My Joy

Zombies soviéticos

 

Aquellos que han tenido la oportunidad de viajar por Rusia o alguna de las repúblicas ex soviéticas han podido ver, sin duda, los restos, las escaras, de aquella sociedad: edificios de apartamentos idénticos de uno a otro país (todos ellos abandonados o habitados en condiciones inaceptables), grupos humanos desorientados y un alcoholismo rampante. Están también los grupos privilegiados y los segmentos más jóvenes que tratan de avanzar hacia un futuro distinto, pero el grueso de los habitantes arrastra una lacra histórica y forma parte de una auténtica sociedad zombie.

My Joy (Schastye moe, Sergei Loznitsa, 2010) contempla con dureza a una población dolida por una herida que supura hace siglos, por lo que no rehúye digresiones hacia el pasado, evidenciando la persistencia histórica, endémica, de una violencia que asola el país. Así, la cinta arranca con la desaparición bajo el cemento de un cuerpo humano inerte, sigue con varias escenas silenciosas, de personajes ensimismados y mudos para su inmediato entorno, y continúa deslizándonos en una silenciosa, más implícita que explícita, cuesta abajo moral, en las profundidades de una nación que parece haber muerto siglos atrás. Sergei Loznitsa nos lanza, en visión caleidoscópica, dentro del laberinto mental de una sociedad enferma. Y, para hacerlo, combina tanto el gozo de la narración con el rigor y la dureza que podría aplicar un sociólogo.

El personaje central de una narración centrífuga es un transportista que se desplaza, sin prisa aparente, por una zona rural no precisada. A través de sus sucesivos encuentros se irá definiendo el estado de corrupción avanzado del cuerpo social ex soviético: un viejo vagabundo marcado por un asesinato en su juventud, la rampante violencia policial que incluye sobornos, brutalidad y violaciones, la prostitución juvenil, los asaltos, la sombra de una guerra, de todas las guerras… El protagonista del filme deambula como un sonámbulo por todos estos aspectos de la miseria moral que el comunismo dejó tras de sí como si hojeara las páginas de un catálogo de humillaciones. Sin embargo, Loznitsa no se limita a denunciar la actual situación de la región y, mediante la inclusión de digresiones de la historia, de ramificaciones en forma de flashbacks, construye una herramienta cinematográfica que confirma la endemia de la violencia.

Como si se tratara de El manuscrito hallado en Zaragoza (Rekopis znaleziony w Saragossie, Wojciech Has, 1965) surgen de la narración nuevas historias, variaciones, todas ellas vinculadas al mismo tema y todas ellas con el tono de ensoñación propio del fantastique. Esta mezcla de realismo y ambiente onírico -con saltos temporales y elipsis- acentúa la sensación de peligro, de inseguridad, de maldad tal vez, subyacente en el entorno. Así, el anciano autoestopista, aparecido literalmente en la cabina del camión, revela la humillación de la que antaño fue víctima y cómo la resolvió con un asesinato que le anuló del mundo de los vivos y le dejó en un vagabundeo infinito. Las conversaciones oídas en el mercado y el breve diálogo con la joven puta dan pie también a especulaciones sobre la estabilidad, sobre la funcionalidad, sobre la moral incluso, de los habitantes del pequeño pueblo donde se detiene el camión.

Por otro lado, el uso de la cámara subjetiva, de las miradas espontáneas de los figurantes, del travelling de avance en medio de la multitud, de los silencios, otorga al espectador de My Joy una desazonante sensación; la de situarlo en un mundo mucho más enrarecido que el que nunca haya contemplado David Lynch, un director especializado en identificar aquello que de malsano puede esconder la normalidad. Con una cuidada puesta en escena, Loznitsa nos descoloca y nos fuerza a sentir, como hace el cineasta americano, que hay algo muy turbio tras las imágenes que vemos. Que algo perverso nada bajo las aguas aparentemente plácidas de esta ciudad provinciana. Y lo hace colocándonos en otra época para recordarnos que esta violencia, que este dolor, viene de lejos y que numerosos personajes que vemos pasear o comprar son, en parte, testimonios o culpables de unos crímenes que antaño se cometieron, que se han cometido siempre y que se seguirán cometiendo.

A partir de ahí, Loznitsa rompe la narración y transforma al sonámbulo protagonista en un auténtico zombie. Sin identidad y sin capacidad aparente de reacción, el personaje es mantenido con vida y utilizado como recurso alimenticio o como objeto sexual, como chivo expiatorio también, para ser, finalmente y literalmente, echado a la calle. El zombie deambulará por calles heladas y carreteras nevadas para seguir siendo testigo, y el espectador con él, de más delitos, de más asesinatos. Recogido por un conductor que insiste en la necesidad de “no involucrarse en nada, de no meterse en asuntos ajenos”, recalará, como al inicio de su itinerario, en un control policial donde, una vez más, se desatará la violencia, sin respeto para los propios policías o para aquellos que quieren ignorar la situación. Tras la nueva masacre, tal vez eco de tantas masacres ya sucedidas y que se repiten periódicamente, el zombie desaparece en la oscuridad de la noche helada. Y Loznitsa cierra la narración con el personaje desapareciendo en la más negra oscuridad. Su trayectoria nos permite recorrer el laberinto y la espiral de horror; pero no nos facilita la salida.

 

© Antoni Peris i Grao