Pequeña lectura del método Robert Bresson

Del estilo al sistema

Escribe John Dewey que la obra de arte sólo tiene un rango estético cuando llega a ser la experiencia de un ser humano (Dewey: 1934, 4). En este texto se pretende regresar a algunas de las secuencias más memorables del cine de Robert Bresson para redescubrir en ellas rasgos diferenciales que acentúen su singularidad y su potencial expresivo. Bresson hace cine como el artesano que moldea la madera en un obrador. No es baladí que Dewey, en ese sentido, haga hincapié en lo siguiente: “el mecánico inteligente, comprometido con su trabajo y que encuentra satisfacción en su labor manual, trata con afecto genuino a sus materiales y herramientas: está comprometido artísticamente” (Dewey: 1934, 6). 

En el caso de Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamné à mort s’est échappé ou Le vent souffle où il veut, 1956), hablamos de una obra de arte perfectamente tallada y encarada. El cineasta se las ingenia para que cada gesto y encuadre transmitan una verdad no forzada, que surja sin empujes. Para él, el montaje, el sonido y la conciencia de modelo de los actores son los fundamentos prioritarios del cinematógrafo. En una de sus Notas sobre el cinematógrafo, asegura que la expresión, en este nuevo medio, se obtiene a merced de las imágenes y los sonidos, y no de la mímica o las entonaciones de una voz (Bresson: 1975, 15). El manejo bressoniano de estos elementos indispensables permite, con el apoyo de una fotografía inteligente y ajustada, un acercamiento geométrico y minimalista al espacio. Cuando más cerrado está el plano sobre él, se produce la magia: más abstracción se genera y, paradójicamente, más se abre. Sucede algo análogo con Yasujirō Ozu y Carl Theodor Dreyer, idea que Paul Schrader desarrolla de forma ejemplar en su libro sobre el cine trascendental, donde describe los métodos de estos autores en su deseo por apelar a una instancia metafísica. Los encuadres de la película están guiados por una precisión compositiva que constantemente les hace ser más que ellos mismos, pues acaparan varias dimensiones a la vez, allende lo visual. Bresson apunta que él mismo se convierte en un objeto que controla la precisión del objeto resultante (Bresson: 1975, 9). Un condenado a muerte se ha escapado, que si posee el carácter de ensayo está exquisitamente integrado en la progresión diegética, responde a un deseo de depurar la imagen hasta lo esencial, sin perder de vista que el espectador construya el sentido. Se puede aducir que todas las contribuciones de Bresson son experimentales en tanto que el resultado revela al mismo tiempo lo representado y lo que sostiene la representación, sin que un orden opaque al otro. El cineasta se asegura de que, en la elección de un encuadre, sea tan importante lo que fija visualmente como lo que permanece fuera de él, en pos de que el espectador complete las Gestalts y rellene mentalmente las grietas que se dibujan. Cuando el personaje va palpando los objetos de la celda y empieza a contemplar sus posibilidades de fuga, Bresson se centra en sus manos, como si a su vez, implícitamente, estuviera aludiendo a su propia faceta creativa. Es un mecanismo que en la ulterior Pickpocket (1959) termina por elevar a una categoría trascendente, pues se narra la historia de un carterista y, por tanto, la de alguien que necesita las manos para poner en marcha sus acciones. Se produce lo que Gilles Deleuze, en La imagen-tiempo, denomina como plano abierto al infinito que posibilita la amplitud del vínculo del hombre con el mundo, en una gran composición orgánica (Deleuze: 1987, 232).

«Un condenado a muerte se ha escapado»

Para fabricar películas de estas características es necesario no sólo tener completamente interiorizado el lenguaje técnico del cine sino también el de las otras artes para apreciar cómo el primero puede marcar su especificidad. Bresson demuestra que el cine más virtuoso depende profundamente de la forma que lo sustente, y también de la palabra sofisticada que va rellenando sus resquicios. Lo que se muestra en Un condenado a muerte se ha escapado es el ingreso, la estancia y la fuga de la cárcel de un personaje, pero su sistema es tan exacto que el espectador está pendiente hasta del más mínimo movimiento, desde las manos del protagonista hasta lo que acontece en el patio de la prisión. Cada recoveco del espacio es una pequeña película. La media hora final es una de las secuencias pilares en lo que respecta al papel auditivo del cine. En ningún instante se ve el tren que pasa, decisión que refuerza el suspense y que va a favor de la construcción rítmica. Una vez más, queda evidenciado que el arte necesita de un lado de pugna, de negación y de imposibilidad. Si el cineasta no se autoimpone una disciplina para guiar las imágenes y velar por que el público las complete y las interiorice, el acto creativo se destensa.

Una película, para Bresson, es como una composición. Filma al mismo tiempo presencia y ausencia, en un ejercicio entre lo racional y lo intuitivo que, como escribe Deleuze, reduce las imágenes al automatismo de gestos cotidianos segmentados (Deleuze: 1987, 239). Para él, la comparecencia del cuerpo dentro del plano está adherida a un gran vacío que lo rodea, pero comprimido también en la síntesis estética. Por ello, es un cineasta ascético; pero camufla la virtualidad del plano en tanto que potencialidad para amplificarse con un estilo sobrio y austero que prescinde de decorados exuberantes.

Hablemos del desenlace de Mouchette (1967). Es sin duda uno de los más desgarradores de su filmografía porque narra el suicidio de un preadolescente, y de un modo muy distinto al de Alemania, año cero (Germania anno zero, 1948), de Roberto Rossellini. Si el cierre epatante de esta película capital implica un viraje icónico para las imágenes cinematográficas y metaforiza su inocencia extirpada tras el Holocausto, el de Mouchette representa la triste asunción de que el alcance del bienestar es una idea inasumible. La trama sigue a una joven maltratada por su padre que sufre además abusos por parte de sus compañeros en la escuela. El enfoque versa sobre la parte más humana del relato, como es el continuo acompañamiento de la protagonista, cuyo sufrimiento hace partícipe al espectador desde la toma de apertura. Incluso en los momentos más crueles, la cámara está situada a pocos metros de ella, fragmentando el espacio y reparando en objetos como un plato roto, sutil metáfora de su cuerpo deshonrado, o un charco pisoteado, alusión a su personalidad enrabiada. El autor escribe que montar significa enlazar a las personas unas con otras y con los objetos a través de las miradas (Bresson: 1975, 18). Mouchette sueña con un trato más digno hacia su persona. En concordancia con esto, la escena final está constituida por ella misma tumbada en el suelo, dando vueltas entre las hojas y junto a un estanque, hasta caer en él. Esta secuencia se articula de un modo que no la vemos a ella hundirse en el agua, pero sí escuchamos el sonido en fuera de campo hasta que se produce un corte de montaje que muestra la superficie removida del estanque. Mouchette ha quedado atrapada entre dos planos, ha sido absorbida por el dispositivo. Bresson convierte el cine en pequeñas unidades de significado, los planos en sintagmas que priorizan los hiatos. Deleuze llama a esto ruptura del nexo sensoriomotriz en la medida en que se quiebra un espacio con focos propios (Deleuze: 1987, 235). En su artículo La sutura, Jean-Pierre Oudart piensa que el cine, partiendo de ejemplos como El proceso de Juana de Arco (Procès de Jeanne d’Arc, 1962), no debe limitarse a la mera exposición alternada del campo y su contracampo, sino que debe entregarse a un juego retroactivo entre cambios semánticos (Oudart: 1997, 52). Oudart estudia la posición del espectador en relación al lugar de la ausencia, contrapuesta a la dimensión del imaginario. Cuando presuponemos que la chica se ha precipitado al fondo del estanque estamos rellenando un campo enunciativo que prefiere mantenerse descentrado. “El exterior de la imagen queda reemplazado por el intersticio entre los dos encuadres de la imagen”, nos dice Deleuze (Deleuze: 1987, 241). En ese sentido, es lógico que el filósofo determine que la mirada de Bresson celebra el desensamblaje y que se corresponda con un espacio desconectado, puramente óptico, sonoro e incluso táctil (Deleuze: 1987, 175).

«Mouchette»

Para valorar la inconmensurable herencia del sistema bressoniano, convendría repasar los tres últimos largometrajes del Paul Schrader realizador, como son El reverendo (First Reformed, 2017), El contador de cartas (The Card Counter, 2021) y El maestro jardinero (Master Gardener, 2022). Tres films contemporáneos y de impecable factura técnica que versan sobre masculinidades taciturnas y redentoras, ligadas a un pasado moralmente comprometido al que se alude de forma inherente desde la austeridad escénica.

El planteamiento de esta escena de El contador de cartas es profundamente bressoniano en su acercamiento a las transformaciones internas del protagonista, por nimias que estas sean. La película se focaliza en un ex militar y jugador profesional de póker cuya vida se ve de nuevo trastocada con la llegada de un joven que solicita su ayuda para llevar a la praxis un plan de venganza. La llamada a la acción, que está presente sobre todo en El contador de cartas y en El maestro jardinero, incitan a Schrader a que recurra a algunos de los motivos más significativos del cine de gánsteres norteamericano, pero la predilección por sus referentes se patentiza en instantes como en la reunión entre maestro y aprendiz. De esa alquimia nace la singularidad de la última etapa de su cine. Los diálogos de la escena están impelidos por el avance de la trama, que también está sujeta a una temporalidad densa, de raíz bressoniana. André Bazin, en ¿Qué es el cine?, aborda específicamente Diario de un cura rural (Journal d’un curé de campagne, 1951), de la que Schrader saca partido para El reverendo. Sin embargo, la reflexión de Bazin es muy aplicable a cómo el cineasta norteamericano entiende al francés: “Bresson se niega a transformar en diálogo los pasajes del libro que el cura nos cuenta. No sólo no los adapta a las exigencias de la interpretación, sino que encuentra un equilibrio y un ritmo para hacer que el actor no le saque partido” (Bazin: 1958, 133). Oscar Isaac y Tye Sheridan, en esta escena, actúan para sí mismos.

«El contador de cartas»

El posicionamiento encorvado de los cuerpos ya es un claro signo de introspección, que remarca la privacidad de la conversación. El tono, en especial el de Isaac, es frío, circunspecto, y su expresión facial, sumada al color gris de su camiseta, reconstituyen una cierta idea de lo que para Bresson era un actor modelo. Schrader no reclama grandes catarsis, sino una sobriedad atmosférica que no altere la estabilidad del cuadro. Ambos conversan, casi susurrando, acerca del pecado, la violencia paterna y el recuerdo del cuerpo en relación con el trauma que ha sufrido. Es interesante la contraposición entre la dimensión psicológica del personaje, que intenta reintegrarse en las dinámicas sociales, y su cuerpo hastiado, dolorido. En un pausado travelling de acercamiento hacia el rostro del actor, el espectador escucha atentamente su relato acerca de su dura experiencia en la milicia. Schrader no puede escabullirse de la larga sombra de Travis Bickle, protagonista de Taxi Driver (1976, escrita por él y dirigida por Martin Scorsese), y tiñe la escena -sus últimos tres largometrajes, de hecho-, del imaginario norteamericano moderno. Este se apoya, entre muchos otros temas, en la expiación, la deconstrucción de la heroicidad, la crítica al patriotismo o la violencia endémica de la sociedad, a raíz de la Guerra de Vietnam o el asesinato de John F. Kennedy. Curiosamente, es en la puesta en escena de Bresson sobre la que se asienta esta conversación. Schrader depura las imágenes de cualquier elemento que distraiga la mirada del espectador, como si quisiera regresar al blanco y negro. Los cuerpos hablantes son lo importante, dispuestos de forma simétrica y racional, como si el cineasta reescribiese las conversaciones de los internos en la prisión de Un condenado a muerte se ha escapado. Hay una misma distancia y el dispositivo juega un papel análogo, mediando entre ambos personajes. Es un sólido ejercicio de focalización dramática, punto de vista y concisión.

Las películas de Bresson, como también intenta aplicar Schrader, siempre atienden a una idea concreta que se va desplegando y complejizando, reflejo de su incansable búsqueda para producir sentido a través del encadenamiento sintáctico de las imágenes y los sonidos. La cuestión básica, sin embargo, es que esa idea nuclear no pierda vigor, y su esqueleto se mantenga incólume todo el film, con sus variaciones respectivas. Bresson promueve una escritura del “despojamiento”, en tanto que rechaza todo aquello que agrega información reiterativa. El director siempre desvela la parte más invisible del proceso cinematográfico con extrema sencillez, que no simplicidad. Para él, menos es más, y el suyo es un cine erudito y docto, un santuario para las imágenes. Una película de Bresson es un organismo vivo y único en su especie, pero del que se pueden rescatar y reutilizar una ingente cantidad de gestos.

 

© Arnau Martín, junio de 2023

 

 

Bibliografía

BAZIN, André. ¿Qué es el cine? Rialp, 2008 (1958).  

BRESSON, Robert. Notas sobre el cinematógrafo. Ardora Ediciones, 1975.

DELEUZE, Gilles. La imagen-tiempo. Paidós Ibérica, 1987. 

DEWEY, John. El arte como experiencia. Paidós Ibérica, 1934

OUDART, Jean-Pierre. La sutura. Banda aparte (6), 1997.