San Sebastián 2024
Extraño y feliz encuentro
Esto no es una crónica de la última edición del festival de San Sebastián sino, más bien, la relación de algunas impresiones del cronista después de haber podido asistir a la primera mitad del certamen. Acaso no sean más que notas dispersas sobre una muestra, a su vez, ecléctica. En la programación de Donosti, conviven expresiones cinematográficas muy diversas, lo cual es seguramente su verdadero valor porque el cine actual, sea lo que sea, se resiste ante todo a una fácil descripción, a una ordenación cartesiana. De hecho, ¿no ha sido siempre así, en realidad? Si profundizamos en la historia del cine, ¿acaso las etiquetas y taxonomías no se desestabilizan y todo gana en matices, excepciones, casos aparte? Quizás hayamos habitado siempre en un feliz estado de caos y un festival como el que nos ocupa sea, a su manera, una celebración de ese asilvestrado eclecticismo.
Hablemos de cine francés
De entrada, el cine francés de autor siempre merece un capítulo aparte, aunque su propia heterogeneidad desaconseje considerarlo como un conjunto sólido. Verbigracia: tres significativas películas vistas en el festival y procedentes del otro lado de los Pirineos comparten el tributo cinéfilo como punto de partida pero son radicalmente diferentes. En Lumière!, l’aventure continue, Thierry Frémaux vuelve a comentar multitud de vistas filmadas por los hermanos Lumière, como hacía en ¡Lumière! Comienza la aventura (Lumière! L’aventure commence, 2016). El principal valor del ensayo fílmico de Frémaux reside en el hecho de demostrar que la noción común de modernidad cinematográfica es probablemente un mito, ya que el cine ha atesorado algún componente metalingüístico desde su misma invención: esa autoconciencia que comúnmente asociamos a las nuevas olas está presente, en realidad, desde la filmación de los trabajadores saliendo de la fábrica Lumière. Por su parte, Arnaud Desplechin evoca en Spectateurs el desarrollo de una pasión cinéfila juvenil que pertenece tanto a su vida íntima real como a la ficción de su heterónimo Paul Dedalus. Y, en C’est pas moi, Léos Carax emprende a la vez una rememoración sentimental de su propia filmografía y un tributo a los seres perdidos por el camino y, en particular, al cine de Jean-Luc Godard. “Cada generación debe reinventar el cine”, reflexionó Carax tras la proyección en un diálogo con la cineasta Elena López Riera y con el público asistente, refiriéndose al hecho de que la tecnología impone cada tanto tiempo cambios radicales en la manera de hacer, distribuir y ver el cine. Todos, pues, compartimos ese espíritu experimentador, primigenio y autoconsciente de los tiempos de Lumière que refleja el film de Frémaux. A la vez, Carax evocó en la charla sus primeros años en París, cuando frecuentaba la Cinémathèque y “hacía películas al mismo tiempo que descubría películas”, lo cual entronca con la idea de educación sentimental que transmite la película de Desplechin.
En cambio, otros dos títulos franceses del certamen intentan armar dispositivos de gran sofisticación y aportar propuestas fílmicas originales, con resultados más bien discutibles. La Emmanuelle de Audrey Diwan empieza como un estudio sobre el deseo como pulsión irresoluble, casi trágica, como si su protagonista emulara al Giacomo Casanova de Federico Fellini o a la estrella hollywoodiense de Somewhere (2010), de Sofia Coppola; es decir, a tipos que copulan con una mecánica adictiva, displicente y melancólica. Pero, a medida que la película se va desvelando también como un ácido reflejo de la frivolidad y el materialismo de nuestro tiempo, adquiere un aire más pretencioso y, a la postre, deja una sensación algo banal. Por su parte, Jacques Audiard firma en Emilia Pérez un thriller musical de tono insólito donde el más sanguinario de los narcos se cambia de sexo y conoce a la vez el amor materno y la piedad. Como en Emmanuelle, la ambición del proyecto acaba resultando sofocante; y todo ánimo rupturista queda en entredicho por la tendencia a asentar un relato cerrado y una moral reconfortante, por no hablar directamente de infección sentimental. En cambio, en las antípodas de Diwan y Audiard, François Ozon nos deja, con Quand vient l’automne, un film de apariencia sencilla pero gran densidad entre líneas que nos va sorprendiendo, que siempre va por delante del espectador. Primero, asistimos a los desencuentros entre una madre mayor y una hija díscola y lenguaraz, como si estuviéramos ante un drama familiar de Yasujirô Ozu; luego, la película gira hacia una trama hitchcockiana de asesinato con factores de clase de fondo, a lo Claude Chabrol; finalmente, somos testigos de la conformación de una estructura familiar heterodoxa y de la dignificación social de los marginados y repudiados, como en algunas películas de Rainer W. Fassbinder. El film, en suma, es mucho más estiloso y complejo de lo que parece; y Ozon se confirma como el cineasta francés que sabe tratar con mejor gusto determinados temas sensibles y sociales, llevándolos más allá del topicazo y lo acomodaticio.
Por lo demás, el cine francés desborda sus propias dimensiones para dialogar con relevantes cineastas adscribibles a culturas muy lejanas y generar experiencias tan singulares como estimulantes. La triunfadora de la última Berlinale, Dahomey, de Mati Diop, comienza como la intrigante, despojada descripción del traslado a Benín de unas piezas del Museo del Quai Branly de París, como si emulara la Mudanza (2008) de Pere Portabella, y continúa con la filmación de una emisión radiofónica que resulta, de facto, una larga asamblea en la que un nutrido grupo de benineses discute si la devolución patrimonial es un paso significativo o un insulto dada la racanería que supone restituir solo 26 de las 7.000 piezas expoliadas por la metrópoli. Podría recordarnos al cine militante de los años sesenta, en la línea de Jean-Luc Godard o Guy Debord, pero Dahomey nos deja una sensación general algo etérea, a pesar incluso de rozar el componente fantástico —que era también el ingrediente más sabroso de Atlantique (2019)— dando voz a los espíritus invisibles de los tótems. Por su parte, Hong Sang-soo vuelve a trabajar con Isabelle Huppert en A Traveler’s Needs (Yeohaengjaui pilyo), donde la actriz encarna a una ciudadana francesa que ofrece clases particulares de inglés en Corea del Sur. Por si la comunicación en una lengua adquirida no fuera suficientemente compleja, Huppert interroga a sus alumnas acerca de sus sentimientos más profundos en relación con algo tan abstracto como es la música. En la segunda mitad del film, la protagonista se empeña en algo igual de complicado: la traducción de poesía, concretamente de los poemas de Yun Dongju, fallecido en cautiverio durante la ocupación japonesa. En realidad, el verdadero significado de todo cuanto vemos se encuentra entre líneas, en la electricidad que recorre todos esos momentos embarazosos y diálogos de besugos que mantienen los personajes del film. Hong, que opera una combinación inusitada de máxima transparencia y complejidad sin límites, nos hace pensar a veces en el cine de Jean Eustache, poblado de motivos aparentemente banales como en Le Cochon (1970) y de disonancias entre sus elementos como en Les Photos d’Alix (1982). Y nos demuestra que el laberinto de su cine juguetón y autoconsciente es, simplemente, inagotable. En tercer lugar, Kiyoshi Kurosawa vuelve a situar en Francia su último largometraje, Le Chemin du serpent (Hebi no michi), remake de su propio film homónimo de 1998 que comparte con Le Secret de la chambre noire (2016) un tono extrañamente apagado pero atrayente. El resultado es una especie de film noir a lo Jean-Pierre Melville sembrado de extravagancias, como el propio hecho de que cada personaje que parece comparecer para resolver la trama resulte a la postre una pista más para seguir avanzando por un camino obsesivo de venganza y crueldad. Le Chemin du serpent acaba siendo un film siniestro, intrigante y heterodoxo sobre la mala conciencia, la banalidad del mal y el registro visual del horror, hecho que lo emparenta con el anterior largometraje de Kurosawa, La mujer del espía (Supai no tsuma, 2020).
Así pues, Kurosawa coincide con Hong —y con otros grandes directores asiáticos como Tsai Ming-liang— en mostrarnos que el cine oriental más extraño puede tener, en el fondo, un vínculo íntimo con el cine occidental de género o de autor. En realidad, nos queda más lejos un film como All We Imagine As Light, de Payal Kapadia, cuyo tempo desafía notablemente el tipo de progresión narrativa al que estamos habituados. En conjunto, es un largometraje irregular pero misteriosamente atrayente que contiene secuencias de rara belleza, como un encuentro sexual entre dos jóvenes amantes filmado con una delicadeza y sensualidad dignas de Mia Hansen-Løve. Y la posible dimensión social de lo que nos cuenta Kapadia no devora el film, no se impone pesadamente, como sí sucede en The Seed of the Sacred Fig (Daney anjir maabed), de Mohammad Rasoulof, que se hace pesadísimo y reiterativo. Podría haber sido una película sobre conflictos intergeneracionales y crisis de la familia tradicional como Quand vient l’automne, o un thriller de tono extraño como Le Chemin du serpent, pero prefiere acomodarse en el terreno de un cierto cine de denuncia formalmente desaliñado.
Hablemos de cine español
Justamente los temas sociales pesan mucho también en un cine español de corte institucional, el tipo de películas importantes llamadas a recorrer festivales y pugnar por galardones. Soy Nevenka, de Icíar Bollaín, se arroga una farragosa misión didáctica en torno al acoso sexual y laboral a partir del caso real de la concejal ponferradina Nevenka Fernández. Las contradicciones de la película son las que encontramos habitualmente en la filmografía de Bollaín, en la que el énfasis sobre los graves temas de fondo obstaculiza el pleno desarrollo de un cine vivaz, rítmico y con notable finura para captar con veracidad voces, gestos y ambientes de la España contemporánea. Por comparación, Pilar Palomero parece más cuidadosa con el estilo en Los destellos, largometraje que también oscila entre la edificante lección moral —en este caso, sobre la problemática de los cuidados— y la articulación de una escritura cinematográfica dinámica y veraz. En sus mejores tramos, Los destellos muestra una emotiva delicadeza y puede recordarnos a cierto cine francés compuesto fundamentalmente de personajes y diálogos, a la manera del André Téchiné más inspirado.
Pero el de San Sebastián, decíamos, es un festival ecléctico y variopinto donde también tiene cabida un cine español a contracorriente, imaginativo y, a veces, marginal. No sería esa la descripción exacta de la filmografía de Albert Serra, cineasta con gran proyección internacional que acabó obteniendo la Concha de Oro de esta edición, aunque es innegable que estamos ante un outsider que conjuga un cine harto singular. Sus Tardes de soledad son un episodio más de una obra en la que la humanidad es siempre observada con descacharrante ironía. Apenas hay tres tipos de secuencias en la películas: los desplazamientos en coche del torero Andrés Roca Rey y su troupe, filmados con una cámara fija situada frente a él; la trabajosa ceremonia con la que Roca se atavía con el traje de luces; y sus actuaciones en corridas filmadas en primeros planos y planos medios. El histrionismo del torero en el ruedo y el sobreanálisis de sus compinches en los burladeros o en el interior del coche, amén de la evidente carga homoerótica de los gestos y rituales de la lidia, componen un delicioso antidocumental que pone radicalmente en cuestión las nociones de tema, posicionamiento o descripción que acompañarían a una película convencional de tema. La belleza y la brutalidad de Tardes de soledad son más que suficientes para conformar un film expansivo, inagotable, fascinante.
Han pasado también por Donosti Sueños y pan, de Luis Soto Muñoz, y Reír, cantar, tal vez llorar, de Marc Ferrer, de las que ya dimos noticia a propósito del D’A 2024 y que comparten la virtud de mostrar una palmaria austeridad de medios y, a la vez, una rica exuberancia en cuanto a vínculos con el cine clásico y moderno, pues en ellas laten reminiscencias de Nicholas Ray, Carlos Saura, Pier Paolo Pasolini, Fassbinder o Robert Bresson. La más feliz novedad que nos ha aportado el festival en lo que respecta a ese otro, muy otro cine español, sería Las novias del sur, de Elena López Riera, que puede parecer un documental relativamente convencional pero deviene en una, digamos, variación actual, femenina y feminista de El desencanto (1976), de Jaime Chávarri. Las mujeres del entorno de la cineasta hablan del matrimonio y de sus experiencias en el terreno afectivo; hay giros sorprendentes, los testimonios transmiten una honestidad brutal y todo está filmado con un rigor formal digno de Abbas Kiarostami. Las novias del sur demuestra que la preponderancia de la palabra y el uso insistente del primer plano no son necesariamente limitaciones sino que pueden entrañar una profundidad insondable.
Hablemos de cine americano
Hay otro tipo de cine inclasificable que nada tiene que ver con las derivas del cine español más independiente y que incluso puede florecer en el corazón de la industria cinematográfica o contar con rostros del star system hollywoodiense. Me refiero a experiencias extrañas como The End, de Joshua Oppenheimer, una película musical tan poco común como la Emilia Pérez de Audiard pero mucho más audaz. Tras una catástrofe mundial indefinida pero relacionada con el cambio climático, una familia pudiente habita un refugio subterráneo sito entre pasajes rocosos, como una suerte de Fraggle Rock inhóspito. El motivo da pie al retrato de una estructura social tan poco convencional como la de Quand vient l’automne y a un discurso sobre la mala conciencia de los supervivientes que coincide con el humus temático de Le Chemin du serpent. Y los números musicales en mitad de todo eso resultan tan desconcertantes como lo sería la interpretación de una aria en mitad del desierto o la exhibición de un Paul Gauguin en un glaciar. The End, una experiencia tan poco común que uno no llega a determinar si es un dislate o una obra revolucionaria, transmite la extraña sensación de estar celebrando el cine después de su extinción, después de un fin del mundo que tanto puede ser un nuevo comienzo como el advenimiento de la era de los fantasmas.
No menos inclasificable, kitsch y suicida es la Megalopolis de Francis F. Coppola, que ya comentamos a propósito del Festival de Cannes y que parece situarse también en una era posterior al cine, el relato, la imagen, la civilización y todo en general. Y, aunque pueda parecer un film mucho más convencional, Oh, Canada, de Paul Schrader, es en realidad un relato que se desdibuja y se confunde, en consonancia con la memoria desgastada de su protagonista, en la que se mezclan el pasado y el presente, el yo joven y el yo viejo, unas personas con otras, un viaje a Cuba nunca realizado y el paso de la frontera —efectiva y simbólica— con Canadá. Aunque estén firmadas por dos nombres ilustres de la generación del Nuevo Hollywood, Megalopolis y Oh, Canada representan un cine americano autoexiliado a los márgenes por convicción, lejos del corazón de Hollywood al menos en lo que se refiere al tipo de relato y a las formas. Junto a ellas, una película como Anora parece realizar el camino inverso, pues Sean Baker venía realizando un cine callejero sobre los parias del sueño americano, filmado con cámara nerviosa y profusión de diálogos veloces a lo Howard Hawks, que ahora parece adoptar una hechura algo más suntuosa; o quizás sea un espejismo provocado por la palma de oro con la que fue recompensado en el festival cannois del pasado mes de mayo. Baker puebla su película de personajes estrambóticos a lo Harmony Korine y la dota de un ritmo electrizante cercano al de los hermanos Safdie. Quizás se trate también de un film algo artificioso pero, con todo, la experiencia de ver Anora resulta refrescante y divertida. Como lo es también The Substance, de Coralie Fargeat, una virtual relectura de El retrato de Dorian Gray cuya gran virtud reside en el desahogo con el que abraza el gore más animal, un tono de serie B canalla más propio de la segunda mitad del siglo XX que de nuestros tiempos de ultracorrección. Anora y The Substance, en suma, sugieren que un posible componente aglutinador del cine americano acaso consista en cierto sentido del entertainment, en la capacidad de narrar relatos que nos arrastran irresistiblemente. Quizás esa sea también la principal virtud de Conclave, de Edward Berger, el largometraje más genuinamente hollywoodiense que ha visto este cronista en San Sebastián. Aunque sean productos muy diferentes, Conclave comparte las contradicciones de Soy Nevenka: cuando trata de ser un film policiaco en el marco de un cónclave vaticano, resulta entretenido, eficaz; cuando se comporta como una edificante metáfora sobre las tensiones del mundo actual entre la modernidad y la fascistización 2.0, resulta tedioso.
Que Conclave comparezca en la misma muestra que Las novias del sur es seguramente lo más definitorio y atractivo del festival de San Sebastián. Hablábamos al principio del feliz eclecticismo del certamen y de todo el fenómeno cinematográfico de ahora y de siempre: Donosti nos permite adquirir una cierta perspectiva precisamente por concitar el extraño encuentro entre un cierto cine de autor a la europea que parece concebido para circular por los festivales de aquí y allá, un cine americano que apunta más bien al box office y los Oscar, un cine español que quiere ser popular salvaguardando ciertos estándares estéticos y un cine abiertamente marginal pero excitantemente creativo. No estoy totalmente seguro de que todo ese conjunto tan dispar nos pueda sugerir tendencias, temas en común o alguna idea a propósito del signo de los tiempos. Pero sí, al menos, constato que los forzados discurseos políticos o sociales, pronunciados desde la anécdota, siguen siendo plúmbeos e irrelevantes, como siempre. Ante quienes quieren imponer una pesada losa moral sobre las imágenes, hay que reivindicar una vez más que el cine nos explica efectivamente el mundo pero no cuando nos habla del mundo, sino cuando nos habla del cine. Que hay más posicionamiento, discurso y ética en la manera de Albert Serra de filmar las contorsiones de un torero, en la ambigua transparencia de los diálogos anodinos del cine de Hong Sang-soo, en la desvergüenza kitsch y kamikaze de películas tan poco complacientes, tan imperfectas, como Megalopolis, The End o The Substance. O, tal vez, lo esencial queda resumido en los deliciosos pasajes de Mugaritz. Sin pan ni postre, un sencillo documental de Paco Plaza exhibido en una sección paralela del festival, en los que un grupo de personas degusta sofisticadísimas recetas de alto diseño culinario y, entre otras sensaciones, confiesan la trivialidad de estar comiéndose, por ejemplo, un plato con forma de culo. Porque, más allá de las pretensiones e imposturas, lo importante no es otra cosa más que las formas que tenemos ante nuestros ojos. Ni más, ni menos.
© Lucas Santos, septiembre de 2024