Re-make / Re-model

Apuntes sobre la destrucción positiva como motor creativo

Nunca he sentido especial apego por el tópico crítico que señala la proliferación de remakes o nuevas versiones de filmes más o menos clásicos (o extranjeros) como un síntoma inequívoco de la escasez de ideas en la industria del cine. Y no porque esté en desacuerdo, sino porque me parece que el convertirse en parásito del talento ajeno siempre ha sido algo inherente a Hollywood. Negarlo sería pecar de ingenuo o idealizar un pasado en el cual los remakes estuvieron siempre presentes. La cuestión es más compleja que eso, pero sigo sin comprender por qué los mismos que cargan contra el reboot de una saga luego acogen con los brazos abiertos películas que no van más allá del calco de esos mismos referentes.

El fantástico es un género especialmente dado a este tipo de operaciones, y todos sabemos lo sentimentales que son (somos) los aficionados al terror, siempre temerosos de que se mancille el recuerdo de los filmes que tienen en su altar particular y a la vez incapaces de abandonar la trinchera que se han construido a base de zombies, vampiros y matarifes varios. Tampoco creo necesario insistir en la óptima calidad de algunos remakes sobradamente conocidos como los siguientes: La cosa (The Thing, John Carpenter, 1982), infinitamente superior a El enigma… de otro mundo” (The Thing From Another World, Christian Nyby, 1951) por mucha mano que Howard Hawks metiera en el original; La mosca (The Fly, David Cronenberg, 1986) o la más discutida El beso de la pantera (Cat People, Paul Schrader, 1982), hipersexualizada revisión de La mujer pantera (Cat People, Jacques Tourneur, 1942). La intención de este texto es fijarse en algunos casos más extremos, en los que un autor pretende articular un discurso más o menos experimental a partir de la cita explícita a géneros en desuso o a películas concretas.

Aunque en el cine sea una rareza, por evidentes complicaciones logísticas del proceso creativo y por lo difícil que resulta comercializar un producto de estas características, el arte de la versión está plenamente asimilado en otras disciplinas como las artes plásticas o la literatura. Por poner ejemplos diametralmente opuestos entre sí pensemos en las interpretaciones que Picasso hizo de cuadros ajenos, especialmente su fragmentación de ese gran juego de espejos que es Las Meninas de Velázquez, o en el gran éxito cosechado recientemente por Orgullo y prejuicio y zombies, novela en la que Seth Graham-Smith reescribe con sorna el clásico de Jane Austen introduciendo considerables dosis de hemoglobina e higadillos. Y hablar de la importancia de las cover en la historia de la música daría para varios libros.

Hay incontables casos de versiones que han sido puntales en la trayectoria de un determinado artista o en el devenir de un género: discos como Pin-Ups (David Bowie), Kicking Against the Pricks (Nick Cave and the Bad Seeds), los álbumes que Johnny Cash grabó en el sello American Recordings durante sus últimos años de vida o la reinterpretación sintética que Walter/Wendy Carlos hizo de compositores como Bach, Haendel o Beethoven (suya es buena parte de la música que aparece en La Naranja Mecánica, además de la totalidad del score de TRON). Cuando John Cale cogió Heartbreak Hotel (pilar del rock’n’roll canónico: Elvis, Sun Records, etc.) y la transformó en chirriante vanguardia, el ex Velvet Underground estaba alertando sobre el inmovilismo que empezaba a asolar la todavía joven música popular a mediados de los setenta: ya había quien ponía el grito en el cielo ante el tratamiento de choque que Cale aplicaba a la canción. Mucho más cerca en el tiempo tenemos el caso de Dirty Projectors, grupo de indiepop que en 2007 tuvo la osadía de reversionar el álbum Damaged de Black Flag (un clásico del hardcore) en Rise Above, con la particularidad de que partían únicamente del recuerdo de adolescencia que su líder Dave Longstreth tenía del disco. El resultado final conservaba escasos vestigios de su modelo, haciéndonos reflexionar sobre las distancias entre la idealización y la realidad, los recovecos e imprevistos de la memoria. Cabe reseñar que este grupo –en ocasiones proclive al manierismo conceptual- también se apuntó un tanto la pasada temporada gracias al single Stillness Is the Move, irresistible píldora de R&B envasado al vacío, una liofilización del género que se sitúa aparentemente en sus antípodas pero mantiene intacta su sensualidad; no en vano ha seducido a la mismísima a Solange Knowles (ex Destiny’s Child y hermana de Beyoncé).

Exponer más casos sería ya irse por las ramas. Sirvan los anteriores ejemplos para dejar constancia del potencial creativo que puede contener una versión. Y, conste que ni siquiera nos hemos parado en el teatro, una disciplina que conlleva implícitamente la idea de la reinterpretación cada vez que una obra se monta encima de un escenario. ¿Acaso tiene algo que ver el Hamlet héroe romántico que se impuso en el siglo XIX con el psicópata rebozado en fango que Thomas Ostermeier trajo al Teatre Lliure barcelonés hará algo más de un año? ¿Qué vestigios quedan de Dante en la tan discutible como estimulante Divina Comedia escenificada por Romeo Castellucci?

Volviendo de nuevo al cine, queda claro que el juego de citas, remixes y recreaciones laterales ha sido patrimonio casi exclusivo de las películas experimentales, del videoarte y de la instalación museística (disculpen por meter en este saco modelos que no deberían considerarse propiamente cinematográficos). Este sería el caso de Horror Chase, videoinstalación creada por Jennifer y Kevin McCoy en 2002 que reproduce aquella mítica escena de Terroríficamente Muertos (Evil Dead 2, Sam Raimi, 1987) en la que el sufrido Bruce Campbell es perseguido por una entidad maligna que toma el punto de vista de la cámara. Los McCoy rodaron de nuevo la escena en un set (más o menos) a imagen y semejanza del original para luego someterla a un software de edición aleatoria y proyectarla en un bucle que jamás se repite de la misma forma. Como decía Jennifer McCoy: “Escogimos el epítome del cine de terror, la persecución, y usamos el software para suspender la narración”.

Tenemos también el caso de Douglas Gordon, ganador del prestigioso Premio Turner, cuyas obras suelen estar vinculadas a clásicos del séptimo arte. La Fundació Joan Miró de Barcelona le dedicó en 2006 una retrospectiva en la que pudimos ver algunos de sus trabajos más reputados, como 24 Hour Psycho (1993), consistente en una pantalla situada en una habitación en penumbras que proyecta una copia sin sonido de la película de Hitchcock ralentizada hasta hacerla durar exactamente 24 horas, extenuante manera de extrañar nuestra relación con un filme que forma parte de la memoria colectiva. Otro de los trabajos expuestos fue Through a Looking Glass (1998), dos pantallas que proyectan simultáneamente el monólogo de Robert de Niro frente al espejo en Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), situando al visitante-espectador en medio de un imaginario tiroteo verbal (1). También hay algo profundamente cinematográfico en la obra de John Baldessari, de quien el MACBA acogió recientemente una amplia exposición suya. No solo porque muchos de sus cuadros usen fotogramas de películas de serie B, sino porque además parecen poseer cierta narrativa interna, una interrelación de planos heredera de Kulechov -no solo eso: Baldessari cita a Godard como una de sus mayores influencias-. 

No salimos todavía del museo, ya que fue en el Xcèntric del CCCB donde, hace unas semanas, pudimos ver uno de los ejercicios de reformulación más radicales de los últimos tiempos (y también un buen ejemplo de los problemas que puede conllevar una operación de este tipo): Deliver (Jennifer Montgomery, 2008), remake de Defensa (Deliverance, John Boorman, 1972) que sigue al pie de la letra el filme original (más que la novela de James Dickey en la que se basa) invirtiendo el sexo de todos los personajes. La idea es altamente estimulante, ya que la película de Boorman pone en la encrucijada el modelo de “macho” hollywoodiense con una brutalidad insólita para la época: la escena en que Ned Beatty es violado por un redneck hijo del sur sigue estremeciendo casi cuarenta años después del estreno del filme. Convertirla en una pieza exclusivamente femenina prometía darle un significado completamente distinto, empezando por la alteración de su título (“deliver” se usa en inglés para referirse al parto). Pero Montgomery incurre en el imperdonable error de moverse exclusivamente en el plano de las ideas, creando un continente de nulo valor fílmico en el que resulta imposible dilucidar nada más allá de la manifiesta incapacidad de la directora por dotar al conjunto de ritmo, tensión o cualquier atisbo de credibilidad. Se trata, en el fondo, de un “high concept” propio de esa “naturaleza materialista” de la industria del cine a la que alude críticamente la directora; una idea sin masticar, que se basta y se sobra (o eso cree) con su misma enunciación.

Que esta película se exhiba en un circuito teóricamente riguroso de cine experimental en lugar de, por ejemplo, la Psicosis (Psycho, 1998) de Gus Van Sant, resulta verdaderamente misterioso para un servidor pero, en cualquier caso, pone de manifiesto las limitaciones que a veces tienen propuestas de este tipo: tienen más gracia cuando te las cuentan que cuando se ha de pasar el viacrucis de visionarlas. Por eso no debería sorprendernos que las verdaderas joyas las encontremos en pequeñas cápsulas difundidas por Internet, como los reconcentrados viewer’s digest que resumen películas enteras en menos de un minuto o aquel legendario falso trailer que convertía El Resplandor (The Shining, Stanley Kubrick, 1980) en una comedia familiar. Incluso Godard parece guiñarle el ojo a esta práctica con el tráiler de su novísima Film Socialisme (2010), nada menos que la película entera aceleradísima hasta comprimirla en unos pocos minutos.

Afortunadamente, siempre podremos acudir a películas como Amer (Hélène Cattet y Bruno Forzani, 2009), de la que se ha hablado largo y tendido en esta revista (texto específico y entrevista con los directores). Podríamos discutir si es legítimo erradicar el componente lúdico a un genero de vocación popular (y crematística) como el giallo y tengo mis dudas de que los admiradores de la película de Cattet y Forzani que no estén familiarizados con este tipo de cine disfruten luego con La tarántula del vientre negro (La tarantola dal ventre nero, Paolo Cavara, 1972), ¿Quién la ha visto morir? (Chi l’ha vista morire?”, Aldo Lado, 1972) o Una Lagartija con Piel de Mujer (Una lucertola con la pelle di donna, Lucio Fulci, 1971). Pero si repasamos entrevistas con algunos de los directores que en un momento u otro se enfundaron guantes de cuero negro nos encontramos con declaraciones de disparatada trascendencia   (2), hechas probablemente para bailarle el agua a la crítica francesa (siempre dada a la fabulación), pero que ayudan a poner en su lugar las intenciones de una película como Amer: alcanzar la abstracción llevando al límite el punto de partida de un genero que, por su propia naturaleza, siempre tuvo un gran potencial para rasgar miradas ortodoxas. La belleza de su resultado estriba en reclamar el derecho a manejar libremente la materia cinematográfica sin detenerse a pensar para qué fue creado en un principio. Que algo ya se haya hecho no significa que no pueda hacerse de otra forma, esa es la clave para comprender el acto de hacer una versión, un remake, una interpretación libre o como se le quiera llamar a toda aquella creación que hace explícito el pasado pero no se deja atrapar por él.

 

 

(1)Douglas Gordon debutó oficialmente como director de cine con el documental Zidane, un retrato del siglo 21 (Zidane, un portrait du 21e siècle, 2006), plástico seguimiento de la leyenda del balón durante un partido. La banda sonora, por cierto, corrió a cargo de los posrockeros Mogwai.

(2) Atención a esta perla del añorado Fulci, recogida por Carlos Aguilar en Del giallo al gore. Cine fantástico y de terror italiano (Donostia Kultura-Semana de Cine Fantástico y de Terror, San Sebastián 1997): “La vida es siempre la muerte de alguien. Yo he estudiado profundamente la obra de Antonin Artaud, y llegué a conocerle en persona, con sus ojos de loco, mucho antes de que se pusiera de moda en Italia. Por esto, mis películas de horror sin un homenaje a este precepto, que encaja con la filosofía de Artaud. Mis imágenes son crueles porque responden a este planteamiento, que justifica la atrocidad”.