Recuperando a Henry King
La vigencia formal de Cómo le conocí, Escalaré la montaña más alta y Cabalgata de pasiones
El cine clásico como concepto relativo
Es evidente que analizar tres películas como Cómo le conocí (Margie, 1946), Escalaré la montaña más alta (I’d Climb the Highest Mountain, 1951) y Cabalgata de pasiones (Wait Till the Sun Shines, Nellie, 1952), todas ellas dirigidas por Henry King, no es lo más popular que un crítico o ensayista de cine puede hacer hoy en día. Sin embargo, es posible encontrar en ellas, de forma concentrada, la esencia de eso que se suele llamar cine clásico. Una clasificación, de hecho, que cada día resulta más difícil de acotar, y más todavía si se tiene en cuenta que, actualmente, incluso un cineasta como David Lynch recurre constantemente a su lenguaje —respetándolo en grado sumo, como bien demuestra la tercera temporada de Twin Peaks (Twin Peaks: The Return, 2017)— para luego transgredirlo. Por no hablar de que, en cuestión de contenidos, la aplicación del término clásico resulta igualmente resbaladiza, algo que ejemplifica la sorprendente recepción crítica que un producto como Wonder Woman (2017) ha tenido en algunos círculos cinéfilos que han llegado al extremo de considerar que su mirada sobre lo femenino resulta por igual moderna y feminista —en ambos casos en un plano eminentemente sociológico, no en uno cinematográfico— a pesar de que su discurso no lo sea en absoluto, su puesta en escena resulte deudora de la que los cineastas masculinos han otorgado al género superheroico a lo largo de las últimas décadas, y su más directa responsable, Patty Jenkins, ni siquiera acierte a expresar nada especialmente original o determinante sobre el papel de la mujer en el mundo contemporáneo.
Y he aquí que en Cómo le conocí, rodada nada menos que setenta años atrás, su inteligente (y también guapa) protagonista, Margie MacDuff (Jeanne Crain), relata a su joven hija Joyce (Ann E. Todd) cómo se enamoró de su padre, Ralph Fontayne (Glenn Langan), cuando, siendo todavía una adolescente, el hombre ejercía como profesor de francés en su instituto. Lo particular del caso es que el elemento que, cual madalena proustiana, desatará toda una catarata de recuerdos en la mente de Margie no será otro que unos calzones, descubiertos por Joyce, que, cómo el espectador podrá comprobar a través de un gran flashback, la protagonista era propensa a ver deslizarse (de forma accidental) por sus piernas… o incluso a perder… en manos de su profesor y futuro marido. No contento con ello, el guionista F. Hugh Herbert, basándose en historias de Ruth McKenney y Richard Bransten, pone en boca de la abuela de Margie (Esther Dale), mujer que en sus tiempos fue toda una sufragista, lo siguiente: “Las mujeres deben estar donde ellas quieran. Yo he inculcado en Margie un vivo interés por la política. Espero que algún día… ¡Espero que algún día sea la primera presidente de los Estados Unidos!”. Palabras con las que contradice a Roy Hornsdale (Alan Young), joven pretendiente de su nieta que poco antes habrá cuestionado la militancia política de cualquier mujer: “Mi padre dice que la mujer debe estar en casa”.
A raíz de lo anterior, tal vez sorprenda un poco menos el hecho de que seis años después King muestre en Cabalgata de pasiones cómo Nellie Halper (Jean Peters, actriz que tan solo un año antes había interpretado a una mujer de armas tomar en la magistral La mujer pirata [Anne of the Indies, 1951], de Jacques Tourneur) toma una decisión radical tras haber constatado de manera definitiva que su marido Ben (David Wayne), un buen hombre que parece incapaz de sintonizar con sus deseos y con quien ha tenido dos hijos, no piensa llevarla a vivir a Chicago porque tanto su negocio, una barbería, como su placentera existencia en la tranquila (y ficticia) comunidad de Sevillinois ya le satisfacen plenamente. Semejante desengaño la llevará a aceptar, más por despecho que por amor y en el momento menos oportuno —Ben se encuentra ausente por estar luchando en la guerra hispanoamericana—, la propuesta hecha por Ed Jordan (Hugh Marlowe), un persuasivo y oportunista individuo que a pesar de estar casado con una mujer llamada Eadie (Helene Stanley) pretende llevarla a dicha ciudad usurpando el lugar de su marido. Aunque la tragedia se cebará con la pareja de adúlteros —ambos fallecerán en un accidente de tren cuando se dirigen a Chicago—, la decisión tomada por Nellie en este sombrío drama costumbrista refleja de manera contundente la libertad que, como mujer, ella misma se otorga.
En cualquier caso, la modernidad dramática de estas dos películas de King, a las que cabría sumar la de Escalaré la montaña más alta, no es necesariamente el motivo principal de este artículo porque lo que verdaderamente hace de su visionado una revelación (o, en mi caso, un redescubrimiento) no es tanto una cuestión de contenido como, sobre todo, de vigencia (o incluso sofisticación) de su aparato formal.
Construcción circular del relato
Aunque la puesta en escena de Henry King no es de las que sorprenden al espectador —razón por la que fácilmente podría ser considerada, tal vez sin excesivo fundamento, como invisible—, a poco que uno preste atención a la construcción visual de sus imágenes salta a la vista que el cineasta cuida al milímetro su contenido y que en ellas se dan cita unas constantes muy específicas que acostumbra a utilizar con tanta pertinencia como precisión. En las próximas líneas me centraré únicamente en algunas de ellas —evidentemente hay muchas más— porque resultan clave en las tres películas y porque en ciertos casos pueden extrapolarse a otras propuestas del cineasta.
Sin ir más lejos, los filmes en cuestión coinciden en su estructura circular, estrategia que aunque tan solo afecta a sus respectivas secuencias iniciales y finales deviene prácticamente indispensable para justificar el relato. Al principio de Cómo le conocí, un vistoso movimiento efectuado con grúa eleva la cámara haciéndola penetrar desde la calle en el desván de una casa, espacio en el que la protagonista y su hija adolescente se entretienen revisando objetos del pasado, entre ellos un viejo tocadiscos en el que suena una no menos vieja canción de amor o unos calzones que, como ya he dicho antes, desencadenarán una serie de recuerdos. En buena lógica, cuando el ejercicio memorístico concluya, King recuperará dicho escenario pero para obrar a la inversa: retrocediendo hacia el exterior, la cámara abandonará el desván.
Al inicio de Escalaré la montaña más alta Mary Elizabeth Eden (Susan Hayward) llega a un pequeño pueblo de Georgia para casarse con el reverendo William Asbury Thompson (William Lundigan). Al final, tras haber asistido durante hora y media al desarrollo de sus vivencias, pretexto que servirá a King —al igual que ocurre en Cómo le conocí y Cabalgata de pasiones— para describir, al modo del género americana, el funcionamiento de toda una comunidad, el matrimonio Thompson abandonará el lugar con el propósito de que William pueda evolucionar profesionalmente respetando la regla de su iglesia que señala que un ministro debe pasar de un cargo a otro. Si al principio del filme el espectador veía cómo el tren en el que viajaba Mary se aproximaba a cámara, al final contemplará cómo la pareja se aleja de esta en un carro tirado por caballos; un desplazamiento físico que simboliza el inicio de sendos ciclos vitales.
En último lugar, Cabalgata de pasiones empieza y acaba con una secuencia que retrata, en tiempo presente, un desfile popular con motivo de los cincuenta años de Sevillinois, localidad ficticia y período temporal —comprendido entre los años 1895 y 1945— que habrán visto pasar a varias generaciones de los Halper originadas por el matrimonio formado por Ben (David Wayne) y Nellie (Jean Peters). Lo que mediará entre ambas secuencias no solo es, por supuesto, un gran y tradicional flashback, sino también el paso de la edad adulta al crepúsculo de la existencia.
Ecuanimidad e intensidad dramáticas
Otro aspecto que merece la pena destacar y en el que coinciden las tres películas, en este caso relativo a su aparato formal, lo encontramos en el abundante uso de planos generales o americanos y en el mucho más reducido de planos medios o, sobre todo, primeros planos. Si los planos más abiertos permiten al realizador ofrecer una mirada sobria, nada enfática, sobre el grueso de los acontecimientos —sin caer nunca en lo distante o frío—, así como retratar de forma colectiva la vida de una comunidad, los más cerrados, usados con extraordinaria habilidad, dejan aflorar la emoción cuando esta se hace indispensable.
Valgan como ejemplo de esto último tres instantes de Cabalgata de pasiones que, hacia el final de este filme, se despliegan de manera casi consecutiva. En el primero de ellos, el hijo del barbero Ben, el veinteañero Benny (Tommy Morton), llama desde una cabina telefónica al negocio de su padre para advertirle de que alguien piensa atentar contra Mike Kava (Richard Karlan), gánster para el cual trabaja el muchacho e individuo al que su progenitor atiende en ese preciso instante. El primer plano con el que se recoge la situación ve acrecentada su efectividad por medio de la gran sombra que recae oblicua sobre el rostro de Benny: una decisión que contribuye a definir de un plumazo el tono de la secuencia. El segundo primer plano, insertado escasos segundos después del anterior, muestra al referido Mike Kava, cuyo rostro aparece inicialmente cubierto por una toallita caliente, destapando a medias su semblante para echar una atenta mirada al barbero cuando este habla con su hijo. La connotación de la imagen, que deja entrever el carácter inquietante del personaje, es clara: el gánster desconfía de Ben no solo porque ignora quién es el interlocutor de este sino porque el cariz de su conversación le resulta poco transparente. En el tercer caso, un anciano Ben despierta en su peluquería, tras haberse quedado dormido en manos de uno de sus asalariados, para descubrir con asombro el rostro de su nieta adolescente Nellie, llamada así en recuerdo de su esposa y cuya apariencia es prácticamente igual que la de aquella, fallecida años atrás en trágicas circunstancias: la corta escala de la imagen se corresponde con la intensidad del momento, pues este supone para el personaje algo así como una revelación o un redescubrimiento, por no decir un inesperado reencuentro con la desaparecida.
De Escalaré la montaña más alta tan solo mencionaré un único pero trascendental momento. Me refiero a los diversos y sensibles primeros planos con los que King recoge la congoja que se adueña de Mary tras el fallecimiento de su bebé, al cual habrá tenido que alumbrar de manera prematura. Al notable efecto dramático que ya de por sí producen las sombras en torno a la barbilla y el rostro de la mujer o la lágrima que asoma en una de sus mejillas, debe sumarse la voz de su marido, escuchada en off, mientras entona una plegaria por el alma de su pequeño.
Significación de los espejos
En otro orden de cosas, el puntual uso de los espejos deviene en manos de King un recurso harto significativo y esclarecedor de una idiosincrasia autoral que, en cualquier caso, los cineastas de su época no se tomaban tan en serio como en la actualidad, donde dicho concepto ha pasado a convertirse en una pretensión nada accidental. Una vez más, Cabalgata de pasiones pone en bandeja un ejemplo inmejorable —siendo en este caso Escalaré la montaña más alta la única de las tres películas en la que dicho elemento visual no juega un papel destacado— por la sencilla razón de que en ella desempeña un papel destacado un espacio, la peluquería propiedad de Ben, en el que, como es de rigor, la presencia de tales objetos resulta natural por razones estrictamente profesionales. En consecuencia, podría decirse que la primera ocasión en la que King recurre a un espejo en este filme establece una determinada pauta dramática que quedará férreamente vinculada a dicho objeto. Se trata, nada más y nada menos, que de la presentación de Ed Jordan, personaje que, como he señalado en el primer apartado, separará literalmente a Ben de su amada Nellie. De hecho, el realizador no puede ser más tajante al respecto. Por mucho que el espectador no intuya en ese preciso instante nada al respecto, al fin y al cabo dos secuencias atrás habrá asistido a la boda de la pareja, el realizador se encarga de dejar bien claro el papel que desempeñará Ed por medio de un encuadre que recoge en plano medio, situándolos en primer término de la imagen, a Ben y a Nellie, y, justo por detrás suyo, reflejado en un gran espejo, al susodicho individuo, quien no por casualidad ocupará una posición central en la imagen con la que, en cierto modo, divide o separa, ni que sea de manera simbólica, al matrimonio.
Si bien King no insistirá más con esta idea, la retomará de manera indirecta, o, si se quiere, subliminal, cuando, más avanzada la película, Nellie bese a Ben en los labios con su boca pintada de carmín rojo y este, alarmado porque su mujer se ríe al ver que le ha manchado, se mire en un espejo para limpiarse (1)↓. Aunque el detalle no deja de ser uno más entre aquellos que los guionistas del filme utilizan para reflejar los cambios sociales ocurridos a lo largo del medio siglo que abarca su relato, lo cierto es que su función no tarda en revelarse más importante de lo esperado cuando, escasos minutos después, en una secuencia que describe el desarrollo de un evento social, Ed Jordan besa sin permiso a Nellie y, en consecuencia, los labios del hombre quedan manchados de carmín, lo que da pie a King a, prácticamente, invertir la configuración visual del plano en el que Ben se limpiaba la boca: si este lo hacía en un plano medio que le mostraba de espaldas mirando hacia un espejo situado a su derecha, Ed Jordan hará lo propio pero en una imagen que le mostrará mirando hacia la izquierda. Una oposición visual de los personajes que evidencia en el plano formal su rivalidad.
Un cuarto momento clave de la película en el que el cineasta utiliza con inteligencia la cualidad especular de los espejos tiene lugar hacia la mitad exacta de su metraje, poco después de que Ben, tras haber regresado de la Guerra hispano–estadounidense, haya recibido con incredulidad la noticia de que Nellie y Ed han muerto juntos cuando huían en tren hacia Chicago. La circunstancia impone a nivel dramático un tono sombrío que se corresponde con el convulso y depresivo estado de ánimo del protagonista, quien, hallando refugio en la bebida, se emborracha e intenta destrozar su barbería, acción que solo la oportuna intervención de su amigo Lloyd Slocum (Albert Dekker) logra impedir, si bien no antes de que Ben haya destrozado el espejo de su local arrojando un objeto contra el mismo. La resquebrajada imagen del personaje que el espectador contemplará a causa de ello devendrá, por tanto, una oportuna expresión visual de su fracturado estado interior.
Por su parte, en la más vitalista y desenfadada Cómo le conocí, filme en el que los matices sombríos son casi inexistentes, los espejos acostumbran a reflejar, nunca mejor dicho, la contrariedad que Margie experimenta en ciertos momentos. Primero cuando su abuela consigue desconcertar al pretendiente de la chica, el excesivamente formal Roy Hornsdale (Alan Young), explicándole que su hija será la primera presidenta de Estados Unidos. Después de que Margie haya despedido al muchacho en la puerta, la adolescente apoyará sus codos en una repisa y, situándose frente a un espejo, se lamentará de que con su discurso la mujer haya conseguido ahuyentarle y de que, por esa razón, Roy no vaya a regresar.
Una implicación bien diferente tiene la segunda ocasión en que la chica se contempla en un espejo. Estando en casa con su abuela, Margie recibe la visita del profesor Ralph Fontayne, el seductor hombre del que se ha enamorado, circunstancia que la adolescente aprovecha para averiguar qué significa La Belle Dame sans Merci, título de la balada que el poeta John Keats escribió en 1819 y expresión con la que Roy habrá alabado poco antes sus cualidades como oradora… y también como mujer —“Parecías tan apasionada, tan ardiente”—. Cuando Margie descubre de boca del profesor Fontayne que el muchacho le ha dedicado todo un cumplido, no por casualidad la traducción literal de la frase significa “La bella dama sin piedad”, la joven no puede evitar girarse hacia el espejo que tiene detrás suyo —y que no es otro que el de la secuencia anterior—, para, visiblemente halagada, entornar los ojos, abrirlos acto seguido de forma exagerada y, finalmente, cogerse ambas trenzas para improvisar con ellas sendos rodetes sobre sus orejas.
Sin embargo, el tercer uso dramático de los espejos se caracteriza por un tono menos alegre que, en cualquier caso, se corresponde con los sentimientos que la chica abriga tras haber descubierto que las flores que Fontayne le ha regalado la noche del esperado baile anual no eran en realidad para ella sino que todo ha sido fruto de una confusión, un espejismo afectivo que, eso sí, habrá logrado inflamarla de felicidad por un instante. Por esa razón, Margie se refugiará en su habitación, espacio que en esta ocasión aparecerá cruzado por unas sombras que proyectarán hacia el exterior, de manera simbólica, el sombrío interior de la chica. Mirándose de nuevo en un espejo, Margie se quitará la flor que lleva puesta en el ojal —objeto real que, vinculado a una ilusión romántica, se le antojará desprovisto de auténtico valor sentimental—, con la diferencia de que ahora su acción quedará recogida por un significativo primer plano que no sólo aportará una intensidad extra —respecto a la de los otros momentos comentados, filmados en sendos planos medios—, sino que mostrará cómo la mirada de la chica se dirige hacia la derecha de la pantalla cuando previamente lo había hecho hacia la izquierda, una estrategia —la inversión en la dirección de las miradas— que si en Cómo le conocí se aplica a un mismo personaje para evidenciar el drástico viraje de sus sentimientos, en Cabalgata de pasiones se divide, como hemos visto antes, entre Ben y Ed con el propósito de resaltar el antagonismo de los dos hombres en el terreno romántico.
En función de lo anterior, y asumiendo que en las tres películas el amor deviene, en el plano dramático, una fuerza esencial, no por casualidad el protagonismo de todas ellas recae sobre personajes enamorados o casados, la notoria ausencia de espejos en las imágenes de Escalaré la montaña más alta deviene entonces harto sintomática —tan solo aparece uno, de manera fugaz y tal vez casual, en la secuencia en la que Mary ayuda a Jack Stark (Rory Calhoun) a transmitir un mensaje a su amada, Jenny Brock (Barbara Bates), en el transcurso de una fiesta en la que el muchacho no es precisamente bien recibido, una acción que podría tildarse de furtiva—, básicamente porque en su desarrollo, en el que la tenencia o ausencia de fe deviene una cuestión fundamental, el matrimonio formado por Mary y William Thompson no parece experimentar ningún conflicto o contradicción romántica que haga peligrar su relación, ni siquiera cuando su hijo, nacido prematuramente, fallece tras el parto, o con más razón si cabe cuando, por un breve espacio de tiempo, una tal Sra. Billywith (Lynn Bari) se erige en competidora sentimental de la protagonista, presencia femenina, sin embargo, que hace aflorar en el filme una comicidad que deviene especialmente patente en el tono de la música que King emplea durante sus apariciones yuxtaponiéndola de manera significativa a las desconfiadas miradas y reacciones que una celosa Mary le dedica. De hecho, el único atisbo real de crisis sentimental surge cuando, en el transcurso de la epidemia mortal que azotará al pueblo, una asustada Mary reprocha a su marido que haga falsas promesas de que la joven Jenny se recuperará, pues su pésimo estado de salud no permite augurar algo así. Aunque Mary amenaza incluso con dejarle y marcharse a donde pertenece, sus dudas se desvanecerán poco después porque el médico del lugar le anunciará que la paciente ya está fuera de peligro.
Música y sentimientos
Otra importante característica del cine de King la encontramos en su uso de la música, que siempre contribuye a dotar de un tono muy preciso a la acción o incluso permite balancearla, oportunamente, entre extremos dramáticos opuestos. En el apartado anterior ya he señalado que la aparición de la Sra. Billywith en Escalaré la montaña más alta introduce de forma deliberada, por medio de la música, una comicidad tonal que se corresponde con la impresión que provocan en el espectador las divertidas reacciones de Mary, su rival amorosa. Sin embargo, el filme en cuestión abunda en ejemplos similares. No hablaré de todos pero sí de aquellos que me resultan más atractivos, empezando por el que tal vez me parezca más relevante: el momento en el que el reverendo William utiliza el Coro nupcial de Richard Wagner, compuesto para su ópera Lohengrin (1850), con la harto curiosa intención de reforzar los desgastados lazos matrimoniales de las parejas más veteranas de su parroquia. El momento deviene, simbólica pero intencionadamente, un simulacro (o repetición) de sus respectivas y pasadas ceremonias destinado a recordarles cuáles fueron sus sentimientos e intenciones originales, olvidados, cabe imaginar, a fuerza de experimentar esa monotonía inevitable que el trajín diario les ha impuesto.
No menos liberador se antojará el luminoso canto colectivo que los habitantes del lugar, camino de un picnic, entonarán justo después del fragmento que habrá descrito los efectos de una epidemia mortal entre los habitantes, circunstancia que habrá propiciado, por supuesto, la celebración de funerales. El tema elegido, cuyo título no puede ser más elocuente, In the Good Old Summertime (1902) —En el buen y viejo verano—, con música de George Evans y letra de Ren Shields, aporta una vitalidad que, por contraste, se opone al anterior sentimiento de muerte. En una línea similar pero ya en plena celebración del picnic dominical, los reunidos cantan la conocida y romántica In the Shade of the Old Apple Tree (1905) —A la sombra del viejo manzano—, que, con música de Egbert Van Alstyne y letra de Harry Williams, incide en la emoción anterior y, en un momento dado, se escucha sobre los planos de esa pareja de tortolitos sin oficio ni beneficio —el padre de ella rechaza enérgicamente los avances de su pretendiente— que son Jack Stark y Jenny Brock, quienes, reunidos junto al río y al margen del bullicio popular, hablan de la marcha de ella a Macon, un lugar en el que ella estudiará pero que la mantendrá deliberadamente alejada de él por decisión de su padre. El contenido de la estrofa que se escucha justo al principio de su encuentro no puede ser más preciso porque apunta a la tan delicada (para los amantes) cuestión de la espera: “With a heart that is true/ I’ll be waiting for you/ In the shade of the old apple tree” —Con el corazón en la mano/ Te estaré esperando/ A la sombra del viejo manzano—.
A raíz de lo anterior puede decirse que la música permite a King manipular los sentimientos y emociones del espectador con la más noble de las intenciones. Y aunque todavía existirían más ejemplos de tipo musical, cierro el recorrido por Escalaré la montaña más alta hablando del momento en el que una radiante Mary expresa su alegría tarareando una alegre y conocida melodía —de la que desconozco su título— que escasos segundos antes el espectador habrá podido escuchar de manera extradiegética. La cuestión es que la mujer recurre a esta argucia para, girando y bailoteando en torno a la mesa en la que su marido intenta trabaja, fijar su mirada en ella y, sobre todo, en el vestido que recién acaba de adquirir con el objetivo nada disimulado de competir con la Sra. Billywith. Sus armas de mujer, por supuesto, darán en la diana. Mientras la melodía recupera su condición extradiegética, un perplejo William, consciente del anómalo comportamiento de su esposa, admitirá ante esta que «Estás radiante de alegría. Nunca te he visto tan hermosa».
Otra demostración de que en el cine de King música y sentimientos van cogidos de la mano la constituyen varios fragmentos de Cómo le conocí. Por un lado, el instante en el que la protagonista, Margie, arrebata, ni que sea por unos minutos, a Johnny ‘Johnikins’ de las manos de su amiga Marybelle. Acontecimiento que tiene lugar en una pista de patinaje sobre hielo en el que la chica termina perdiendo sus calzones en manos de su admirado profesor. La imagen inicial con la que King retrata la situación no puede ser más admirable: la cámara filma en plano general y con una panorámica de acompañamiento el deslizamiento que los patinadores llevan a cabo por la pista mientras Roy Hornsdale intenta seguirles. El movimiento de la cámara se acompasa de tal forma a la danza de la pareja —ambos siguen el ritmo del vals Three O’clock in the Morning, escrito por Dolly Morse y Julián Robledo—, que bien podría decirse que aquella baila con estos.
Sin embargo, la alegría de Margie se desvanecerá poco después cuando la misma noche del baile Roy le comunique que se ha resfriado y que, por tanto, no va a poder acompañarla. Primero a solas y luego en compañía de su abuela o de Marybelle, la muchacha escucha, tras haberla sintonizado en la radio y de forma por tanto diegética, la canción April Showers, de Louis Silvers y Buddy G. DeSylva, lo que termina dando paso a un brillante traspaso al mundo real de la canción cuando Margie, mientras la cámara se acerca a su rostro para terminar filmándolo con un apropiado primer plano que capta tanto su tristeza como el deslizamiento de una lágrima por su mejilla, solapa su voz a la de los intérpretes originales y se adueña del sentido de una letra que, despertando sentimientos encontrados y algo agridulces, reza como sigue: “A pesar de las lluvias de abril, mayo sale a tu paso/ Traen las flores que florecen en mayo/ Así que si está lloviendo, no te lamentes/ Porque no llueve lluvia, sabes/ Están lloviendo violetas/ Y cuando veas las nubes sobre las colinas/ Pronto verás montones de narcisos/ Así que sigue buscando el pájaro azul/ Y escucha su canto/ Cuando vengan las lluvias de abril”.
Una ambivalencia, la de la letra de la canción, que literalmente se desvanece para dejar paso a una exultante alegría cuando Margie se apropia de ella por segunda vez para expresar en este caso su felicidad porque su abuela le ha garantizado a un misterioso acompañante para el baile. Tras pedir a la mujer que le deje ponerse un perfume que ella misma le regaló en Navidades —al fin y al cabo, como la muchacha admite, su amiga Marybelle piensa tomar durante dos horas “un baño perfumado con un efecto garantizado sobre los hombres”—, el uso de la música alcanza en el filme su particular culminación visual. Mediante un único pero brillante plano, King retrata cómo numerosas burbujas se acumulan en el techo del lavabo para, a partir de semejante imagen, descender con un suave movimiento de cámara hasta la bañera en la que Margie se frota animadamente con jabón al tiempo que canta la susodicha letra pero imprimiéndole ahora un ritmo mucho más animado capaz de insinuar el radical cambio de sentimientos experimentado por la chica. En consecuencia, la traducción literal del título de la canción, Lluvias de abril, podría ser ahora, en función de otra posible acepción del término Showers, Duchas (o en este caso Baños) de abril.
En lo que respecta a Cabalgata de pasiones, película en la que el uso de la música, a pesar de su importancia dramática, tal vez impresiona menos a nivel visual, basta con recordar que el cineasta la utiliza sobre todo como un medio para expresar un sentimiento popular o colectivo, caso del inicio y el final del filme, donde se retrata la celebración en las calles, al ritmo de la música instrumental interpretada por una banda, del cincuenta aniversario del pueblo de Sevillinois, o de los dos instantes en los que el protagonista, Ben Halper, canta en compañía de sus compañeros de regimiento o de la de aquellos clientes de su peluquería que con el paso del tiempo han devenido sus amigos. Si bien en el primer caso del segundo tipo los hombres repiten el último verso de la estrofa de una canción cuyo título desconozco pero que sin duda alude al deseo que el protagonista de la letra tiene de que su amada le “espere a él” —paradójicamente, la secuencia precedente y la posterior anuncian, respectivamente, la huida de Nellie y su inesperado fallecimiento, que acontece en off—, en el segundo un anciano Ben evoca con nostalgia al contemplar de noche su negocio una jornada en la que él y varios de sus clientes habituales cantaron el romántico tema Wait till the Sun Shines, Nellie, leitmotiv musical del filme que en la secuencia posterior King hará resonar, como si la melodía fuera un eco del pasado del personaje, sobre el referido plano —del que he hablado en el segundo apartado de este artículo— en el que el anciano Ben despierta en la peluquería para descubrir con asombro que el rostro de su nieta Nellie es casi idéntico al de su fallecida esposa.
Importancia de Henry King
El somero repaso anterior a las virtudes formales del cine de Henry King no supone más que la punta del iceberg de su arte, pues en Cómo le conocí, Escalaré la montaña más alta y Cabalgata de pasiones, tres de sus mejores películas, existen otros muchos aspectos a tener en cuenta. El realizador, alguien que entre cortometrajes y largometrajes logró sumar más de cien trabajos —de los que he visto un total de 53—, fue (y es) uno de los pilares fundamentales del cine clásico americano, pues en no pocas ocasiones su obra supo estar a la altura de la de otros coetáneos suyos a quienes la posteridad cinéfila ha tratado con mayor benevolencia: sigue siendo más fácil toparse con entusiastas del cine de Frank Borzage, Howard Hawks, Raoul Walsh o, qué duda cabe, John Ford, que con difusores del de Henry King, a quien se deben no menos de seis genuinas y magníficas películas de aventuras —El explorador perdido (Stanley and Livingstone, 1939), codirigida por Otto Brower, El cisne negro (The Black Swan, 1942), Capitán de Castilla (Captain from Castile, 1947), El príncipe de los zorros (Prince of Foxes, 1949), Las nieves del Kilimanjaro (The Snows of Kilimanjaro, 1952), El capitán King (King of the Khyber Rifles, 1953) y Caravana hacia el sur (Untamed, 1955)—, estupendos westerns como Tierra de audaces (Jesse James, 1939), El pistolero (The Gunfighter, 1950) o El vengador sin piedad (The Bravados, 1958), diversos dramas que oscilan entre lo interesante —María Galante (Marie Galante, 1934), Ramona (1936), El séptimo cielo (Seventh Heaven, 1937), remake de la obra maestra homónima que Frank Borzage rodó en 1927, Lloyds de Londres (Lloyd’s of London, 1936), Chicago (In Old Chicago, 1937), Alexander’s Ragtime Band (1938) o El despertar de una ciudad (Little Old New York, 1940)—, lo notable —Recuerda aquel día (Remember the Day, 1941), Wilson (1944), La campana de la libertad (A Bell for Adano, 1945), Esta tierra es mía (This Earth Is Mine, 1959) o Fiesta (The Sun Also Rises, 1957)—, o lo decididamente brillante, como bien demuestran otras dos cimas de su carrera, La canción de Bernadette (The Song of Bernadette, 1943) y Almas en la hoguera (Twelve O’Clock High, 1949). Un conjunto al que cabría sumar, como mínimo, un título que resulta crucial para el cine silente, Tol’able David (1921), y un drama histórico rodado con brillantez, David y Betsabé (David and Bathsheba, 1951). Unas credenciales que, más allá de lo clásica o moderna que a uno le parezca su labor, certifican la dimensión superlativa de su filmografía.
(1)↑ Un detalle, por cierto, que ya daba pie en Cómo le conocí a una graciosa observación de la abuela de la protagonista cuando una amiga de esta, Marybelle Tenor (Barbara Lawrence), presentaba a su novio, Johnny ‘Johnikins’ Green (Conrad Janis), a dicha mujer después de haber estado besándole y haber dejado por tanto la boca del muchacho pintada de rojo. La abuela decía lo siguiente: «Si te maquillases menos, podrías besar a un chico sin mancharle la cara”.
© Óscar Navales, diciembre de 2017