Rosa María Sardá
Rosa María Sardá que estás en los cielos
* Este artículo forma parte del Especial sobre la política actoral
Cuenta Pedro Almodóvar que de niño quería ser actor porque creía que quienes hacían el cine eran las estrellas. Los cromos de cine que Bruguera distribuía en las tabletas de chocolate que solían merendar los niños de la posguerra así lo sugerían. Y no mentían: el cine sí lo hacen los actores, al menos en nuestro recuerdo, pues ellos son las referencias humanas destinadas a conformar en nuestra memoria la retahíla de momentos irrepetibles que configuran nuestra nostalgia cinéfila, la evocación de nuestros yos pasados ante las pantallas, aquello que Italo Calvino llamó la autobiografía del espectador. La reciente muerte de Rosa María Sardá el pasado mes de junio ya tiene en el recuerdo la neblina blanquecina y turbia que el ritmo agotador y adormilado de la vida en pandemia ha impuesto sobre todo lo relevante que sucede mientras sobrevivimos, pero 2020 siempre será también el año en que murió la Sardá.
Escribo este texto un poco desde la pena que me produjo ver privado de grandeza el duelo merecidamente imponente que hubiese merecido su arrolladora personalidad de actriz total. De origen autodidacta y disciplina teatral, Rosa María Sardá empezó en la ficción como muchas de las grandes actrices de la historia: como niña sin infancia larga y despreocupada que en vez de rayuelas y juguetes de trapo usó la fantasía como modo de evasión y protección. Quizás por eso la irreverencia y el sarcasmo siempre funcionaron como canales de un estilo cómico que tenía como base el desencanto, esa emoción que tuerce labios desde los tiempos del payaso augusto, y que podría entenderse como el escudo defensivo de una panoplia de personajes femeninos que, en el fondo a su pesar, no acaban de encajar en los mundos en los que son convocados.
Una de mis escenas favoritas de la Sardá está en mi recuerdo de un visionado televisivo de El efecto mariposa de Fernando Colomo (1995). Noelia es una española de mediana edad en Inglaterra que, apretada por la necesidad, se lía la manta a la cabeza y acaba trabajando como cantadora en un bingo para jubilados sin entender ni pronunciar una palabra de inglés. Su hilarante lectura y recital de números no logra componer sentido alguno y los parroquianos se amotinan. «Si no os gusta, subid y hacedlo vosotros», masculla por toda respuesta al barullo de la furia, micrófono mediante, en un impasible castellano con acento catalán que no llega a nadie más que al espectador y sin perder un ápice de su elegante concentración en el trabajo. En este hilarante gag se funde toda ansiedad posible que podamos sentir por el fracaso estrepitoso de la pobre Noelia, que a sus cincuenta lucha por encontrar trabajo en un país extranjero porque se ha enamorado de un señor que lee comics de Star Trek y esto le hace mucho más feliz que su vida de madre resignada en España. Siempre que la vida me ha puesto en una situación por encima de mis recursos he tendido a invocar este gag de la Sardá como imagen de sosiego. La valiente y pasota Noelia como metonimia de tantas secundarias que, ajustadas sus posibilidades de éxito, hacen de su capa un sayo para relativizar el fracaso de sus sueños.
Me gusta pensar en la Sardá como una cómica intelectual, un cuerpo escénico que encuentra en el divertimento presente un refugio a la melancolía del pasado o a la ansiedad del futuro. Como una suerte de hermana mayor del slapstick, su mirada impasible pero perspicaz, —demasiado fija, demasiado abierta— reflejaba una realidad interior objetiva y cortante. Sus personajes parecían conocer el horror real del tren en constante descarrilamiento de Buster Keaton o la soledad del horizonte final hacia el que huía Chaplin y que el consuelo del castañeo feliz de sus talones anulaba. Mientras su gesto torcido invitaba a la ironía, los ojos de párpados tacaños, siempre penetrantes, a menudo protegidos por unas defensivas gafas oscuras —que disuadían todo acercamiento cuando la Sardá no se encontraba en escena—, reflejaban un más allá de esa comedia que su presencia ante la cámara nos hacía disfrutar en presente.
Reina del sarcasmo, genuinamente graciosa y siempre elegante, transitó por prácticamente todos los dispositivos del espectáculo de su tiempo llevándose consigo su marca. Del gag televisivo al monólogo teatral, de la pirotecnia de la maestra de ceremonias a la suspicacia de la entrevistadora audaz o al control del primer plano cinematográfico. En todos los campos sorprendía por su libertad y su disciplina, por su fértil capacidad inventiva y su arte para la improvisación. Los guionistas que la acompañaron la recuerdan convirtiéndose en artífice de muchos de sus personajes televisivos a partir de un solo gesto espontáneo, y sus compañeros de escena por su tremenda autoexigencia. En todos los ámbitos era la Sardá, esa marca propia tan reconocible y tan difícil de conectar con una tradición, un tipo de actriz, una escuela o un lugar donde ya hayamos estado. Se ha dicho que era divertida, genial, malcarada; que tenía un carácter terrible, altanería, arrogancia, antipatía… Lo que es innegable es que era única. En una industria que tiende a generalizar, catalogar y estereotipar las presencias humanas para su serialización y consumo, quizás sea éste uno de los mayores cumplidos que pueda atribuirse a un actor.
Cuando a la Sardá la comparaban, para su asombro, a actores como Keaton, Chaplin, o Bogart, ella no entendía el porqué. También le generaba cierta frustración que, aun teniendo sentido el parangón, sus símiles siempre fueran hombres. Señores, decía ella. Es probable que la crítica, ante la imposibilidad de recordar otra actriz capaz de elevar el desencanto a la elegancia de un Philip Marlowe o a la tierna ingenuidad de un joven Sherlock, no encontrara en su género moldes que encajaran con sus figuras. La Sardá conquistó el artículo delante del apellido como seña de identidad, escudo orgulloso que las actrices dichas de raza conservan contra pseudónimos, nombres artísticos y otros dispositivos de control de la identidad de las mujeres en la cultura. No es una costumbre que abunde tanto en el ámbito cinematográfico como en el teatral, —hay quien veía en ella una mezcla explosiva de Margarida Xirgu y Mary Santpere— por lo que no es poca conquista, sobre todo si tenemos en cuenta que el gran terreno de apropiación del divismo de la Sardá por parte del público fue la televisión, donde brilló como emperatriz del sketch y como show-woman absoluta. Un divista convencido como Terenci Moix vio en ella la única performer capaz de reproducir para el público ibérico aquello que en Estados Unidos habían logrado cómicas como Lucille Ball o Carol Burnett: llevar la magia del juego actoral de la histórica commedia dell’arte a la pantalla doméstica por vía de la tradición del vodevil. Es en el espectáculo televisivo donde todos encontramos a nuestra Sardá particular. La que reinventaba cada día el gag de apertura a su programa, la que se ponía de luto presentando los Goya cuando no le daban el premio a ella, la que se travestía de señora Yaya a adolescente punkie de escena en escena para luego entrevistar a la periodista feminista Carmen Sarmiento vestida de ama de casa encerrada en una cocina de cartón pintado que recordaba a las de Jeanne Dielman o Shirley Valentine. También la que acudía a Tariro, tariro, (RTVE, 1988-1989), programa de su compañero, para parodiar una vida privada de la que siempre se cuidó de no dar parte a los medios, o la que se quitaba la piel de camaleón para recoger de vez en cuando un premio —mayoritariamente honorífico— y aprovechaba para dedicar una bona botifarra a los gobiernos responsables de una pésima gestión de la cultura nacional. Su carrera cinematográfica no puede comprenderse sin entender esta naturaleza de cuerpo-espectáculo que toda show-woman lleva consigo. La capacidad de desbordar los cauces discursivos del dispositivo que captura su arte para dispararlo contra la complicidad de un público siempre receptivo.
En cine dejó casi un centenar de títulos muy dispersos en momentos memorables que agobiarían a quien tuviera que componer para ella un epitafio tranquilizador, como diría Alain Bergala, una de esas etiquetas homogeneizadoras que heredamos de la tradición enciclopédica de la que es tan difícil librarse. Por fortuna la Sardá no fue actriz de canon y gracias al interesante sabor de sus impurezas tampoco será recordada como actriz fetiche ni musa de nadie, sino más bien como una figura de sí misma con las que muchos quisieron trabajar. Lo hizo, entre otros, con Berlanga, Colomo, Trueba y Almodóvar, y con directoras como Daniela Féjerman e Inés Paris o Laura Mañá. Con éstas últimas, por cierto, visitó roles menos asiduos en ella, más ingenuos que sarcásticos, más anhelosos que resignados, como la madre de familia bisexual de A mi madre le gustan las mujeres (Inés Paris y Daniela Féjerman, 2002) o la educadora sexual de un grupo de ancianos en La vida empieza hoy (Laura Mañá, 2010). Desde finales de los 80 aliñó gran parte de las comedias que se rodaban en Catalunya, como las de Ventura Pons o Francesc Bellmunt y en los 90 exportó su marca personal a comedias de autor como Airbag (Juanma Bajo Ulloa, 1997). Su papel en la taquillera Ocho apellidos catalanes (Emilio Martínez Lázaro, 2015) quedará un poco como supervivencia, tal vez de recuerdo para las nuevas audiencias, de lo que tanto nos gustaba del sabor Sardá.
El eclecticismo de su carrera ya venía del teatro, al que la actriz consideraba como una pareja estable, el campo que le había despertado el amor por la profesión en la adolescencia, mientras en el cine, al que llegó en la madurez, decía haber encontrado un amante. Un lugar acogedor y apetecible en el que replantear lo aprendido desde el divertimento. Privilegios, quizás, de los actores que pueden decirse hechos a sí mismos. Tal era el peso de su personalidad en sus obras que era frecuente que sus personajes llevaran su mismo nombre, algo que ocurre en más casos de los que podríamos creer cuando rastreamos en retrospectiva las trayectorias de grandes actrices.
Con todo, la Sardá no fue un personaje protagonista; era la secundaria que rasgaba la cortina, que destrozaba la cuarta pared, llevándose la complicidad del espectador más allá de las normas estables del guión. Hay actrices que se transforman en mujeres anónimas, y otras que alquilan la piel y la vida de desconocidas para plantarse ante el espectador y acabar engañando a todo el mundo excepto al público, un poco como cuando los dioses de la Antigüedad se metamorfoseaban en fascinantes animales mansos para hacer el mal y llevarse sus presas al huerto. La Sardá era una de éstas últimas, no una ninfa engañada, sino una presencia omnipotente camuflada en las pieles de figuras de paso. Una prima donna que fingía ser otras para hacer de ella.
¿Y qué era ella? Una presencia de tono local, catalanísima, que desarrolló la pirotecnia cercana y generosa de todo actor reconocible, en primer lugar, por su público de cercanía. La forja autodidacta en los teatrillos de aficionado barceloneses de los años 70 le habrían dado la base de toda máscara cómica: la verdad de su tiempo. La libertad de explorar y de apropiarse del estereotipo cultural que produce las máscaras escénicas del cómico, esas prótesis de origen antiquísimo que, en su imposible artificialidad, resultan más verdaderas que lo real. La Sardá desplegó las suyas en un repertorio de figuras inolvidables, siempre cercanas al tipo de la dama burguesa, estirada y agorera. La señora desagradable y bien peinada, castradora por deporte, que encarnando con su peinado bien marcado y su rebeca de lana buena a la gente de bien nos está diciendo que la decencia burguesa es tan poco auténtica como sus perlas de cultivo, como sus dientes postizos, como la peca pintada con khol en la comisura torcida de una sonrisa nacional y católica a su pesar. De la televisiva y macbethiana señora Honorato a la altanera matriarca de Ocho apellidos catalanes, la madame fatale a la catalana vino a ser su Colombina, el personaje de base por el que la quisimos y la recordaremos siempre, y que posiblemente permitió el florecimiento de la performance cómica femenina en la televisión en un momento decisivo de la cultura nacional, en el que el arte de las vedettes del vodevil, ese mundo de amazonas de la risa que no había logrado encontrar un lugar en el cine y agonizaba en el gueto de las ruinas históricas del Paralelo barcelonés, migraba a la contemporaneidad de las pantallas domésticas. Shows televisivos como Ahí te quiero ver (TVE, 1984-1987) o seriales como Les nits de la tieta Rosa (Mercè Vilaret y Lluís Maria Güell, 1980), vienen a explicar ese talento por fortuna acogido durante los 80 y parte de los 90 por una televisión que florecía gracias a determinadas coyunturas histórico culturales. Era el caso de escuelas como la catalana Miramar, que, en rica sinergia entre realizadores que habían visto mundo, actores e intelectuales, revirtieron la lógica de la “caja tonta” y la acercaron hacia las ventanas de lo posible, hacia ese tragaluz del infinito que Noël Burch atribuía a las mentes pioneras del audiovisual. Lamentablemente hoy esa forma de hacer televisión ya no existe, pero no hay más que pensar en figuras del one-woman show que hoy resurgen gracias a las ventanas globales, como Phoebe Waller-Bridge o Pamela Adlon, para entender el tipo de genealogía escénica al que pertenecía la Sardá televisiva de los 80, y cuyo arte podemos rastrear, si bien de modo mucho más condicionado, a través de los rasgos que pudo imprimir en su obra cinematográfica.
Si la televisión es el terreno histórico de las show-womans es porque en él podían ser esas artistas de sí mismas de las que hablaba Samuel Johnson a propósito de los personajes de Shakespeare. En cine la Sardá intentó preservar este principio a toda costa y en muchos casos lo consiguió, configurando un recorrido de gran calado si pensamos en la fertilidad de su gesto por forjar momentos irrepetibles. Todos sus personajes cinematográficos llevaron el sello ya consagrado de su máscara, que podríamos localizar en ese derecho irrevocable de sus mujeres predestinadas al fracaso o en perpetua asincronía con el mundo a hacerse llamar de Usted, en mayúscula, desde un respeto que tendría más de cariño que de temor. De tal privilegio ungió el aplomo de Rosa Rosales, la estrella desvencijada y alcohólica que había leído a Stanislavski y que sembraba grandeza a su paso en el rodaje de una coproducción germánico-española de los años 30 en La niña de tus ojos (Fernando Trueba, 1999). Una Agustina de Aragón ebria y asertiva, que alternando whisky con anécdotas de Hollywood, y citas de Lord Byron y Zorrilla con trampas al tute, repartía humor, honor y ética en los estudios de una UFA infestada de nazis. El personaje había sido escrito para Fernando Fernán Gómez, pero fue la Sardá quien le dio a Rosa Rosales el coraje a prueba de bombas de las actrices de raza, figura imprescindible en una declaración de amor al arte y a la filosofía del actor como es el film de Trueba.
De recuerdo imborrable fueron también figuras como Aurora, la matriarca vegana de Airbag (Juanma Bajo Ulloa, 1997). Ese filme donde la Sardá dictaba órdenes y masticaba apios crudos para mostrar la disciplina estoica y el aplomo de una inmodesta madre millonaria que organizaba la boda de su hija con la autoexigencia de una Golda Meir gestionando la independencia de Israel. Dotándole de los gestos de una espartana sin sentido del humor banal, la Sardá convertía a Aurora no sólo en la nota disonante de una comedia disfrutona donde, como todo era posible, los lehendakaris eran negros y las gangsteresas niñas de Fátima, sino también en el rival fuerte a la sombra en un thriller entre bandos mafiosos donde las ansias de poder se perdían en la juerga. Recordaremos siempre a la Sardá sentada en su trono de urdidora, escupiendo vegetales crudos en los momentos de rabia y asomando su rostro por el hueco de una calabaza de peregrino a la que se le había practicado una mirilla para que el personaje, situado en la profundidad de campo, entrara en plano. Sin duda resultaba más coherente adulterar el atrezzo y romper la transparencia de la ficción antes que sacar al personaje de la Sardá, vegana pero sabrosa dama de hierro en permanente oposición, de su inamovible trono.
Nos empeñamos en leer el trabajo de los intérpretes en términos de armonía, cuando lo que nos permite comprender su dimensión son las fugas, las disonancias, la rotura de paredes. Y es que todo gran actor está llamado a desbordar el guión, a impregnar todas sus figuras del cauce materno que corresponde a la propia personalidad, a su identidad divística, como dirían los italianos. Ahí radica la política de los actores, su derecho y voluntad de impregnar sus obras con los tonos de la paleta estética, dramática e ideológica de su repertorio. La política de los actores sólo brilla cuando la puesta en escena se convierte en un vehículo receptivo para su significado, y el agujero en la calabaza de Airbag para la personalísima y excesiva Sardá nos recuerda que, en cuanto a actores, no hay que buscar el encaje, sino el desbordamiento. A las actrices que conquistan el artículo delante del nombre, como la Sardá, no hay que dirigirlas, hay que asimilarlas. No hay que dejarlas romper cosas, hay que romper cosas para ellas.
Quizás porque todo esto altera el orden de ciertos modos históricos de hacer y de comprender el cine, la Sardá no conoció muchos directores que dieran campo a su política en el protagonismo, salvo el caso excepcional de Ventura Pons, que impregnó parte de su cine del inconfundible sabor Sardá, metonimia de una disección sentimental de Barcelona como ficción deseada, y a quien la actriz dedicó su segundo y último Goya. En Actrices (1997) demostró ser el tipo de intérprete total que nos empeñamos en no reconocer a los secundarios: presencia, voz, identidad, gesto e ironía respecto a lo contado. Un estandarte necesario y consciente de su lugar, que no pretendía ni buscaba hacer sombra a la protagonista —en este caso Núria Espert— ni en metraje, ni en glamur, ni en líneas de diálogo memorables, y que quizás precisamente por eso acababa robándole la simpatía del público. En Anita no pierde el tren (2001) nos brindó la ternura de sus fracasadas soñadoras en la entrañable cinéfila Anita, que de niña quería ser Marisol, pero quedó en taquillera de un cine de barrio. Una especie de Rosa púrpura del Cairo sin paternalismos en el que la protagonista, jubilada contra su voluntad, se convertía en activista por sus derechos laborales presentándose cada día en los escombros del cine derruido que había sido su vida para acabar teniendo un romance de cine (francés) con el operario de la grúa de la obra.
Como suele ocurrir con las actrices de base teatral, sus personajes dramáticos fueron más raros pero también más portentosos. En este ejercicio de explorar el talento de la Sardá escanciando la esencia de su denominación de origen, tan propio de Pons, destacó en otros términos Pedro Almodóvar. En Todo sobre mi madre (1999) la Sardá demostró que su talento para destilar del fracaso una sensación de grandeza no era patrimonio de la comedia, género en el que su madera más brillaba. ¿Qué otra cosa sostiene esos primeros planos demoledores compuestos sobre su Rosa, la burguesa impostora que falsifica pinturas de Chagall mientras sangra en un silencio hostil la desconexión con su única hija postrada en el lecho de muerte? Rosa es probablemente la más hiriente de todas las madres del bellísimo retablo de maternidades posibles que es Todo sobre mi madre, a su vez acta confesional del director manchego, cuya carrera se parte aquí en dos hemisferios separados por la vida y la muerte de la madre del autor. Mientras Cecilia Roth, Penélope Cruz o Marisa Paredes encarnan maternidades —reales o escénicas— cuyo amor ha conseguido germinar en quienes las han querido, la Sardá encarna la única madre yerma en el sentido lorquiano de la insatisfacción: carente de amor a su pesar, castradora de su propio legado por designios de la vida. ¿Qué otra actriz podría haber compuesto en dos escenas las ideas tan precisas del amor y la hostilidad de la madre sin empatía, la ciudad como emoción y como apariencia, la burguesía como identidad cultural profunda y avara, anhelante y contenida? Pocas como ella podrían haber cultivado en el espectador la animadversión y la caridad precisas para rechazar al personaje, e indultarlo como parte legítima de un relato donde las leyes de la resiliencia anulan la necesidad de juicio y de perdón. La Sardá podría quedar así en la única madre —y casi la única mujer— a la que es casi imposible amar de todo el universo Almodóvar, fértil en crear secundarios a los que todos y todas nos llevaríamos a casa. Y todo ello contra las leyes que la fotogenia del cine acostumbra a absorber de las efigies níveas y rubias. Porque no lo olvidemos: las sombras de la condición humana anidan mejor en los rostros surcados y oscuros. Y Rosa María Sardá era un cuerpo diurno, un rostro sin sombra, una caricatura de la escuela de la línea clara, más Giulietta Masina que cualquier otro tipo mediterráneo, y capaz, sin embargo, de profundidades de matiz cubista. Sólo este detalle merece que reflexionemos sobre la magnitud de su talento. Y sobre lo que siempre nos habrá quedado por ver.
Creo que el de la Sardá tendría que ser uno de los obituarios más imponentes de la década, al menos para todas las personas que, habiendo formado parte de su público de proximidad, amamos la magia producida por una presencia deviniendo espectáculo ante la cámara o el escenario. De todos los elementos que participan de la puesta en escena, el cuerpo del actor es el dispositivo más primario y esencial dispuesto para nuestra experiencia y goce, para alimentar nuestra sabiduría de la condición humana y nuestro derecho a la joie de vivre. Y Rosa María Sardá tenía todos los secretos necesarios para dominar la alquimia de la que hablaron Diderot, Edgar Morin, Terenci Moix o Richard Dyer. Era cuerpo, rostro, gesto e idea. Cuerpo, cultura y transgresión. Estereotipo y verdad. Piel y postizo. Un espectáculo absoluto, que terminó en el mes de junio, mientras dormíamos la pesadilla de la nueva normalidad y la Sardá se fue a los cielos. De no haber vivido sumergidos en el ejercicio de descodificar la distopía de la pandemia, podríamos haber compuesto para ella un luto mejor. Y no hablo de los panegíricos absolutorios a los que nos tiene acostumbrados el periodismo necrológico institucional —que por cierto ya pidió ex profeso en vida que nos ahorrásemos—, sino de ese tipo de glosas que alargan el recuerdo de lo que fue el actor ante el público de su tiempo para almacenarlo y dejarlo envejecer en barrica.
Igual que Trump da menos miedo volviendo a ver El gran dictador de Chaplin, anhelo el día en que las escenas de la Sardá nos ayuden a ahuyentar los malos augurios de nuestros futuros presentes. Llegado ese momento, yo me encomendaré a la Sardá igual que Mercedes Sampietro invocaba a Gary Cooper en el film de Pilar Miró. Porque es a los actores a quienes debemos encomendarnos, verdaderos dioses lares que habitan y protegen los subterfugios interiores que conforman la arquitectura íntima de todo corazón cinéfilo. Rosa María Sardá que estás en los cielos, líbranos de no saber afrontar el fracaso con elegancia, de sonreír a troche y moche, de olvidarnos del placer de la mala cara y del no. No nos dejes caer en el aburrimiento de gustar a todo el mundo ni en el olvido del arte del insulto, mas líbranos de no reírnos de nosotras mismas y de todo lo demás. ¡Amén!
© Margot Mur, octubre de 2020