Nostalgia de la imagen

Afecto y mercado de la (pos)modernidad melancólica

* Este artículo forma parte del Especial 10 años de Transit (2009-2019) 

Este ensayo es un extracto ligeramente adaptado por Roberto Amaba de su libro «Narración y materia. Supervivencias de la imagen cinematográfica» (Santander: Shangrila Textos Aparte, 2019, pp. 347-354).

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La primera y la quinta tesis de Giorgio Agamben eran las correctas: “el paradigma es una forma de conocimiento (…) analógica” y “toda imagen es arcaica”. Toda imagen es arcaica, qué fabuloso colofón, qué verdad tan frugal, qué superficie tan profunda. Qué cura de humildad para el nativo digital. Qué maravilloso estribillo para la marsellesa de la imagen primitiva, atemporal.

Las nostalgias, quién lo iba a decir, convertidas en supervivencias. Las nostalgias, pertrechos con los que asaltar la Bastilla de la imagen. Las nostalgias —sigo con el plural porque son varias—, siempre asociadas a la tristeza y al impulso autolítico, reconvertidas en contracción, en sístole vital. Las nostalgias como acopio, como despensa de esperanza, como reconquista del paraíso. En este momento de la historia, puedo decir que esta resistencia ha tenido un éxito relativo. Y relativo implica un valor nada despreciable. Ha tenido lugar un movimiento que, al margen de la contaminación y de la infección de las imágenes, ha participado en las transformaciones de los medios de producción. Estos, exigidos por la reacción y el recuerdo de formas, sentimientos y tecnologías, han tenido que amoldarse. El linajudo state of the art digital hincando la rodilla frente al vasallo, facilitando la continuidad de lo viejo en lo no tan nuevo. Nostalgia del sufrimiento, idealizamos el padecer con la misma facilidad que el placer. En plena melancolía de la enfermedad, lo nuevo acertó a saber que nunca había dejado de ser lo viejo. La imagen digital se estremecía de fiebre amarilla. Sus píxeles apenas podían disimular el brote de ictericia iconográfica. Y cuando parecía llegar el lánguido y mortal sol del membrillo, la imagen digital se cubrió con su manto regio. Que no era púrpura, que era cetrino.

…el siglo XXI ha conocido creadores y  espectadores que añoraban el lienzo virgen. Su desnudez y su planitud. Un filme blanco proyectado sobre el triángulo que unió a Stéphane Mallarmé, Jean Hyppolite y Jacques Derrida: el “materialismo de la idea” como puesta en escena, como “visibilidad de nada o de sí”, como espacio iluminado, como espaciamiento subrayado. De lo que falta por ilustrar, de lo que no quiere, ni puede, ni necesita ser ilustrado. “Como una página aun no escrita”. Pero también la distancia no iluminada o iluminada deficientemente, la imperfección y la ruina. Los trazos sueltos, insinuantes o desagradables, pero siempre dispuestos a satisfacer nuestra ansia por zurcir. En el fondo de las imágenes del nuevo milenio, seguía latiendo la pureza y el peligro de un filme lírico. La aventura de un filme blanco y de un filme deforme, de un anti-filme sobre el que imaginar la historia de nuestra especie.

…el regreso al pasado es posible, pero no desde el indigenismo audiovisual. El pasado no regresa porque lo llevamos incorporado en nuestro cuerpo. En cierto modo, nuestro cuerpo no es más que un paisaje del pasado. Parafraseando a Neil Shubin, es imposible deshacernos del pez que llevamos dentro. Solo pudimos llegar a primates gracias a haber sido peces. De ahí que las nostalgias relacionadas con las imágenes posean una doble vertiente: la individual de cariz arqueológico, y la histórica de cariz cultural. No se añora simplemente un estado del yo anterior, se añora el tiempo histórico donde constaba la inscripción del yo. La nostalgia deviene sentimiento unificador del dualismo cuerpo-historia. Nostalgia, canto de mí mismo gracias al cual podemos escribir dos versos en uno, igual que Walt Whitman: “Soy el poeta del Cuerpo y soy el poeta del Alma”. Convertida en una de las emociones que con mayor fuerza han punteado las estéticas contemporáneas, la nostalgia asume labores estáticas y dinámicas. Eje cognitivo y dinamo sentimental de un auténtico metarrelato: el de una modernidad melancólica donde la constitución y la expresión del ser y de la imagen presentan desperfectos.

Sylvester, de Lupu Pick

La nostalgia opera desde un presente que desea restituir un pasado para luego validarlo de cara a un futuro. Pero, cuidado, también desde un presente que desea imaginar un futuro que incorpore reminiscencias del pasado. La nostalgia, desde el Romanticismo, solo atiende al infinito. De ahí que despierte el anhelo de promesas incumplidas pero arraigadas en el afecto y en el acervo. La nostalgia puede desear el regreso a aquello que nunca existió —la descorporeización—, y puede desear volver al lugar y al momento donde nunca se estuvo —el Pleistoceno—. En su capricho, la nostalgia meditará lo invisible. Meditará incluso la muerte; nostalgia de ella. Es menos complejo de lo que parece si nos acordamos de la fuga histórica como metodología positiva o contrafactual, y de la querencia de la ciencia ficción por el retrofuturismo. Como decía Svetlana Boym, la nostalgia es la rebelión contra la irreversibilidad de un tiempo histórico ligado al progreso. Porque el progreso es compatible con la ausencia de razón y porque la ruina como entidad aberrante ilustra como ninguna otra forma la ausencia o la fragmentación de dicha razón. En un tiempo donde se cruzan en la escalera la cultura y el consumo —¿cuál sube y cuál baja?—, la ironía y la nostalgia son dos herramientas que apaciguan las tensiones derivadas del uso —para algunos doloso— que la posmodernidad hizo del pasado y del futuro. El tiempo y el orbe globalizados no curan la nostalgia, la vigorizan. Christine Ross, tras analizar una serie de exposiciones e instalaciones contemporáneas protagonizadas por medios audiovisuales, llegaba a la conclusión de que todas escondían la misma pregunta: ¿Qué tipo de futuro se puede construir una vez que la idea de progreso se ha evaporado de su contenido? Me gustaría responderle que el único posible, el gris marengo, el que miramos a través del cuarzo ahumado del tiempo.

…Es por esta capacidad para convertir un tiempo en un espacio, que la nostalgia se convierte en una herramienta ética y creativa. La nostalgia ha pasado de ser un tabú y una intimidad del hipocampo, a una reivindicación pública de la corteza prefrontal. Entre otros motivos porque ejecuta el tránsito que va de la emoción biológica en bruto a la representación artística refinada, pasando por el filtro de la moral. Por lo tanto, es un instrumento estimable para las imágenes y para el cine. La nostalgia ayuda a materializar el tiempo y la conciencia con y en la imagen. El utilitarismo de la nostalgia crece porque, además, acepta las reconstrucciones y las predicciones fragmentarias y fetichistas. Basta con recuperar un encuadre, un objeto, un brillo, una frase o un olor para que nuestra memoria ejecute el relato. La nostalgia nos recuerda lo que de verdad somos: alumnos de un Actor’s Studio colectivo, pero a la vez íntimo. La nostalgia nos ayuda a recordar que somos un actor interpretándose a sí mismo. Somos los ingenieros de nuestra propia Matrix.

Free Radicals. A History of Experimental Film, de Pip Chodorov 

La nostalgia no sirve para oponer número y luz, circuito integrado y cruz de malta, píxel y grano, capa y emulsión, moviola y computadora, bobina y disco duro… idea e imagen, flujo y materia. La nostalgia, bien utilizada y como excelente emoción impura, sirve para darnos cuenta de que muchos de los pares no son antagónicos, sino combinaciones de una misma melodía. En conclusión, la imagen deviene nostos etimológico. Lugar de consuelo y recogimiento frente a la punzante –algia. La imagen melancólica es aquella que quiere fijar un paisaje puro de la manera más impura posible. Es decir, ilustrar lo recobrado puede acarrear una culpa y una mortificación enunciadas mediante la excitación y la exaltación de la materia. Pienso en la cantidad de filmes de aire ensayístico construidos sobre películas caseras y de infancia. Pip Chodorov iniciaba su documental Free Radicals. A History of Experimental Film (Re:Voir y Kino Lorber, 2011) poniendo en práctica esta idea del paisaje puro excitado por una materia impura. El cineasta recuperaba películas caseras descompuestas no solo por el tiempo, también por el orín de un perro. En términos más neorrománticos, pero compartiendo sentido, existe un filme, quizá el único, que ha conseguido adaptar con fidelidad ignorante —o eso creo— las ideas de Roland Barthes: Mort à Vignole (1998) de Olivier Smolders.

La imagen nostálgica es, en fondo y forma, a nivel fisiológico y a nivel estético, una imagen epicúrea: material, matérica y lenitiva.

Mort à Vignole, de Olivier Smolders

…Una de las características más llamativas de las nostalgias contemporáneas es su enorme influencia sobre la población joven o recién entrada en la madurez. Este tipo de nostalgia no es tanto la expresión de una vejez prematura, como la de un descontento real y no sé hasta qué punto justificado. Es, también, una nostalgia azuzada por un modelo vigente que ha encontrado en esos mismos individuos el target publicitario oportuno. Siempre he sentido curiosidad por este fenómeno. Por entender cómo y por qué la generación a la que pertenezco ha querido regresar a lo que nunca conoció o a lo que apenas manipuló. Por ejemplo, a los formatos fotográficos subestándar (…) Estos sentimientos han adquirido carácter global, en absoluto restringidos a los simpatizantes y conocedores del cine experimental. Como si Miroslav Tichý hubiera dedicado sus lunas a la inseminación de nuestras madres. Llegado el día de prolongar la estirpe, le diremos a nuestros hijos que no importa la pose que adopten en sus retratos de comunión o graduación. No quiero tu rostro santo, ni siquiera tu mirada inteligente, solo pido que Eric Rondepierre enluzca tus facciones.

A veces me pregunto cómo puede crispar tanto a nuestro almacén de imágenes ideales, el acto —por fortuna cada vez más frecuente— de redescubrir recién restaurada aquella película muda que habíamos encumbrado a deidad cinéfila. Sus imágenes no podían ser tan frondosas, aquel bosque estaba calcinado. Los personajes no podían moverse con semejante naturalidad, aquellos cuerpos eran espasmódicos. La tendencia del recuerdo a confundir entusiasmo con histeria. El cine era el mar encrespado y esto su remedo, su intolerable y pastosa calma chicha. La película original era la otra, la que se había acantonado en una decrépita cinta VHS cuyo árbol genealógico echaba raíces en la noche de los tiempos. Pátina d’antico, hija de la historia, espectadora del sentimiento. El terrible poder de la pátina fotoquímica sumada a la distorsión electrónica; el Expresionismo era eso. Algún día veremos Sylvester (Lupu Pick, 1924) restaurada en sus elementos originales y nos daremos con el codo durante su visionado. Sin contener la risa, murmurando que falta un cartel prendido en los decorados con un “recién pintado”. 

John Ruskin se habría inflamado, cual nitrato de celulosa, entre las ruinas y la roña de cualquier paisaje posindustrial. Peripatético, perseguido y respondiendo las preguntas de un pelotón de (no tan) jóvenes aprendices.

 

© Roberto Amaba, noviembre de 2019