Reflexiones sobre la vida y el cine

¿Cómo era estar triste?

* Este artículo forma parte del Especial 10 años de Transit (2009-2019)

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Los viernes a mediodía saco a pasear a Simon, el perro de mi tía, por el Parc de la Ciutadella. Cuando pasamos por un pequeño surtidor que hay junto al Castell dels Tres Dragons, Simon suele meterse en el agua para dar una vuelta y remojarse. Es curioso comprobar cómo casi siempre que Simon se introduce en el surtidor algún viandante se detiene para hacerle una foto con el móvil. Su baño dura apenas un minuto, si llega, pero ese lapso basta para que su lengua satisfecha y su pelo mojado sean capturados en imágenes que luego quizá sean compartidas con otras personas. Yo mismo, en ocasiones, he subido fotos suyas y de cualquier otra cotidianidad que me divierta o me llame la atención a Instagram. Pero no puedo evitar sentir cierta inquietud ante esa especie de consenso acerca de la idoneidad permanente de fotografiar a un perro tomando un baño. Como si fuera el instante a atrapar, lo más hermoso del mundo; y en realidad, es más fácil que lo sea para quien se cruza casualmente con nosotros que para mí, que he incorporado ese momento del paseo a la rutina de los viernes.

Adiós al lenguaje (Adieu au langage, Jean-Luc Godard, 2014)

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Puede que sea un síntoma de agotamiento, pero a veces, últimamente, me atormenta mi relación con las imágenes. O me da por pensar en ello más a menudo. Pienso también en cómo algunas mujeres de mi familia viven en un perpetuo arañarle minutos, horas, algunos días al trabajo, tanto al remunerado como al de cuidados, mientras yo he dispuesto de cantidades industriales de tiempo. Y nadie me ha pedido cuentas por ello, por el poder picotear exhaustivamente una extensa retrospectiva dedicada a John Ford y a Howard Hawks en la Filmoteca, por ejemplo, o volver a ver algunas películas cada vez que las ponen en algún lugar simplemente porque puedo. Cuando te dedicas a esto durante años terminas por darte cuenta de que, por más que te empeñes en aglomerar películas vistas, todo se olvida, todo desaparece paulatinamente. En la memoria queda un registro de momentos: tu primer encuentro con cierta película o cineasta, un plano que te estuvo dando vueltas por la cabeza unos cuantos días, las personas con las que compartiste aquella tarde o aquella libreta que dejaste olvidada en el bar. Pálpitos, sensaciones, cicatrices. Cuando escribes sobre películas e intentas alcanzar un cierto compromiso con el mundo que te rodea, una forma de estar y de vincularse, necesariamente cabe replantearse tu relación con las mismas, máxime en unos tiempos en los que nos asola una superpoblación de estímulos audiovisuales y, además, la tendencia y el algoritmo aspiran a guiar los hábitos de consumo de las personas. Sobre todo esto escribió hace unos meses Enric Alberó, en su blog en El Cultural, un certero artículo con el que este texto comparte algunas inquietudes.

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A veces resulta curiosa la manera en que privilegiamos en nuestra mente algunas experiencias vividas. El verano de 2014 adquirí un pack que incluía dos cortometrajes y las cuatro primeras películas de Jacques Rozier, quizá el menos recordado de los cineastas que orbitaron alrededor de la Nouvelle Vague. Vi todas las películas en apenas un mes, más o menos a disco por semana. Acababa de salir de mi primera relación sentimental, que había sido particularmente intensa, y puede que también influyera mi repentina sensación de ser devuelto al mundo, pero ocurrió que los filmes de Rozier me hicieron feliz. No puedo expresarlo de otra manera: necesitaba volver a conectar con las películas y hallé un sendero luminoso y refrescante, por el que daba gusto pasear, en los tiempos dilatados de Du côté d’Orouët (1971) o Les naufragés de l’Ile de la Tortue (1976). Al fin y al cabo, las películas de Rozier, que siempre se despliegan guiadas por una dulzona imprevisibilidad, tratan sobre las vacaciones. Y yo necesitaba desesperadamente unas vacaciones de mí mismo. Pero me obsesiona aquel verano —en realidad diría que todo el año 2014 me obsesiona o me resulta muy grato de recordar, puede que sea el más importante de mi vida reciente— porque desde entonces han sido contadas las películas que me han dado tantas ganas de vivir, de escribir y de seguir viendo películas. No diré que no he disfrutado viendo cine porque sería una mentira, pero tampoco miento si digo que donde con más frecuencia me he sentido embarcado en aventuras hacia nuevos territorios ha sido en las sesiones del Xcèntric, sobre las que vengo escribiendo intermitentemente en Transit desde 2015.

Les naufragés de l’Ile de la Tortue, de Jacques Rozier

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En los veranos de la infancia estaban los grillos. Cuando bajábamos del coche después del paseo vespertino, ellos cantaban mientras nosotros nos deslizábamos en la oscuridad, tratando de hablar bajito para no despertar a nadie, cruzando el sendero que llevaba hasta la puerta del edificio y subiendo las escaleras hasta el último piso. Entonces nos íbamos a dormir. Puede que leyéramos algo antes, o viéramos un poco la tele. El día siguiente, durante las dos semanas que permanecíamos en aquel apartamento, se parecería bastante al que se estaba acabando, y estaría bien. Últimamente hemos estado intercambiando audios con Xavi, un buen amigo, a propósito del verano y sus estados mentales: a él le hace sentir bien, lo conecta de algún modo con los grillos y con aquel tiempo de las posibilidades infinitas, mientras que yo suelo atorarme y acabo maldiciendo el no haber sido mejor y más productivo el resto del año, para poder entregarme tranquilamente al hedonismo. Soy más torpe, más vago y a veces me dan calabazas.

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Las vacaciones eran una forma del silencio. Cambiar de lugar para no estar en ningún lugar. Puedo hilar más fino: el silencio era un bien de consumo, aunque lo pagaran nuestros padres. Ahora es un accesorio (también de consumo). Te vas a un camping donde no hay cobertura, pero cada día tienes que salir un rato, ir al pueblo más cercano, a ponerte al día. Hay quien anuncia en sus redes sociales que desconecta, que se toma un tiempo para dar una vuelta por ahí y mirar el techo de la habitación en la que duerme, o mirar a quien duerme bajo su mismo techo. El silencio puede ser un gesto político y, al mismo tiempo, la asunción de un fracaso: ya no podemos con tantas fotografías de perros chapoteando alegremente en fuentes. Podría decir que con lo que no podemos es con tantos artículos (como este, sin ir más lejos) y tantas opiniones y tantos exabruptos, pero una inercia perversa tiende a igualar las fotografías y las opiniones. Son productos que nosotros mismos facturamos. Para distintos estados mentales; los estados mentales también son segmentos de mercado. Netflix ofrece bloques de tiempo de media hora, de una hora u hora y media aproximadamente, que ayudan a digerir la cena antes de dormir y a tener algo de qué hablar esa semana. Lo que no impide que detrás de esos bloques de tiempo pueda haber artistas que narren historias relevantes y aspiren a ser escuchados.

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El pasado 31 de julio viajé en tren a Madrid con el cineasta Juan Carlos Olaria. Él no había pisado la ciudad desde que en 1966 fue a hacer las pruebas para entrar en la Escuela Oficial de Cinematografía. No las superó, pero recuerda la pensión en la que se alojó, cuyo nombre yo ya he olvidado, y también recuerda a Luis García Berlanga, que fue uno de sus examinadores. Tal como me contaba varias anécdotas, parecía que fuera ayer. La Sala:B, un programa mensual de la Filmoteca Española comisariado por Álex Mendíbil, le rindió un justo homenaje proyectando sus dos únicos largometrajes hasta la fecha, El hombre perseguido por un O.V.N.I. (1976) y El diario rojo (1982), acompañados de dos cortos deliciosos, Diálogos ‘camp’ (1973) y Encuentro inesperado (1995). El descubrimiento de El diario rojo, que Olaria rodó hace casi cuatro décadas y no ha decidido mostrar hasta ahora, bien podría ser una de las noticias más importantes de este año en lo que a la arqueología del cine español se refiere.

El hombre perseguido por un O.V.N.I., de Juan Carlos Olaria

Nada más acomodarnos en nuestros asientos, Olaria se fija en cómo toda la gente a nuestro alrededor, incluido yo, dirige la vista hacia sus teléfonos móviles. Él solo utiliza el móvil para llamar o mandar algún SMS. Mientras conversamos, empieza a fantasear con una nueva película en la que una invasión alienígena, o algo todavía peor, nos sorprenda en esa misma tesitura, sin mirar ni al cielo ni al suelo. Puede que ya esté ocurriendo. En Los muertos no mueren (The Dead Don’t Die, 2019), Jim Jarmusch también muestra a una horda de zombis que deambulan en la noche al compás moroso de la luz de sus móviles.

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¿Cómo era estar triste hace, pongamos por caso, treinta años? Quizá esta no sea exactamente una pregunta pertinente o la que debería seguirse de lo escrito hasta ahora, pero es la que me ha surgido mientras terminaba de pensar qué dirección iba a tomar este texto. Podría tratar de desarrollar algunas de las ideas apuntadas, hablar sobre los males que nos acechan, abogar por un uso responsable de la tecnología y proponer otras formas de consumo audiovisual, pero me temo que eso terminaría equivaliendo a que alguien con mucho tiempo libre y una capacidad de autogestión más que discutible te dijera qué es lo que debes hacer para estar más cerca de la verdad y la belleza. Sería un ejercicio un tanto estéril.  Y, de repente, me asaltó esta pregunta. Porque para mí, de algún modo, escribir siempre ha estado relacionado con sacudirse la tristeza. Quiero hacer constar aquí, aunque ahora no me detendré a hablar de ello, que la tristeza me parece un sentimiento hermoso y absolutamente legítimo. Que si estamos tristes es porque hemos sido felices. Es algo que viene y va.

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Lo cierto es que si hay un gesto que hoy se relaciona con la tristeza y la ansiedad, así como con el deseo, es el de agarrar el móvil y comprobar si alguien nos ha dicho algo. Aunque haga cinco minutos que lo hemos comprobado. O arrastrarse mecánicamente por el chorro constante de información de Facebook, Twitter o Instagram hasta que algo nos recuerde que la vida también podría estar en otra parte. El mismo acto de escribir, para mí, es una lucha constante contra esas distracciones. No es conveniente enjuiciar una época con parámetros de otra, pero es evidente que se ha modificado nuestra capacidad de atención. Asimismo, surgen resistencias que, conscientes de que ya no experimentamos lo audiovisual de la misma manera, buscan maneras de crear disrupciones y propiciar que nos sigamos cuestionando las cosas.

Du côté d’Orouët, de Jacques Rozier

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Puede que, al fin y al cabo, siga sin haber mayor disrupción que el encontrarnos y contarnos aquello que nos duele –y sí, también vale si lo hacemos a través del chat de Instagram, una tarde que echamos de menos a alguien que está lejos. Confieso que, así como el verano de 2014 lo pasé bajo el influjo de Rozier, este año he sobrevivido al verano en la ciudad agarrado a una balsa de apenas tres minutos de duración: no he podido dejar de regresar una y otra vez al tramo final de una entrevista colgada en Youtube con la cantante asturiana Lorena Álvarez, cuando ella y Alonso Díaz (el líder de la banda granadina Napoleón Solo, que últimamente acompaña a la cantante en sus conciertos), le ponen voz y música a un breve poema de Gloria Fuertes, “Cristales de tu ausencia”. Tampoco podría explicar por qué me conmueven tanto esos seis versos. La noche de San Juan, que se acabó tornándose mediodía de sol amenazante, tres personas que habíamos empezado la noche en sitios distintos acabamos, sin saber muy bien cómo, tomando cerveza y tortilla seca en una terraza cerca del Paseo de Sant Joan, de la que huimos sin pagar. Joan, a quien días atrás yo le había recomendado que escuchara a Lorena Álvarez, sacó su móvil y buscó el fragmento de la entrevista, del que me había hablado hacía un rato. Nos lo acercó y escuchamos, ausentes y al mismo tiempo exactamente allí. Luego Lara puso El eterno femenino de La Mode, y escuchamos alguna otra canción hasta que pasamos a otra cosa. La noche siguiente, sin haber dormido demasiado, todavía en algún lugar que no era exactamente la cama en la que estaba tendido, necesité volver a esos tres minutos, y he seguido volviendo muchas veces. Antes la soledad podía tener las dimensiones del glaciar desierto de nuestra alcoba, tal y como la evoca Gloria Fuertes en el poema, o de la ciudad por la que caminamos en busca de amigos y refugios o, en definitiva, del mundo por descubrir. Ahora, además, disponemos de nuestros teléfonos móviles, conectados al vasto e incierto espacio de Internet, que muta y se expande constantemente. Estamos conectados y al mismo tiempo más solos y desconcertados que nunca. Pero eso es algo que ya sabemos, que suena un poco trivial y con lo que, de una u otra forma, vamos a tener que lidiar.

 

© Toni Junyent, septiembre de 2019