Paul Verhoeven

 

Paul Verhoeven: El juego interrumpido

 

I : provocación

Entre las anécdotas preferidas de Paul Verhoeven, está aquella en la que el holandés cuenta cómo en su infancia fantaseaba con la idea de coger la pelota de otros niños y tirarla al agua, interrumpiendo así el juego. Donde muchos podrían ver en ese acto un simple gesto de malicia en el que todos hemos incurrido o deseado incurrir alguna vez en el patio de juegos, cabe también considerar que fuese la temprana expresión de  esa vocación de arremeter contra lo reglado que definirá gran parte de su cine. Verhoeven podrá ser un provocador, pero en su provocación hay algo más que un limitado capricho por escandalizar al otro y encontrar placer en ello. Hay, al contrario, una innata voluntad por desestabilizarlo, de violar la íntima seguridad con la que este ha asumido el contrato social, los valores de una tradición, o las certezas necesarias para integrarse en el tejido de la realidad sin demasiados sobresaltos. Y es a través de esa perforación de la acordada normalidad que el director forja su discurso conectado con los instintos, con la naturaleza salvaje de los hombres y las infinitas incertidumbres que se conjugan en ella. En ese submundo insistentemente soterrado es donde el director ha imaginado lo que sucede cuando tiramos la pelota al agua y cuestionamos la dinámica del juego. Una vez las reglas se han roto, podemos ser nosotros mismos y aun así divertirnos con ello. Es allí donde Verhoeven ha alcanzado un quimérico logro: acceder a lo prohibido y conjugarlo sin cortapisas en la (a menudo) restrictiva experiencia que supone el cine de entretenimiento de Hollywood.

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El icónico cruce de piernas de Sharon Stone en «Instinto Básico»

El cruce de piernas de Catherine Tramell en Instinto básico (Basic Instict, 1992) es el gesto que se convierte en icono. Pero por su condición tardía dentro de la filmografía de su autor, este no adquiere la condición de revelación, sino de rúbrica de una gramática refrendada en lo impúdico y castrador de los personajes a los que sirve. El pubis de Sharon Stone intuido entre las sombras es la sugerente arma definitiva con la que la femme fatale, procesada por Verhoeven y el guionista Joe Eszterhas con ánimo de novela negra barata y chusca, se afirma como reencarnación lujuriosa, juguetona, de la Renée Soutndijk de El cuarto hombre (De Vierde Man, 1983). La rubia verhoeveniana, a diferencia de la de Hitchcock, no es una gélida belleza que deja sus instintos para la alcoba, sino una figura agresiva y de sexualidad avasalladora a la que los hombres acaban sucumbiendo aun intuyendo que les conducirá a la muerte. Quizá, de hecho, porque se sienten inevitablemente fascinados por ese portal al submundo de los deseos. Tan cerca del otro lado, tan lejos de cualquier artificio moral que asegure el tránsito de lo cotidiano. Eric Packer, el protagonista de Cosmópolis, verbalizaba ese acceso: en el sexo nos descubrimos, quedamos despojados de apariencias, nos purificamos, también. Una vez allí, en la carne deseada de Tramell, no quedan certezas ni leyes, seremos libres incluso si esa libertad nos arrastra a la fatalidad. La provocación aquí no es la sugestión visual de los genitales en la oscuridad de la sala. Al fin y al cabo, Verhoeven ha insistido a lo largo de su carrera en mostrar de forma explícita las partes íntimas de sus personajes, sea el pene de Rutger Hauer al levantarse desnudo de la cama en el inicio de Delicias Turcas (Turks Fruit, 1973) o la vulva de Carice Van Houten en El libro negro (Zwartboek, 2006), de cuya rasuración el director ofrece un plano detalle. Dichas mostraciones corresponden más bien a una maniobra de naturalización de una gramática visual no sujeta al habitual pudor retórico que impregna la ficción audiovisual. El pubis de Stone/Tramell es la puerta de entrada a un espacio amoral en el que el eros abraza al tánatos, ese sustrato libre de juicios en que no necesitamos gestionar nuestras pulsiones, sino abandonarnos a ellas. Showgirls (1995), probablemente la película más maltratada de Paul Verhoeven, es un extraño limbo que se funda en ese espacio imprevisible: solo cuando hayamos aceptado la provocación y traspasado todos los límites, la mirada dejará de juzgar desde una presunta superioridad discursiva. Es entonces cuando se entenderá la animalidad esencial que gobierna aquella escena en la que Nomi Malone (Elizabeth Berkeley) baila desnuda y simula un coito sobre un excitado Zack Carey (Kyle MacLachlan), hasta hacer que este eyacule. La secuencia, teñida de rojo nocturno y neones de club, alcanza una pureza instintiva desde la que ya no hay vuelta atrás al mundo de los sentidos domados.

 

II : agresión

Para que la mirada pueda ser reeducada, primero debe ser agredida. La lesión es el acto simbólico que interrumpe la mirada acomodada del espectador para hacer borrón y cuenta nueva. El filo de una navaja corta el ojo de una mujer en Un perro andaluz (Un chien andalou, Luis Buñuel, 1929). Una bala atraviesa un ojo que observa a través de una mirilla en Terror en la ópera (Opera, Dario Argento, 1987). En El cuarto hombre, una barra de hierro destroza el globo ocular de Herman (Thom Hoffman), amante de Gerard Reve (Jeroen Krabbé), en un accidente de coche. Verhoeven se inscribe en la tradición de grandes agresores de la mirada, conscientes de que se hace necesario violentarla antes de restaurarla bajo nuevos parámetros. La inocencia ha quedado exterminada y la pantalla es un lienzo en blanco en el que el autor establece sus normas. En ese espacio para la reescritura visual, la realidad ya no se levantará como ese escenario cómodo cuyos cauces los personajes recorren con indiferencia y seguridad, conformes a los asentados lugares comunes de la ficción menos combativa.

robocop

Pensemos en la Detroit de Robocop (1987), una megalópolis sucia e industrial, y también un desierto humano que  ya no se ajusta al modelo de sociedad orwelliana y las muchas variantes en las que se ha prolongado en la pantalla. Hay una diferencia fundamental entre el escenario propuesto en Robocop y aquellos en los que se levantan las narraciones distópicas de THX 1138 (George Lucas, 1971), 1984 (Michael Radford, 1984) y La isla (The Island, Michael Bay, 2006), por mencionar algunas: estas subrayan la distopía como marco opresor en el que el individuo lucha por reafirmarse, pero son incapaces de trascenderla porque, en el fondo, se conforman con denunciar la tensión entre el colectivo y el particular; la película de Verhoeven, en cambio, nos sitúa dentro de un estado policial y nos pone del lado de uno de sus agentes, un ejecutor implacable que imparte justicia amparado en el sistema –figura con reminiscencias del Juez Dredd, que una década antes habían creado John Wagner, Carlos Ezquerra y Pat Mills–. El héroe, en este caso, es un verdugo mitad máquina, mitad hombre, que está al servicio de un orden que nos resulta reconocible –como posible evolución del nuestro– y, al mismo tiempo, execrable. Detroit, tras ser rebautizada como Delta City, se consuma como actualización grotesca del capitalismo más salvaje y clientelista, en el que la práctica suspensión de toda humanidad ha dado como resultado un sistema fuera de control –como muestra, la escena en que un grupo de ejecutivos son accidentalmente asesinados por el robot llamado a engrosar (aun más) sus arcas–. De hecho, las transformaciones de Detroit en Delta City y del agente Alex J. Murphy (Paul Weller) en Robocop funcionan como dispositivos de cambio de una realidad a otra, en la que el espectador deja de ser espectador ajeno para ser cómplice de la reordenación política y ética. Y esa pérdida de la inocencia requiere de una agresión infligida con extrema violencia, como única vía posible de ruptura, purificación y renovación: durante una misión, Murphy cae en las manos de una banda de criminales que lo acribilla sin piedad, mutilándolo y reduciendo su cuerpo a despojos, lo que le llevará a ser objeto del experimento Robocop. Resucitado bajo su armadura, pasa a ser pieza integrante del sistema, de un revisado contexto en el que quedan atrás las disposiciones morales y puede desempeñar su venganza en calidad de autoridad.

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He ahí una paradoja: el héroe verhoeveniano encuentra a menudo su reafirmación tras haber aceptado las condiciones de un entorno pernicioso, líquido, que define o anula su identidad. En Desafío Total (Total Recall, 1990), Douglas Quaid (Arnold Schwarzenegger) anhela una vida de aventuras y accede a un programa de implantes de falsos recuerdos que le permita realizar el viaje a Marte que su esposa (Sharon Stone) se niega a hacer. Cuando está sometiéndose al implante, aparentemente los técnicos de Memory Call detectan restos de una antigua implantación y detienen el proceso. Sin embargo, y pese a que el incidente parece no haber tenido ninguna repercusión, Quaid se ve pronto implicado en una carrera por su supervivencia y en una trama de espionaje en la que resulta clave para el éxito de los grupos de insurgentes en el planeta rojo. Durante toda la trama, su verdadera identidad, la que fue y la que es, se pone constantemente en duda a través de la ausencia de una memoria definida. Aquí la agresión es mental, identitaria: la sesión en Memory Call es la entrada o, quizá, la reentrada en la indeterminación de una contemporaneidad cuyos héroes se revelan borrosos, ya lejanos de seguras y polarizadas estructuras en torno al bien y el mal. La condición heroica de Quaid tiene que ver más con su propio hedonismo y su deseo de satisfacer sus instintos que con algún tipo de altruismo. Su cruzada es un constante empeño por desgarrar las costuras de un mundo que le es irreconocible, en que la noción de lo real ha quedado indefinidamente desestimada y, por tanto, poco importa si en un momento dado utiliza transeúntes como escudo humano para protegerse de las brutales armas de sus perseguidores.

Verhoeven es consciente de que la realidad se desangra, y es por ello que reformula sus texturas: para desmantelar las grandes mentiras, descomponer los viciados pilares discursivos que apenas la sostienen ya. Starship troopers (Las brigadas del espacio) (Starship Troopers, 1997) podría llegar todavía más lejos desde el momento en que sus protagonistas, soldados destinados a ser carnaza de bichos gigantes del espacio exterior, ni asisten a una transformación de su realidad ni son conscientes de cómo se integran en ella. A diferencia del impulso de venganza de Murphy en Robocop o el anhelo de acción de Quaid en Desafío total, su conversión en instrumentos al servicio del sistema no parte de una reacción a un trauma o a una insatisfacción existencial. Desde el inicio de Starship troopers (Las brigadas del espacio), los personajes ya se muestran integrados, absorbidos por la lógica de un sistema militarista que se refuerza en un patriotismo paroxístico. Los vídeos para promocionar el alistamiento, en los que las tropas proclaman su entusiasmo y un niño aparece equipado y armado para la lucha, sirven como expresión última de los efectos tóxicos de un discurso oficial sin filtro ni evaluación: los soldados son pura mercadería de la guerra, meros peleles que son masacrados sin piedad por sus enemigos interestelares. El individuo, pues, ya no tiene la entidad suficiente como para cuestionar lo que le envuelve y lo determina, sino que se presta, convencido de que es su deber, a ser una cifra, un número en los informes de bajas. En una secuencia clave, la extirpación de toda voluntad queda cristalizada en la imagen de uno de los bichos absorbiendo el cerebro de uno de los protagonistas: es un instante tremebundo, violento en el que culmina una prolongada política de agresiones sobre la mirada con conclusiones pesimistas. También, poco cómodas para ser sostenidas en los frentes comerciales de la industria del cine.

 

III : destierro                                                                                             

En los años siguientes a El libro negro, película que marcaba su regreso al cine holandés, Verhoeven se vio envuelto en varios proyectos sin que ninguno de ellos acabara materializándose. Entre ellos, figuraban una adaptación de la novela Jesus of Nazareth, que él mismo escribiera junto a su biógrafo Rob van Scheers sobre un Jesucristo mortal y no divino; otra adaptación más, esta sobre el videojuego The Last Express, en teoría prevista para ser realizada en 3D; y una tercera sobre la novela de Pete Dexter The Paperboy, que finalmente Lee Daniels convertiría en El chico del periódico (The paperboy, 2012). Asimismo, el cineasta expresaba recientemente su deseo de volver a dirigir a Arnold Schwarzenegger en una nueva secuela para la saga Conan, en la que el guerrero apareciera ya envejecido. Hasta la fecha, sin embargo, solo ha vuelto tras la cámara para dirigir el telefilm Tricked (2012), como parte de un proyecto más amplio que involucra crowdsourcing. Más allá de eso, Verhoeven no ha vuelto al cine, ha tenido problemas para encontrar financiación –el caso de Jesus of Nazareth– y ha contemplado cómo varios de sus éxitos eran retomados por los grandes estudios para ser sujetos a remakes: Desafío total ya ha tenido su revisión en Total recall (Desafío total, Len Wiseman, 2012), el brasileño José Padilha ha dirigido el remake de Robocop, y en los despachos de Hollywood se gesta una nueva versión de Starship troopers (Las brigadas del espacio).

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La primera de ellas, la única estrenada de momento, inspiró la crítica del propio Verhoeven, quien afirmó alegrarse de su fracaso después de haber escuchado los comentarios de Colin Farrell y de uno de los productores minusvalorando su película. No se trata de una mera puya desde el destierro: Total recall (Desafío total) es otro ejemplo del remake como ejercicio de vaciado de los elementos subversivos de un original, una actualización que prescinde de cualquier tensión en el discurso para reducir el todo a un conjunto más espectacular y también más inocuo. Wiseman ya no es ese autor que, como Philip K. Dick, primero, y Verhoeven, después, entiende el relato como un conjunto de personajes perforando las paredes invisibles de la realidad, sino que administra este como un mero vacío en el que desplegar un flujo de acción dinámica, prácticamente ininterrumpida y fundada en la set piece. Así, entre la adaptación de Verhoeven y la de Wiseman se da un recorrido desesperanzador, que encuentra su grotesca síntesis en el militar (literalmente) descerebrado de Starship troopers (Las brigadas del espacio): ya apenas es posible, desde el seno mismo del mainstream, sabotear lo que se nos presenta como real y regulador de todo aquello que nos rodea; y ya apenas es posible, desde luego, lanzar la pelota al agua para interrumpir el juego que nos han enseñado a jugar. Verhoeven era, desde sus películas, ese agente necesario que cuestionaba el mundo y sus certezas heredadas, a través de una firme intención de romper los límites. Y su desaparición del cine es, probablemente, el peor signo para un tiempo necesitado de rupturas, de transgresión.

 

© Jordi Revert, septiembre de 2013