Viaje al centro de la cabellera femenina: rubias

 

Lo rubio: Orden y desdoblamiento

 

En Belle de jour (Luis Buñuel, 1967), Sévérine llega al burdel de Madame Anaïs movida por un deseo de satisfacer unas fantasías que le alejen de su aburrida vida burguesa. Mientras la madame le calma diciéndole “No te preocupes, saldrás de aquí a las cinco”, Sévérine, dubitativa, con su actitud mojigata, gira su rostro hacia el fondo y, en primer plano, aparece su peinado: un moño tenso en su perfección, un peinado en espiral que conduce hacia un negro insondable, el de las propias pulsiones oscuras de la protagonista. Ese moño no es un recogido cualquiera. Es el peinado de Madeleine en Vértigo (1958), la película de Alfred Hitchcock donde la cabellera mejor ejerce de condicionante del deseo y de mecanismo que une el universo ordenado, solar y erótico con las pulsiones caóticas, abisales e irrefrenables que acompañan a ese deseo.

Lo dorado, lo sabía bien el mago del suspense, posee en su condición de inalcanzable el mayor de sus atractivos: en esa aspiración por tomar el reflejo del sol, en ese deseo de alcanzar lo elevado, la pureza celeste, el mismo núcleo cosmogónico del relato de la existencia. Son conceptos provenientes de la metafísica neoplatónica que han ido sedimentándose en un imaginario estructurado, si seguimos los preceptos de Gilbert Durand, en relaciones de oposición. No se trata aquí de ceñirse a una sola aproximación a la hora de analizar la imposición del modelo de lo rubio, pero la de Durand, no obstante, se muestra como bastante pertinente. En cualquier caso, es evidente que existe una equivalencia simbólica entre la imagen de lo rubio y cierta idea de lo sublime. Por tanto, esa imagen de lo claro, de la apariencia apolínea en un momento de la historia de las imágenes, se convirtió en canónica no sin, por otra parte, hacer brotar las sospechas de su naturaleza ambivalente. Como asegura Hélene Frappat: “Lo rubio se constituye, tras la Antigüedad, en el ideal o norma estética, después de la Afrodita helénica, diosa del amor y ‘primera rubia universal’. En la Edad Media, en la pintura y la poesía, la rubia encarna los valores de caballería, desvelando su ambivalencia. De este modo, en los siglos XIV y XV coexisten dos géneros de rubias: María, virgen en la que lo rubio simboliza la pureza; Eva y María Magdalena, en las que la larga y tortuosa cabellera dorada es signo de seducción y lujuria (1).”

Candor, fantasía ensoñadora, actitud naif y al mismo tiempo sensualidad y magnetismo, frialdad y superficie hiperbórea… Las múltiples identidades de la cabellera rubia remiten a una imagen femenina, como afirmaba Frappat, ambivalente, desdoblada en una naturaleza divina y carnal. En tanto que medio de reproducción técnica, el cine no haría más que recrear esa doble naturaleza: réplicas de esas dos rubias antitéticas, dos rostros morales de lo femenino.

 

Peróxido a go-go

“La rubia sufrirá una mutación, bajo el efecto análogo del concepto análogo de reproductibilidad técnica que enunciaría Walter Benjamin en 1935 (2)”. En términos benjaminianos se expresa Frappat para ilustrar la explosión del modelo de lo rubio en los primeros años del siglo XX y no es baladí ese uso. En 1907, Eugène Schueller, futuro fundador de L’Oréal, prueba los primeros tintes capilares de síntesis, cuatro años antes de que se fundara el primer estudio cinematográfico en Hollywood. El tinte conseguiría que miles de mujeres se transformaran en esos clones de las imágenes de pureza a las que cantaban los trovadores y bardos de amor cortés que encontrarían en el cine sus réplicas figurales. Lo rubio se transformaría en producto en serie, la visualización femenina última del modelo de progreso fabril y que, junto al ideal xenófobo que acompañaba el discurso de los totalitarismos, acabaría tomando, de una vez por todas, la posición reinante, por fascista, en el altar de las cabelleras. En la década de los treinta, la invención hollywoodiense de la estrella no es más que “la actriz fatalmente rubia” (3).

Jean Harlow fue la primera oxigenada en pantalla de la mano de Frank Capra en La jaula de oro (Platinum Blonde, 1931), a la que seguiría un desfile de rubias, todas ellas bordeando el fatalismo femenino. Pienso en Ginger Rogers en Vampiresas 1933 (Gold Diggers of 1933, Melvin LeRoy, 1933), en Mae West, Zsa Zsa Gabor, Simone Signoret, Lana Turner, Veronica Lake y, por supuesto, en dos tótems como Marlene Dietrich en La venus rubia (Blonde Venus, Josef Von Sternberg, 1932) y Barbara Stanwyck en Perdición (Double Indemnity, Billy Wilder, 1944). Ya en la modernidad, aparece Jeanne Moreau en su versión platina y ludópata en La bahía de los ángeles (La baie des anges, Jacques Démy, 1963). En ellas, lo rubio es lo turbador, la cabellera que seduce al deslumbrar pero que esconde lo contrario de su fulgor. El noir fue el género en el que las rubias consiguieron plasmar la doblez de esa plástica, el misterio y lo terrible del deseo, siempre destinado a un final trágico. A estos iconos de la feminidad perversa se les oponía su antítesis angelical, donde lo rubio cumplía el sueño de la pureza en los cuerpos de Doris Day o Sandra Dee, virginales féminas encarnando el sueño del ordenado suburbio americano.

Más allá de esa dicotomía arquetípica de las rubias, el cine daría más oportunidades al cabello peroxidado, sobre todo a los más diversos avatares de Lorelei, una de las protagonistas de la novela de Anita Loos Los caballeros las prefieren rubias (1925). Fue llevada al cine por primera vez tres años más tarde de su aparición por Malcolm St. Claire, un trabajo que se perdió con el tiempo, pero fue Marilyn Monroe en el filme homónimo de Howard Hawks (Gentlemen Prefer Blondes, 1953) la que haría célebre el estereotipo de rubia-sexy-tonta-buena. En esa misma época surgieron también Betty Grable o Judy Holliday en Nacida ayer (Born Yesterday, George Cukor, 1950), que vio su remake de mismo título en 1993 con Melanie Griffith como protagonista; amén de Jayne Mansfield en Una rubia en la cumbre (The Girl Can’t Help It, Frank Tashlin, 1956) o incluso Brigitte Bardot; todas ellas fueron iconos de la candidez sexy en unos años en los que Estados Unidos expandía la promesa de la felicidad capitalista. Fueron las imágenes seductoras de la aspiración política de J. F. Kennedy, voluptuosos ángeles de la propaganda de la reconstrucción tras la Segunda Guerra Mundial.

Décadas más tarde, Alicia Silverstone en Fuera de onda (Clueless, Amy Heckerling, 1995) y, especialmente, Reese Whiterspoon serían la respuesta irónica del estereotipo. En Freeway (Matthew Bright, 1996), Whiterspoon se transformaba en una sádica caperucita roja; en Election (Alexander Payne, 1999) encarnaba a una animadora dispuesta a destrozar como fuera a su rival en las elecciones a delegada del instituto; mientras que en Una rubia muy legal (Legally Blonde, Robert Luketic, 2001) se descubre como una mujer con un potencial intelectual más elevado que el de otra rubia contemporánea, Sharon Stone.

El cine contemporáneo, sin embargo, no ha logrado reproducir con tanto éxito el modelo de la rubia que creó en el clasicismo. Por lo menos en Hollywood. De alguna manera, la muerte de Marilyn provocó la muerte de ese sueño áureo. Ella dejó de ser el arquetipo del sex symbol para encarnar a “la rubia evaporada” (4). Y con su desaparición, la idea del triunfo apolíneo de la imagen se esfumaría en una fuga que solo encontraría remanso en la afirmación rimbaudiana del ser en el otro; una afirmación que se apropió Hitchcock en sus prácticas sádicas contra las rubias y que retomaría Lynch en sus historias de desdoblamientos, túneles hacia lo más profundo de la imagen.

 

La rubia es también la morena

Si el paradigma rubia/morena convergía en una relación de rivalidad, la modernidad truncaría esa relación, demostrando que esa asimetría cromática ejerce de sucinto nexo, de hilo y de comunión. El orden apolíneo de la apariencia dorada es solo el velo que cubre el magma pulsional y negruzco del deseo humano. “Apolo triunfa del sufrimiento del individuo por la radiante gloria con la que rodea la eternidad de la apariencia”, dice Nietszche en El origen de la tragedia (5), y uno ve en esas cabelleras iluminadas la reproducción figural de la búsqueda de ese triunfo. No son más que la reproducción ad infinitum de esa constante por el éxito de un modelo soñado. En ellas, sin embargo, nacen las fisuras donde se rev/bela la imagen verdadera. “Dionysos es como el fondo sobre el que Apolo borda la hermosa apariencia; pero bajo Apolo es Dionysos el que gruñe” (6).

Vértigo es, sin duda, el filme donde nace esa ruptura por donde brota la materia de la imagen. La dualidad Madeleine/Judy expone la terrible experiencia asesina del protagonista a partir de una serie de imágenes-abismo donde la luz y lo oscuro convergen en un mismo plano. Tras ver el falso suicidio de Madeleine, Scottie, dibujado como un monigote negro, cae hacia un fondo blanco sin horizonte, un final que es a la vez origen de un relato que le hará regresar inevitablemente a la primera narración, cerrando el ciclo del sueño-pesadilla. Obsesionado con el parecido de Judy, su nueva amante, con Madeleine, le obligará a teñir su mata de pelo negro en ese rubio inmaculado de la muerta solo para descubrir el caos inherente a ese disfraz.

Pero Hitchcock, no obstante, aún se aferraba a la melena dorada como motivo sobre el que atentar. La revelación de la cabellera dual y matérica, de la cabellera caótica y misteriosa que Cloe Masotta trabaja en Abismos de ébano y luz, toma en el cine de Lynch un punto de partida en el discurso de la contemporaneidad. El estadounidense convertirá el motivo de la melena en eje de varios de sus trabajos. En Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986), Sandy (Laura Dern) y Dorothy (Isabella Rossellini) son la proyección del ambivalente deseo de Jeffrey (Kyle MacLachlan). Lynch nos presenta a Sandy emergiendo de la noche oscura, como una Venus surgiendo de lo siniestro. No importa que Jeffrey acabe en el apartamento de Dorothy: regresará hacia la rubia porque en ella el vínculo con lo negro es más intenso, pese al universo inquietante que rodea a la morena. El movimiento es circular. Es un ciclo que se reafirma en su condición de circunferencia y del que no hay escapatoria. En Twin Peaks (1990-1991), el irresoluble asesinato de la rubia Laura Palmer será asimismo la puerta de entrada hacia un escenario amorfo en su significado, sin posibilidad de explicación ni de final.

De este modo, es imposible la linealidad. Lynch lo demuestra nuevamente en Carretera perdida (Lost Highway, 1997), donde el motivo de la cabellera dual volverá a interpretar una posición nuclear, eso sí, de manera aún más depurada. Renee y Alice (Patricia Arquette) comparten existencia fílmica en tanto que doppelgänger. La transformación de la morena en la rubia se pondrá en escena mediante un mecanismo de sobreexposición lumínica, que transforma al personaje en “pura cabellera dorada cósmica, explosiva como una alegoría surrealista”(7). Ese relámpago en pantalla reaparece en Mulholland Drive (2001) como estrategia de unión de lo rubio y la destrucción que le acompaña. En los créditos, tras un intenso vaivén de cuerpos bailando, vemos cómo la imagen de una lumínica Betty (Naomi Watts) se va desvaneciendo en una abstracción rojo oscuro que acaba concretándose en una suerte de cuerpo desenfocado: el cadáver de la protagonista que más adelante descubriremos. Tras esa imagen de sábanas sangre, arranca el malogrado devenir de Rita (Laura Elena Harring), un personaje amnésico y accidentado, resucitado, a quien la angelical Betty tratará de ayudar. La fusión entre esa muerta y la vital rubia tendrá lugar en mitad de una sesión de un onírico teatro de Los Ángeles. Allí sucederá un intercambio de ficciones, subrepticiamente unidas mediante un beso, una pulsión sexual que conducirá al peor de los abismos: la muerte. Aquello que, precisamente, hace presente la vida.

 

(1) FRAPPAT, Hélene: “Blonde on blonde. Brève histoire des mutations de la blondeur au XXe siècle”, Brune/Blonde. La chevelure fémenine dans l’art et le cinéma (VV.AA.), Cinemathéque Français, París, 2010, pág. 43. El original es el siguiente: “La blondeur s’est constituée, depuis de l’antiquité, en ideal ou norme esthétiques, depuis l’Aphrodite des Grecs, déese de l’amour et “premiere blonde universelle” (1). Au Moyen Âge, dans la peinture et la poésie, la blonde incarne les valeurs de chrétienté, tout dévoilant leur ambivalente. Ainsi, aux XIVe et XVe siècles, deux genres de blondes coexistent: Marie, vierge dont le blondeur symbolise la pureté; Ève et Marie-Madeleine, dont la longue et torteuse cheveleure dorée est signe de séduction et luxure”. NOTA: PITMAN, Joanna: Les blondes, une drôle d’histoire, trad. Julie Sauvage, Éditions Autrement, 2005, pág 17.

(2) Ibídem, pág. 45. El original es el siguiente: “Le blondeur subit une mutation, sous l’effet d’un phénomène analogue à celui concept de ‘reproductibilité technique’ qu’énoncera Walter Benjamin en 1935”.

(3) Ibídem.

(4) COHEN, Clélia: “Marilyn Monroe”, Brune/Blonde. La chevelure fémenine dans l’art et le cinéma (VV.AA.), Cinemathéque Français, París, 2010, pág. 180.

(5) En El origen de la tragedia, pág. 16, extraído de DELEUZE, Gilles: “Nietzsche y la filosofía”.

(6) Ibídem.

(7) ORLÉAN, Matthieu: “David Lynch”, Brune/Blonde. La chevelure fémenine dans l’art et le cinéma (VV.AA.), Cinemathéque Français, París, 2010, pág. 163.