– sumada a la elección de espacios de rodaje que ya existían en el Barroco de Bach o Monteverdi ayudan a que, por momentos, nos acerquemos a ese tiempo pasado desde un tiempo presente; aunque la muerte nos aceche en las paredes como recuerdo de los peligros de un arte que despierta fantasmas.

Mientras en De occulta philosophia La Reverencia toca en una serie de espacios empleados en el Barroco para acercarnos a los sonidos del siglo XVII, en El último de los injustos Claude Lanzmann lee las memorias de Benjamin Murmelstein en espacios que contienen la barbarie nazi del siglo XX. Ese gesto, el del cineasta que vuelve al lugar del crimen (memoriales, carreteras, estaciones de tren, ruinas, edificios olvidados), es capaz de convocar el tiempo pasado de un modo conmovedor. Tanto es así que las palabras recitadas por el director de Shoah recuperan la Historia que se esconde en unos espacios vaciados de sentido. La fuerza de esos planos de Lanzmann se debe en buena parte a su austeridad formal (un hombre solo luchando por hacer presente el pasado), que contrasta con la opulencia de otra película histórica vista en Sevilla: The Immigrant.

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El filme de James Gray, que se adscribe a la tradición genérica de Hollywood, se desplaza al pasado a través de los decorados, de los colores y del vestuario, pero también a través de las interpretaciones, de los valores morales y de la construcción formal. Su anacronismo, su aparente antigüedad, resulta chocante en el cine norteamericano actual, pero permite un viaje (a quien esté dispuesto a hacerlo) hacia principios del pasado siglo, época a la que Gray se mantiene fiel con agradecido rigor. Su melodrama clásico contenido (un poco a la manera de Terence Davies) estallará, en cualquier caso, en un plano-clausura que abre puertas como la que cruzaba John Wayne en Centauros del desierto. Entonces sabremos que estamos ante un cineasta liberado, cuyo presente nace de todos los pasados del cine.

Y dicho esto, no hay tiempo para más.

 

© Carles Matamoros Balasch, noviembre 2013