Pánico en la granja

Stop-motion a martillazos

 

En uno de los sketches más desviados de las dos constantes temáticas que sostienen el irreverente salpicado de gags de Robot Chicken (2005-actualidad), la serie de animación con plastilina creada por Seth Green y Matthew Senrich se apartaba de sus agresivas parodias de la cultura popular y de las joviales celebraciones de la incorrección política elevada a la enésima potencia, y ofrecía un instante metalingüístico. Era la representación de una de las escenas en stop-motion habituales del programa, pero como si hubiera sido realizada por niños de siete años. El resultado formal del breve segmento se había “estropeado” deliberadamente, haciendo mucho más tosca la animación, los saltos de cuadro (con pequeños descuidos de los supuestos chavales ocultos en forma de guiños entre fotogramas, solamente del todo disfrutables pausando el vídeo en los momentos concretos) y la fluidez de movimientos de las figuritas de plastilina, juguetes y objetos utilizados, dándole así mayor apariencia de amateurismo infantil y remitiéndose a las dinámicas de juego con muñecos que muchos hemos practicado en nuestra infancia recreando y expandiendo las situaciones dramáticas de películas, series de televisión, tebeos, videojuegos y, en definitiva, todo lo germinable en los fértiles recovecos de la imaginación. Es decir, lo que hoy en día siguen haciendo los autores de Robot Chicken. Como si, con ese sketch, por un momento hubieran decidido compartir con el espectador un instante seminal de su pasado.

Aparte de la evidente torpeza en la animación fotograma a fotograma de las figuritas, el gag captaba al menos otros tres elementos que considero fundamentales de la experiencia infantil de creación de ficciones: la heterogeneidad en los elementos empleados (juguetes de todo tipo, universos, materiales y escalas posibles; si pienso en mis juegos, había playmobils relacionándose con muñecos de goma, matrimonios interraciales entre Transformers y peluches de Fraggle Rock, etc.), la progresiva improvisación narrativa y el inevitable final en forma de sindios abrupto (se acabó, hora de cenar).

Todo ello se encuentra también muy presente en Panique au village, serie de televisión (2002-2003) y posterior largometraje (Pánico en la granja, 2009) de animación de juguetes por stop-motion de los belgas Vincent Patar y Stéphane Aubier. La propuesta original no puede ser más genuina y lúdica: en episodios de poco más de 5 minutos de duración se narran pequeñas y autocombustibles anécdotas de la vida en común de un caballo, un cowboy y un indio (reminiscentes de las figurillas que integraban aquellos fuertes Comansi que llevaron un pedazo de la colonización europea de América del Norte a las moquetas de los hogares españoles de los años setenta y ochenta) en las que el caos es el principal elemento rector. Como si quienes estuvieran detrás de las imágenes y delirantes historias fueran efectivamente chavales de 7-10 años, la anarquía y la política de “huída hacia adelante” narrativa tienen, en las historias de Indien, Cowboy y Cheval y su casita de montaña, un campo de recreo con posibilidades infinitas. Por ejemplo, en el caso de la película de 2009, el arranque basado en el cumpleaños de Cheval y la compra online de ladrillos para construirle una barbacoa como regalo por parte de sus amigos deriva en una impredecible serie de situaciones que incluyen un viaje por el centro del planeta, un pingüino mecánico gigante y una extraña raza de criaturas subacuáticas.

 

Si en la serie tampoco hay limitaciones en la locura narrativa (y el episodio Le grand sommeil es una maravillosa demostración), la animación aplicada es consecuente con el espíritu lúdico-infantil. La histeria habitual en las acciones de los personajes, que suelen expresarse con gritos de palabras sueltas e interjecciones, está reforzada por una stop-motion de furia primitiva, como si los muñecos se movieran a martillazos. Frente al refinamiento, fluidez y perfección conseguidos desde hace años por grandes maestros de la técnica como Jiří Trnka o Jan Švankmajer (por no hablar de los pulidos procesos de postproducción por ordenador en éxitos comerciales como Pesadilla antes de Navidad (The Nightmare Before Christmas, Henry Selick, 1993) o La novia cadáver (Corpse Bride, Tim Burton, 2005)), Aubier y Patar optan por movimientos a trompicones que, en vez de esconder el origen físico y el proceso de creación de las imágenes, lo explicitan. Ponen en primer término lo que David Daniels (célebre creador del strata-cut, probablemente la técnica de animación más demente de la Historia) llama “el efecto muscular y eléctrico del acontecimiento natural [que] cuando está un poco suelto, es un poco burdo y un poco aleatorio es más interesante que cuando está truncado y controlado” (1). Al fin y al cabo, cuando éramos pequeños no nos importaba ver nuestras propias manos y las de los compañeros de juego moviendo los juguetes. La perfección técnica siempre debía estar supeditada a la diversión. Porque Pánico en la granja no deja de ser un producto orientado al público infantil, que además no cae en la tentación de incrustar una segunda lectura destinada a entretener al acompañante adulto con odiosas interpelaciones directas (modelo institucionalizado en el cine de animación multi-target por Pixar y DreamWorks con desiguales estrategias), sino que se limita a tener la solidez del entretenimiento puro, lengua franca de todas las edades.

Hay otro ingrediente primordial del juego infantil que Pánico en la granja glorifica: los golpes y la violencia nada soterrada. Antes dije que la comunicación entre los personajes suele ser a gritos. No era del todo exacto: en realidad, también se dan muchos coscorrones. La contundencia física de mover un muñeco a golpes por un paisaje está presente en todo momento, desembocando en explosiones de slapstick, destrucción de decorados y porrazos a gogó con tal velocidad que convierten cada episodio de la serie en una histeria anfetamínica casi agotadora (cf. Le gateau).

 

Nada muy diferente a aquello en lo que suelen desembocar los mismos juegos infantiles con muñecos. Al menos en mi caso, la fascinación ante la destrucción y la imaginada lesión de los objetos inanimados era un ingrediente indispensable; lo divertido de las construcciones de Lego era ensayar sus distintas formas de demolición. Igual que ocurre en otras afortunadas incursiones recientes en el imaginario infantil, como Donde viven los monstruos (Where the Wild Things Are, Spike Jonze, 2009), la violencia trivial, los cambios de ánimo y los coscorrones ejercen el papel de principal motor narrativo. A fin de cuentas, es el mismo impulso aplicado a los juguetes que luego llevará a los niños a experimentar con el dolor del cuerpo humano (propio o ajeno) o la destrucción de objetos de adultos, como ocurre en esos monumentos a la mentalidad exploradora, propia del infante pero puesta en práctica por jóvenes y adolescentes, que son Jackass (Johnny Knoxville, Spike Jonze & Jeff Tremaine, 2000-2002 + posteriores largometrajes) y Tilva Roš (Nikola Ležaić, 2010).

Lejos de las milimétricas propuestas de estudios como Aardman y similares, inmediatamente señaladas con la etiqueta de “obra de arte” entendida como piropo por los prescriptores culturales, Pánico en la granja nos recuerda la emoción y el fulgor que nacen de la imperfección visceral, de la más imaginativa, inagotable y deprejuiciada fábrica de historias del mundo, el juego de los niños. El inalcanzable estado cero al que querrían volver todos los artistas adultos del mundo.

 

(1) Entrevista con David Daniels en Art Of The Title: http://www.artofthetitle.com/2009/06/01/freaked

 

© Daniel de Partearroyo