Moonrise Kingdom

La madurez de Wes Anderson

 

Decir que Moonrise Kingdom es la película más andersoniana de toda la producción del director es quizás lo que mejor se adecua a la realidad, o al menos a la realidad que nos propone Wes Anderson. Desde Bottle Rocket (1996) a Moonrise Kingdom (2012), encontramos un ejercicio constante de depuración y refinamiento de los elementos y claves que se reiteran y conforman su estilo personal como realizador. Su propia mirada, claramente identificable, es el eje esencial sobre el que se estructuran estilística y narrativamente todas y cada una de sus obras, convirtiéndolo en su rasgo más distintivo y, en ocasiones, obsesivo.

En primer lugar, Wes Anderson es un director autorreferencial, un autor que recurre constantemente a la filmoteca de sus preferencias y a sus gustos personales en otras disciplinas para plagar su cine de pequeños collages de aire retro que conectan con cierto público y que provoca el rechazo en otros. Con Moonrise Kingdom, no obstante, alcanza un nuevo y perfeccionado estatus: la referencia constante a su propia filmografía; y este es, sin duda, el aspecto más revelador de su última obra: anteponer su mirada a la de otros. Aun así, es obvio que existen claros paralelismos entre Moonrise Kingdom y otras películas de similar tratamiento en la temática; a primera vista, podemos sorprendernos recorriendo una historia semejante a la de Melody (Waris Hussein, 1971), con dos preadolescentes enamorados que escapan para poder casarse. Ambas muestran la historia desde la perspectiva de los jóvenes y coinciden en la necesidad argumental de rebelarse contra su entorno para encontrar su propio lugar en el mundo. Sin embargo, en el caso de

Moonrise Kingdom obtenemos una lectura algo más adulta de la actitud de los adolescentes; Wes Anderson tiene la capacidad de crear un impasse en el que todos sus personajes se comportan de manera anacrónica para su edad, y desdibuja así las barreras temporales habituales. Toda su producción está repleta de adultos que anhelan la infancia y la adolescencia -como es el caso de Eli Cash y Margot Tenenbaum en Los Tenenbaums. Una Familia de Genios (The Royal Tenenbaums, 2001) o el jefe scout Ward en Moonrise Kingdom-, o de adolescentes que difícilmente pueden esperar para comenzar a vivir por ellos mismos -Max Fischer en Academia Rushmore (Rushmore, 1998) o Suzy Bishop y Sam Shakusky en Moonrise Kingdom-.

Como sucede en la mayoría de los filmes de Anderson, y Moonrise Kingdom no es una excepción, bajo esa atmósfera de estética preciosista y colorista subyace la resignación adulta, el existencialismo latente más voraz y las expectativas no cubiertas de una sociedad postsueño americano, algo que siempre encuentra su confrontación con la ilusión y la ruptura del joven que se niega a vivir según lo establecido. El personaje de Suzy Bishop recuerda, no solo en su vertiente estética sino en ese enfrentamiento con la autoridad paternal, al personaje de Marie I en Las Margaritas (Sedmikrásky, Vera Chytilová, 1966), esa pequeña joya de la nueva ola del cine checo. Existe, además, un vínculo que constantemente emparenta al cineasta norteamericano con el cine moderno europeo de, especialmente, la década de los sesenta. A lo largo de su carrera, y sobre todo en Moonrise Kingdom, percibimos al primer Godard, el de Weekend (1967) y el de Pierrot el Loco (Pierrot le fou, 1965); al Malle de El Fuego Fatuo (Le feu follet, 1963) o al Truffaut de La Piel Dura (L’argent de poche, 1976). Pero, entre tanto préstamo, Wes Anderson ha sabido profundizar en sus influencias y al mismo tiempo emerger con una identidad autónoma. Es más, podríamos afirmar que, hasta la fecha, y retomando el testigo de sus mejores trabajos -como Los Tenenbaums o Fantástico Mr. Fox-, Moonrise Kingdom es la obra que mejor aúna el estilo propio de Wes Anderson; un largometraje que avanza hacia una propuesta más compleja, autónoma y redonda, algo que, en ocasiones anteriores -como en The Life Aquatic o Darjeeling Limited-, no había conseguido.

Desde que se inicia el metraje de Moonrise Kingdom tenemos la sensación de formar parte de un universo conocido, familiar, donde los personajes, escenarios y tramas son pequeñas ramificaciones de historias anteriores; se teje ante nosotros un mapa de conexiones entre toda la filmografía de Anderson. Así pues, el narrador de Moonrise Kingdom, una figura fundamental y reincidente en la obra del realizador de Houston, es un eco -no solo estético-resultante de Steve Zissou y su alter ego real Jacques Cousteau, un personaje que, además de ser el hilo conductor de Life Aquatic, se constituye como elemento fundamental a la hora de marcar los inicios y finales de los diferentes actos en los que se divide el filme. En Moonrise Kingdom, el amor entre Suzy y Sam fácilmente podría ser la historia adolescente de unos jóvenes Margot y Richie Tenenbaum; de hecho, piezas fundamentales en la historia como la tienda de campaña y su función como refugio de aislamiento de un mundo adulto o el tocadiscos como objeto codiciado, son elementos que ya se iniciaron en Los Tenenbaums.

Como también viene siendo habitual en el cine de Anderson, en cada película se nos propone un marco general y fundamental en la trama sobre el que encuadrar la ficción; así, por ejemplo, en Academia Rushmore nos encontramos al inicio un telón de escena teatral; en Los Tenenbaums un libro de biblioteca que da paso a la novela de las vidas de los Tenenbaums; mientras que en Moonrise Kingdom se nos presenta la historia en forma de orquesta con La guía de orquesta para jóvenes, op. 34, de Benjamin Britten (1946), en la que se da lugar a que cada uno de los personajes forme parte de la melodía del filme. Y es que Moonrise Kingdom respeta esa necesidad del director por crear obras corales.

Wes Anderson es un autor que otorga especial importancia a la faceta musical –como melómano, primero, y como cineasta, después-; sin embargo, con el paso del tiempo hemos visto una evolución paulatina del pop de los sesenta hacia la predominancia del country y la música clásica. En el caso de Moonrise Kingdom, la utilización de la canción de Françoise Hardy, la única referencia puramente pop, armoniza el mayor momento de éxtasis de rebeldía de Suzy y Sam para formar un contrapunto perfecto con el resto de la banda sonora, la cual apuesta por las composiciones de cuerda e instrumentos de percusión que ayudan a crear esa atmósfera acogedora, a mitad camino entre el ideal del amor joven y la aventura del campamento.

Bar Codes de los colores en el cine de Wes Anderson, por Raúl Pedraz

Por otro lado, quizás con Anderson habría que renombrar la escala de amarillos al igual que hizo Yves Klein con su azul. Hemos oído decir de esta película que es el paraíso del mostaza, y en cierto modo esa es una observación bastante aproximada. El amarillo, así como la tipografía Futura en sus diferentes variantes (en rótulos, logos e indicadores), ha acompañado a Anderson desde sus inicios, pero en Moonrise Kingdom adquiere un protagonismo mayor. A excepción de la escena de la tormenta en la iglesia –escena que, por otra parte, rompe de lleno con la estética andersoniana y recuerda en gran parte al baile de los deshollinadores de Mary Poppins (Robert Stevenson, 1964)-, no existe un solo fotograma del filme sin que contenga un tono ocre: ya sea un pañuelo de un scout kaki, un campo de trigo o una cala escondida. El color, pero también el ratio, son facetas más reconocibles en el cine del realizador; a pesar de que en esta película abandone el formato anamórfico al que nos tenía acostumbrados, el cambio al 16mm y ese grano-color propio de las antiguas fotografías Kodak ayudan a trasladarnos a 1965, año en el que se sitúa la acción, tomando prestado ese aire a lo Weekend de Godard. En esa necesidad por reafirmar su estilo o “predilecciones” -como él mismo lo llama-, hallamos la necesidad por establecer escenas autosuficientes, continuadas y cuya planificación sea una orquestación de movimientos, personajes y acciones que eviten el corte del montaje y favorezca el movimiento con la dolly -en la presentación inicial de los personajes en Moonrise Kingdom nos encontramos un plano secuencia muy similar al del barco de The Life Aquatic-, aunque en otras fragmenta la acción con zooms y montajes discontinuos para que focalicemos sobre un aspecto en particular.

Por lo tanto, y si bien existen algunos momentos puntuales hacia el final del metraje en los que la narración se vuelve algo dispersa e intrincada, Moonrise Kingdom supone una pieza clave en el cine de Wes Anderson. Con ella se percibe la autoafirmación completa de un lenguaje propio que el director ha ido construyendo con cada filme, dejando de lado la colección y presentación de elementos de la cultura popular más evidente en favor de la toma de consciencia de lo que significa su propio cine.

 

© Paula Blanco Ballesteros