Perdida

Homicidio conyugal

 

«Déjese querer por una loca
Es único…».
Déjese querer por una loca, La Costa Brava (2003)

 

La filmografía de David Fincher es la librería de aeropuerto más fría y elegante que se puede encontrar en Hollywood. Si tienes un cansado vuelo transoceánico por delante, en sus estanterías hallarás toneladas de entretenimiento adulto y pasajero para la distracción del espíritu durante el viaje. Desde los inevitables bestsellers de Chuck Palahniuk y Stieg Larsson a clásicos como F. Scott Fitzgerald. En el estante de no ficción conviven el Asesino del Zodiaco y Mark Zuckerberg. Perdida (Gone Girl, 2014), la adaptación de la novela policíaca superventas de Gillian Flynn, es la última incorporación al catálogo. Un relato de misterio sobre las consecuencias de la repentina desaparición de una mujer que quiere dejarte pegado al asiento mientras sus giros imprevisibles lo bambolean más que las turbulencias de la cabina. ¿Pero cómo ha quedado la historia tras recibir lo que podríamos llamar el tratamiento Fincher y su habitual mirada clínica sobre material ajeno?

El acabado elegante está fuera de toda duda. Desde el inicio de su carrera en el mundo de la publicidad y los vídeos musicales, el director nacido en Denver se ha caracterizado por un cuidado primoroso de la superficie visual de su trabajo, limando el diseño de cada aspecto técnico al máximo. Con el paso del tiempo y el afianzamiento de su estatus dentro de la industria, Fincher ha asumido cada vez más control sobre todos los resquicios creativos de sus proyectos con un afán de autoridad potenciado por las malas experiencias que vivió con las destructivas injerencias de producción en Alien 3 (1992) o las que estuvieron a punto de cambiar el final de Seven (1995). Cada nueva película ha sido un paso más hacia consagrar cierta independencia dentro del sistema de grandes presupuestos de las majors. Y, a medida que colonizaba más parcelas de control, el estilo cinematográfico de Fincher se ha ido refinando. Las llamativas cabriolas formales, manipulación de la imagen y lucimientos de cámara de títulos como El club de la lucha (Fight Club, 1999) o La habitación del pánico (Panic Room, 2002) han dado paso a un pulso visual que conserva la tensión continua durante metrajes dilatados, pero desprende una apariencia más estable y reposada.

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Al mismo tiempo, el grupo de colaboradores de confianza del cineasta se ha ido solidificando. Sobre todo a partir de ese antes y después que es La red social (The Social Network, 2010): el director de fotografía Jeff Cronenweth volvió desde los ambientes más oscuros y opresivos de El club de la lucha para quedarse; Angus Wall y Kirk Baxter profundizaron su simbiosis en el montaje; la primera banda sonora de Trent Reznor y Atticus Ross marcó las pautas para la extrema importancia de las atmósferas musicales en aquella y posteriores películas del cineasta. Todas estas aportaciones externas a la visión unificadora de Fincher alcanzan un nuevo nivel de armonía e interrelación en Perdida. Ese equipo de profesionales son las herramientas cinematográficas de Fincher, más que las imágenes, la puesta en escena o los elementos de la narración; lo que el cineasta aporta a la misión de poner en imágenes la novela de Flynn, adaptada en un guión escrito por ella misma. La idea del director de cine como director de orquesta recibe aquí su máxima expresión.

De ahí que sea necesario plantear una hipótesis: las películas de Fincher serán tan buenas como la suma de sus partes. Para él, uno y uno siempre son dos; nunca tres. Cuando hay como base un guión recapitulador de Aaron Sorkin edificado sobre diálogos de arquitectura catedralicia el resultado es muy distinto al de un exploit conspirativo de ambientación nórdica con holguras de consumo rápido, pero también al de un sombrío drama conyugal pasado por el filtro de la novela negra más nihilista. A pesar de que el acercamiento ejecutado sobre cada proyecto sea prácticamente idéntico o, mejor dicho, continuista dentro de un estilo asentado cuyos puntos fuertes están llenos de esmero: embalaje formal de primera categoría, imágenes de limpieza esterilizada y encuadres elegantes, clarividencia narrativa, atmósfera musical abrumadora o adjudicaciones de casting que alcanzan la perfección dentro de la identificación del intérprete con el personaje. Partiendo de ese último punto, dejemos claro que la primera decisión autoral de Fincher en Perdida hay que compartirla con Laray Mayfield, su directora de casting desde El club de la lucha. La elección de Ben Affleck para interpretar a Nick Dunne —¡esa barbilla de villano!— y de Rosamund Pike —su gélida chica Bond se llamaba Miranda Frost por algo— como la esposa desaparecida Amy encauza la fidelidad al texto original de Flynn desde la misma estructura ósea de los rostros de sus estrellas protagonistas.

Otro director estadounidense que tensaba su personalidad autoral dentro de las marquesinas de los grandes estudios y también solía tener muy en cuenta lo que transmitían las caras y cuerpos de sus actores famosos antes siquiera de que se metieran en el personaje era Stanley Kubrick. A decir verdad, en los últimos años Fincher ha despertado no pocas comparaciones con Kubrick, aunque suelen centrarse en la pulcritud visual que comparten y el detallismo obsesivo hacia cada esquina de la producción. Pero, además, el director de La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971)  también sabía cómo buscar los originales literarios para sus películas en las listas de libros más vendidos y hay una interesante recurrencia kubrickiana en la pretendida búsqueda de objetivismo formal del Fincher reciente: sus imágenes tienen ese espíritu maquinal que Jacques Rivette le asignaba a las del deshumanizado Kubrick. «Pero es genial cuando la máquina filma a otras máquinas, como en 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey. Stanley Kubrick, 1968)». (1)

¿Y qué suele filmar David Fincher? No muchos seres humanos, desde luego. Los personajes de sus películas tienden a ser más bien arquetipos profusamente definidos por largos antecedentes de guión. Algo que parece ideal para una historia como Perdida, cuya pareja protagonista juega a subvertir el esquema automático de crimen conyugal y melodrama de matrimonio deshecho con astutas manipulaciones de la construcción de los personajes. Sin embargo, ese requiebre de las expectativas del espectador y la crisis del narrador no fiable eran más radicales en la novela de Flynn gracias a la bifurcación de perspectivas que propiciaba la alternancia de capítulos entre Nick y Amy como voces narradoras. En la película, la figura de Amy queda bastante más reducida al asumirse la línea narrativa de Nick cual relato principal y omnisciente, lo que no desactiva revelaciones capitales como la naturaleza ficticia del diario de Amy —y, por lo tanto, de los flashbacks de veracidad limitada que se enseñan extraídos directamente de sus páginas—, pero sí infrarrepresenta gran parte de su personalidad, motivaciones y vivencias; algo que empobrecería dramáticamente al personaje si no estuviera arropado por una intérprete tan atinada con los matices como Rosamund Pike.

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Es evidente que la traducción de lenguajes del texto literario al cine implica cambios de este tipo y Flynn ha sido muy consciente de ellos. Incluso busca compensaciones. Por ejemplo, si toda la infancia de Amy a la sombra de la Asombrosa Amy literaria creada como espejo deformado por sus padres —solo que ella, la Amy real, era el reflejo aberrante— se despacha con tremenda rapidez, la influencia misógina del padre de Nick tampoco merece casi espacio. Fincher y Flynn quieren que traguemos con las personalidades arqueadas de cada protagonista en el momento actual, tal cual se han construido el uno al otro. Por eso el pasado de la pareja ocupa un espacio mucho más reducido en la versión fílmica, dejando en segundo plano aspectos en apariencia tan interesantes como los efectos psicológicos de la crisis económica, la pérdida de trabajo de ambos o la mudanza de Nueva York a Missouri. El asunto del cambio de ambientes y expectativas vitales no parece preocupar demasiado a Fincher, acostumbrado a filmar lujo en todo lo que mira —aunque sea un centro comercial abandonado, habitado por vagabundos y yonquis—, porque sus principales puntos de interés son la representación de cada personaje frente al otro y a través del sensacionalismo de los medios de comunicación.

Se ha criticado con dureza que tanto la novela de Flynn como la película de Fincher arrastren un marcado carácter misógino radicado en su representación de Amy. Durante la segunda mitad del relato, ella encarna el ejemplo perfecto del estereotipo de mujer maligna y manipuladora que utiliza malas artes y argucias para fastidiar la existencia al hombre. Hasta el punto de fingir su propio asesinato, implicar a su marido y provocar su ejecución por inyección letal. Además, Amy no tiene ningún reparo en utilizar los privilegios de veracidad cultural que la aúpan al representar el papel de víctima desvalida —¡y embarazada!— para conseguir su perverso objetivo. Esas consideraciones y ataques de sexismo tienden a olvidar que el retrato de Nick tampoco es nada favorecedor: un escritor provinciano con aires de astucia intelectual, venido a menos, defenestrado laboralmente, dependiente económico y emocionalmente, con graves problemas paternofiliales, marido infiel, alcohólico y cobarde. Si algo evidencian los personajes de Flynn —y seguramente Fincher se sintió inclinado hacia ellos por eso— es una misantropía absoluta, fácil de extender a la caterva de secundarios caricaturescos o derrotados que les acompañan.

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Que Amy sea un personaje tan abiertamente negativo y una depredadora implacable podría coquetear con una radicalización hiperbólica y kitsch de la femme fatale, pero eso ya lo hizo con afortunada sorna Paul Verhoeven en Instinto básico (Basic Instinct, 1992), referente muy a tener en cuenta en esa escena cumbre de Perdida que involucra a Neil Patrick Harris entre fundidos a negro. El juego de Flynn y Fincher parece más inclinado a combatir fuego con fuego; si la mirada masculina lo va a escrutar y delinear todo, hagamos que se le salgan los ojos de las cuencas. Lo mismo practican sus personajes cuando buscan conseguir algo del otro: lanzar las facetas de personalidad que el interlocutor quiere recibir —como Nick durante su entrevista en la televisión para apaciguar a Amy—, esculpir con mimo las piezas exactas que completan un puzle preconfigurado y de las que más tarde se pueden utilizar los bordes como cuchillos.

El núcleo de Perdida habla de lo podridas que están las apariencias por las que regimos nuestras afinidades y empatías. De ahí la disección del arquetipo de la Chica Enrollada [Cool Girl en el original], un modelo de feminidad que reduce a la mujer al papel de recipiente vacío donde el hombre puede proyectar todas sus aficiones sobre el luminoso confort de un cuerpo sexy y un carácter comprensivo y apaciguador con el ego masculino (2), y la transformación de Amy en lo que vendría a ser una Manic Pixie Nightmare Girl (3); con énfasis puesto en la parte Manic, por supuesto. Amy siempre trata de utilizar las proyecciones de los demás —ya sea como entes individuales o sociedad mediatizada— en su beneficio, aunque en la versión cinematográfica de la historia eso se exprese con desigual efectividad. Igual que fue la Chica Enrollada que enamoró a Nick —fase de cortejo por la que Fincher pasa demasiado de puntillas—, después Amy trazó el relato criminal perfecto para incriminarlo en su desaparición mejorando una técnica de manipulación de la realidad que ya había practicado en el pasado. Aquí se dan algunos de los cambios más delicados de la adaptación: no queda rastro de Hilary Handy, la antigua compañera de colegio a la que Amy también incriminó en un ataque —demostración de que sus maquinaciones no se dirigen solo hacia hombres— y no llega a retirar la falsa denuncia de violación contra su ex Tommy O’Hara. ¿Están Fincher/Flynn simplificando demasiado las aristas del personaje o precisamente tratan de reforzar la idea de tía desquiciada para potenciar la agresividad del mensaje? En cualquier caso, la pérdida de ambigüedad sirve para preguntarnos si le estaríamos dando tantas vueltas de tratarse de un sociópata masculino. Al fin y al cabo, el personaje de Desi Collings, interpretado por Neil Patrick Harris, también ha sido bastante suavizado y no ha levantado ni la mitad de revuelo.

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De hecho, la crudeza de Fincher radica en que su mirada es igual de despiadada hacia hombres y mujeres. No hay salida para ninguno de los miembros del matrimonio Dunne, condenados a destruirse mutuamente con nuevas maquinaciones. Como el reverso negativo de Las tres noches de Eva (The Lady Eve, 1941), donde Preston Sturges expuso la artificialidad de la idea de pareja decente y matrimonio de la puritana sociedad de la época, Perdida hace lo mismo con los puritanismos convencionales propios de la nuestra. Barbara Stanwyck construía con brío varios modelos de mujer para engatusar a Henry Fonda; la evolución que propone la Amy de Rosamund Pike es igual de inteligente, pero mucho más cruel… y acorde con un era de sobreexposición cultural e hiperconocimiento trivial con textura de alimento recalentado. Ella misma lo explica en una de sus rants más encendidas de la novela:

«No estoy segura de que, llegados a este punto, sigamos siendo realmente humanos, al menos aquellos de nosotros que somos como la mayoría de nosotros: los que crecimos con la televisión y el cine y ahora internet. Si alguien nos traiciona, sabemos qué palabras decir; cuando muere un ser amado, sabemos qué palabras decir; si queremos hacernos el machote o el listillo o el loco, sabemos qué palabras decir. Todos seguimos el mismo guión manoseado. Es una era muy difícil en la que ser persona. Simplemente una persona real, auténtica, en vez de una colección de rasgos seleccionados a partir de una interminable galería de personajes» (4).

La representación de papeles de Las tres noches de Eva acababa con final feliz para la pareja. Sturges disfrutaba con la causticidad de la comedia, pero creía en su poder purgador. En cambio, el concepto de happy end es algo inédito para Fincher. El final de Perdida, una rima que descubre la aterradora realidad tras el hermoso primer plano de la película, no deja ni un hálito de esperanza. Lo único que queda para Nick y Amy son más duchas en las que poner en escena su juego de poder, mientras ella, o quizás la próxima vez sea él, intenta quitarse del cuerpo sangre reseca durante horas. El manoseado guión de la destrucción mutua asegurada seguirá autocumpliéndose paso a paso.

 

© Daniel de Partearroyo, octubre 2014

 

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(1) Jacques Rivette en una entrevista publicada el 25 de marzo de 1998 en Les Inrockuptibles, republicada y traducida al inglés en Senses of Cinema en septiembre de 2001.

(2)«Ser la Chica Enrollada significa que soy una mujer atractiva, brillante y divertida que adora el fútbol americano, el póquer, los chistes verdes y eructar, que juega a videojuegos, bebe cerveza barata, adora los tríos y el sexo anal y se llena la boca con perritos y hamburguesas como si estuviera presentando la mayor orgía culinaria del mundo a la vez que es capaz de algún modo de mantener una talla 34, porque todas las Chicas Enrolladas, por encima de todo, están buenas. Son atractivas y comprensivas. Las Chicas Enrolladas nunca se enfadan; solo sonríen de manera disgustada pero cariñosa y dejan que sus hombres hagan lo que ellos quieran. ‘Adelante, cágate encima de mí, no me importa, soy la Chica Enrollada’ «. Traducción de Óscar Palmer publicada por Random House Mondadori, 2013.

(3) Aproximadamente: Hada maniática que es la chica de tus pesadillas. Variación sobre el término Manic Pixie Dream Girl [Hada lunática que es la chica de tus sueños] con el que el crítico Nathan Rubin bautizó al arquetipo de la chica efervescente y frívola que acude al rescate de tipos taciturnos y melancólicos para ayudarles a disfrutar de la vida. Recientemente Rubin se ha desvinculado del uso errado y sobreexplotación que se dieron al término en los últimos años, pero el mismo sigue pareciéndome útil, aquí como visión complementaria de la Chica Enrollada descrita por Flynn. En ambos casos, la mirada masculina es la que categoriza y modela.

(4) Traducción de Óscar Palmer publicada por Random House Mondadori, 2013.