Momentos musicales (I)
Twist & Shout, Beatles (Todo en un día, Ferris Bueller’s Day Off, John Hughes, 1986)
Por Óscar Brox
La adolescencia nunca fue una etapa de transición en el cine de John Hughes, sino una época de descubrimiento y aprendizaje. Un pasaje de la vida repleto de pequeños detalles y de esa franca sensibilidad que nos animaba a compartirlos como si se tratasen de los capítulos de una gran aventura. En la juventud estaba el placer de no tolerar la frustración, de no creer en la obediencia y manejar un léxico familiar construido con esos secretos que nos contábamos al oído cuando todavía no conocíamos el pudor ni las distancias. Hughes construyó a Ferris Bueller a imagen y semejanza del adolescente que siempre quiso ser. Arma de distracción masiva contra las obligaciones del mundo adulto, Ferris representaba ese momento de plenitud en el que por primera vez eras capaz de describir la realidad con tus propias palabras; de describirla y, por supuesto, conquistarla.
En Todo en un día planea la sensación de que la adolescencia acaba, así que hay que aprovecharla. Sin nostalgia ni melancolía, sino como algo que nos pertenece. Por eso, una de las escenas más hermosas de la película tiene lugar durante el desfile por las calles de Chicago, cuando Ferris se las apaña para subirse a una de las carrozas y arrancar a bailar con los Beatles. Como si el futuro no existiese, solo el aquí y ahora, con un tímido movimiento de cadera y una vocecita que tararea la melodía mientras se deja llevar por el ritmo; como si toda la ciudad respirase, despreocupada y divertida, sin importar si hacemos el indio o nos marcamos un par de buenos pasos sobre el asfalto. Por una vez, no tenemos que pensar en nada; en padres, estudios o becas; en compromisos o matrimonios; en la vejez o en la eternidad. No tenemos que aparentar que hemos madurado. Nos basta con vivir. Porque es ahí donde empieza todo.
You belong to me (The Deep Blue Sea, Terence Davies, 2011)
Por Gerard Casau
Ver (y oír) a dos o más personajes de una película entonando una misma canción sirve para mesurar la complicidad que los une. En ese sentido, no existe un ejemplo más diáfano que el momento de Caravana de paz (Wagon Master, John Ford, 1950) en que a Ben Johnson y a Harry Carey Jr. les basta cantar un par de frases para sellar la decisión de acompañar a los mormones en su travesía. Pero el cineasta que probablemente más ha trabajado la comunión musical es Terence Davies, con sus travellings por tabernas atestadas de personas de clase obrera que cantan al unísono historias de amor y de sueños.
La escena de pub de The Deep Blue Sea quizás no sea la más representativa o espectacular de su filmografía, pero me parece particularmente hermosa por el efecto que provoca en el personaje principal del filme. El movimiento de la cámara encuadra tan solo a seis personas, y termina su recorrido en Freddie Page (Tom Hiddleston) y Hester Collins (Rachel Weisz). Mientras él acompaña con entusiasmo a los parroquianos en la interpretación de You Belong to Me, Hester observa la situación con asombro, hasta que un fundido aísla a los dos amantes en un baile, ahora con Jo Stafford adueñándose de la canción en su versión de estudio. Pero lo extraordinario ocurre justo antes, cuando Freddie anima a Hester a sumarse al coro, y esta responde con voz ruborizada y unas pocas frases a destiempo. En apenas unos segundos, Hester deja de ser el emblemático personaje de Terence Rattigan, y se convierte en la Hester de Terence Davies. Y Rachel Weisz abandona definitivamente su rol de estrella invitada, integrándose en el cine del autor como un cuerpo más.
Yumeji (Deseando amar, In the mood for love, Wong Kar-Wai, 2000)
Por Antoni Peris Grao
La musicalidad de la pantalla no se basa exclusivamente en música y canciones, sino en movimiento. Y no solo en movimiento del cuerpo de danza, sino del de la cámara y la edición. Es algo que sabían a la perfección Donen y Kelly, y Minnelli y Mamoulian. Hay musicalidad en los movimientos coreografiados por el cine de Nick Ray, en los tiroteos de Johnnie To, en los encadenados y travelllings de Thelma y Marty o en los collage sinfónicos de Malick.
Me viene a la cabeza, a la retina, una imagen de Deseando amar que se repite, se encadena, en bucle infinito en nueve secuencias. Una escena repetida que se imita a sí misma, que se replica y que da el ritmo con ayuda de una melodía encantadora, pero cuya musicalidad nos llega también mediante el montaje. Dos personajes que bailan un vals triste, melancólico, sin tocarse. Una pareja a la deriva que se mira, se desea y que sabe que su destino está en la mutua pérdida. Unos pasos de baile trazados por separado y que unen cámara y sala de montaje. Chow Wo-Man (Tony Leung) y Su Li-Zhen(Maggie Chan) bailan su tristeza al ritmo del tema de Yumeji, un vals compuesto para la película del mismo título de Seijun Suzuki. La melodía nos atrapa cuando los protagonistas se entrecruzan en las escaleras (13’55’’). Un pequeño travelling lateral y una sucesión de suaves y cortas panorámicas acompañan la belleza triste que baja y sube escaleras para recoger una cena sucinta. La cámara se detiene sobre una pared desconchada y el hombre aparece para ser seguido, mecido, acompañado, por la cámara, antes de que esta vuelva a reposar en el punto de partida. Se trata de un baile entre los dos protagonistas por interposición de la cámara. El cine danza.
Wise up, Aimee Mann (Magnolia, de Paul Thomas Anderson, 1999)
Por David Martínez de la Haza
Como un golpe seco y abrupto en el corazón
Como la madre de todas las verdades
Como la sonrisa atrapada en todo llanto:
No va a parar hasta que caigas en la cuenta.
Como la danza mitótica perfecta de un cáncer
Como la negación última de lo corpóreo
Como una polifonía de estertores:
No va a parar hasta que caigas en la cuenta.
Como un documento de últimas voluntades
Como el primer chiste que perdió toda la gracia
Como el pasado que (ciertamente) aún no ha terminado con nosotros:
No va a parar hasta que caigas en la cuenta.
Y así, sin caer en la cuenta, llega la escena más mágica y triste posible en la película más mágica y triste posible. En una repentina revolución sincrónica del alma global, los personajes de Magnolia unen sus voces para darte una clave vital importantísima. Están casi todos: la muchacha forzada a autodestruirse, el lobo bueno, el demonio arrepentido, la eterna promesa, el enfermero y su cadáver, la mujer aturdida por el miedo, el señor del conflicto perenne y el niño y su legítima defensa. Escúchales al menos a ellos; te dicen que no va a parar. Que te rindas.
Hay un atisbo de felicidad incoercible, inapreciablemente voluptuosa, en las palabras que vertebran la canción de Aimee Mann. Suspiradas, una tras otra, esas palabras certifican como irresoluble toda circunstancia emocional humana. Todo es un enorme y gravísimo error en esta cadena de casualidades y causalidades que es la vida. Todo está definitivamente mal. Y, sin embargo, ahí seguimos, esforzándonos en encontrar un esbozo de sentido.
Pero no va a parar, así que, ahora sí, puedes rendirte.
Resistiré, El dúo dinámico (¡Átame!, Pedro Almodóvar, 1990)
Por Javier Gascón
Pedro Almodóvar tiene la capacidad de evocar con sus películas escenarios, personajes, recuerdos sonoros de un imaginario compartido al que los dictados del mercado no se habían preocupado de prestar atención. El pueblo de los abuelos, el olor a guiso de los patios de luces, las canciones que sonaban en viejos transistores y en oscuras discotecas con sillones de escay. El cine reactiva la memoria colectiva cuando muestra objetos, melodías, personajes y sucesos que permanecían olvidados en rincones polvorientos de nuestra vida.
Sus bandas sonoras recurren con frecuencia al cancionero popular del siglo XX, y son la copla y el bolero dos de sus géneros favoritos. También el flamenco heterodoxo de artistas como Bambino, y el verso arrebatado de compositores como Manuel Alejandro. Al escuchar ahora esas notas, quedan asociadas en nuestra mente a escenas inolvidables de su filmografía.
De todas ellas tengo predilección por la que cierra Átame. En ella, los personajes de Ricky (Antonio Banderas), Marina (Victoria Abril) y Lola (Loles León) regresan en coche de la casa de los padres del primero en un pueblo abandonado, tarareando Resistiré, del Dúo Dinámico (versión del hit de Gloria Gaynor). Todo ello después de que Ricky haya “logrado su objetivo” de enamorar a Marina, tras acosarla, retenerla y renunciar después a la conquista de su amor. Los sentimientos cómplices de protagonistas y espectadores se funden en un feliz desenlace que hasta el último suspiro se resistía a serlo.
Alto cutelo, Os Tubarões (Cavalo dinheiro, Pedro Costa, 2014)
Por Cloe Masotta
«Sou quase da mesma idade do Ventura, e estávamos no mesmo lugar quando a revolução aconteceu,» disse o cineasta, que tinha 13 anos aquando do 25 de Abril. «Tive muita sorte em ser um rapaz novo nessa altura, descobri a música, a política, as miúdas, tudo ao mesmo tempo, e era um pouco cego. Precisei destes 30, 40 anos para perceber que o Ventura estava no exacto mesmo lugar que eu mas a chorar, com medo. Eu gritava slogans e palavras revolucionárias, e ele estava escondido com os seus amigos emigrantes.»
Pedro Costa
En Cavalo Dinheiro de Pedro Costa, su protagonista Ventura transita una ciudad fantasmal, no sabemos bien si vivo o (después de) muerto. Deambula como un zombi tourneriano, en continuo tránsito por estancias vacías, pasillos sin fin, no-lugares espectrales o espacios en los que el cuerpo yace y es auscultado pero no halla reposo. Pedro Costa cincela con su cámara digital las paredes del agobiante laberinto en el que acompañamos a los habitantes de Fontainhas. El claroscuro funde cuerpos y espacios, en un piel a piel de los protagonistas de la película con las casas que habitan, el bosque que atraviesan o la antigua fábrica en la que Ventura se encuentra con sus fantasmas, si es que no es él mismo un espectro… ¿Dónde transcurre el viaje? Tal vez en los pasadizos interiores de la mente de Ventura. O tal vez no. De lo que no hay duda es de que es un tránsito hipnótico y doloroso a partes iguales. Y en el centro del dédalo en el que Ventura se abisma suena una canción.
La melodía aúna el latido de todos los corazones de los que habitan el barrio invisible para tantos que viven en Lisboa. La voz de Ildo Lobo, de Os Tubarões, atravesando Fontainhas, muta para cantar el dolor del trabajo y del exilio, del que los rostros y los cuerpos de los caboverdianos que pueblan el film del portugués devienen espejo-herida. Y el realizador que no vio a aquellos que restaban ocultos durante la Revolución de los Claveles, el 25 de abril de 1974 , los hace, al fin, visibles a través del cine y su poder de restituir la memoria de los olvidados.
Fade to Grey, Visage (Laurence Anyways, Xavier Dolan, 2012)
Por Arantxa Acosta
Sentirse observada, envidiada, única. Sentirse deseada, amada, completa. Sentirse mujer, cuando tu vida, tu autoconfianza, se desmorona en mil pedazos. Xavier Dolan resume la crisis por la que está pasando Frédérique (Fred, en una acertada selección de un nombre que se fusiona con el argumento del filme) utilizando un demoledor y determinante impasse que, a modo de videoclip, marcará el antes y después en la relación de los dos protagonistas: una suntuosa fiesta. La canción de Visage, Fade to Grey, enmarcada entre los planos de una gigantesca lámpara chandelier, abre y cierra el momento de esplendor —y justificada irresponsabilidad— de una impresionante Fred/Suzanne Clément, a la que Dolan ensalza con una extremada, pasional y directa puesta en escena, en línea con el tono de su (para mí) mejor película, Laurence Anyways. Concentrando gracias al montaje en paralelo las contradictorias acciones y sentimientos que los dos protagonistas experimentan en un mismo momento, Dolan debería sentirse orgulloso de este pasaje del filme. Seguro es así: incluso se permite un cameo.
Everytime, Britney Spears (Spring Breakers, Harmony Korine, 2012)
Por Nicolás Ruiz
Everytime es una canción de disculpa enmarcada en un videoclip de redención, Britney Spears fantaseando con su muerte y renacimiento, solapando un neonato con ella emergiendo sonriente del agua, como si Everytime fuera una disculpa hacia sí misma. Alien (James Franco) decide cantarle esa canción a sus bitches y fantasear con atracos, con un camino suicida más cercano a la fantasía que a la realidad, arrancando la escena con el recurrente sonido de un arma que luego mutará en un omnipresente dedo ensangrentado tocando la tecla de un piano. Y si bien resulta fácil diferenciar realidad de ficción en el videoclip de Everytime, en Spring Breakers asumimos como real lo que siempre se nos muestra como ensoñación, con las constantes rupturas temporales, repeticiones y voces en off, como si las imágenes pudieran escaparse del contenido, mutar constantemente hasta ser libres, como la promesa de libertad que el propio Alien hace a sus bitches. No es casual si tenemos en cuenta que el Scary Monsters and Nice Sprites de Skrillex que abre el filme reproduce al revés y sincopada la frase “I’m just like you, you don’t need to hide”, como una invitación a ser monstruosamente bello, a bailar con armas de fuego, a morir bellamente en una bañera.
Sobre eso canta Alien antes de conocerlas, de haber aterrizado en otro planeta, en un lugar mágico donde puedes cambiar quién eres, y más allá del cuarteto protagonista es a Alien a quien primero vemos cantando para, a través de ellas, verlo en atracos, cumpliendo las expectativas. De hecho, todo en Spring Breakers se centra en presentar potenciales a la espera de darles cabida en las imágenes en su apogeo, de esquivar un punto de vista cuando el único deber de las imágenes es ser. Dejemos de ser cobardes, porque las imágenes ya forman parte de lo que somos.
The Rhythm of the Night, Corona (Beau Travail, Claire Denis, 1999)
Por Eulàlia Iglesias
Beau Travail se clausura con una secuencia musical. El sargento Galoup (Denis Lavant) baila The Rhythm of the Night en una discoteca. Si tomamos la escena así, desgajada del resto de la película, no presenta a priori demasiado misterio. Un Lavant ataviado de negro de pies a cabeza reacciona poco a poco, mientras se acaba el pitillo, a los acordes de este éxito de Corona que lo petó en los noventa. Hasta que su cuerpo se desata completamente al ritmo de la noche. El escenario es una sala de baile que ya ha aparecido antes en el film, aunque el encuadre no permite adivinar más del contexto. Al contrario de las otras ocasiones en que aparece en este mismo lugar, ahora Galoup baila solo, junto a su reflejo en las paredes repletas de espejos. Hasta que a fuerza de moverse desaparece, casi literalmente, más allá del cuadro. El plano solo se interrumpe para empezar a dar paso a los créditos finales.
Tal y como está montada en la película, la escena se recarga de múltiples significados; muchos posibles y ninguno de ellos definitivo. Las notas del tema de Corona empiezan a sonar justo en el plano anterior, el que insinúa el inmediato suicidio de este personaje. Galoup está echado en la cama y sostiene un revólver. La cámara avanza por el torso donde un tatuaje reza “sirve a la buena causa y muere” y se detiene en el antebrazo. Una vena palpita bajo la piel. (Solo a Claire Denis se le puede ocurrir un plano así para casi cerrar un film). Si Galoup acaba suicidándose, ¿a que viene el vínculo de continuidad sonora con esta última escena en que se lo ve bailando? ¿Es un flashback? ¿Un recuerdo? ¿Un último vislumbre de una felicidad imaginada? ¿Una ensoñación? ¿Una visualización de la muerte?
Sea lo que fuere, la escena resulta un contraplano emocional a todo el resto de la película. Beau Travail está cargada como una olla a presión de sentimientos a punto de estallar. El protagonista acumula bajo el sol de Djibouti deseos frustrados, humillaciones varias y un futuro profesional mandado a la mierda. Galoup explica su historia desde la voz en off. En el cine de Claire Denis, los personajes son parcos en palabras. El sargento tampoco explicita demasiado como narrador. “Galoup soy yo, no apto para la vida, no apto para la vida civil”. Sus cuerpos, sin embargo, resultan muy elocuentes. En la escena de baile final, Galoup parece liberar al fin todas las emociones reprimidas a lo largo de una vida de rígida disciplina militar.
La coda musical también es un contrapunto al resto de escenas cuasi bailadas de Beau Travail. Por un lado, a esas coreografías de cuerpos perfectos entrenándose con precisión militar en el desierto como si desde su belleza ejecutaran una danza de tributo al rey Sol. El enjuto Galloup, en cambio, baila con el cuerpo dislocado, en movimientos disparados y convulsos, vestido de negro, en la oscuridad de un local. Y lo hace solo, y no acompañado por otros soldados y las chicas del lugar como en las anteriores secuencias en la discoteca.
Por último, la secuencia remite a otras películas en que el cuerpo de Denis Lavant también dispone de su momento para ejecutar un monólogo acompañado de música. ¿Acaso podíamos esperar que, después de más de dos horas, el actor francés no estallara a través del gesto?
I’ve got you under my skin, Frank Sinatra (Gamer, Mark Neveldine y Brian Taylor, 2009)
Por Ricardo Adalia
¿Alguien se acuerda de Gamer, de esta película dirigida por Mark Neveldine y Brian Taylor en el año 2009, que imaginaba una nueva evolución de los videojuegos? Una empresa, controlada por el excéntrico Ken Castle (Michael C. Hall) ha conseguido desarrollar un videojuego basado en un entorno Sims, donde los jugadores ya no controlan una realidad virtual, sino otras personas a las que se las paga por actuar dentro de un entorno real. Gracias a la nanotecnología cerebral consiguen controlarlos totalmente. La siguiente evolución ha sido Slayer: un juego de guerra donde los actores pueden morir de verdad. Pero estos actores ya no son personas corrientes, sino presos condenados a cadena perpetua, que si consiguen sobrevivir a treinta pantallas, lograrán la libertad.
Mi elección de este momento musical no tiene tanto que ver con la forma en que irrumpe en Gamer o con la tremenda plasticidad de la escena. Tampoco porque sea el momento esperado en el que el preso, Kable (Gerard Butler), ha conseguido escapar del videojuego para vengarse de Castle por el suceso que le llevó injustamente a la cárcel. Lo he escogido por la manera tan sutil con que anticipa lo que descubriremos un poco más adelante: que esa tecnología de control cerebral y corporal, al contrario de lo que se ha dicho y vendido a la población, tiene efecto fuera de las zonas de juego donde estaría limitada. Castle hace bailar a su pequeño ejército con la evocadora I’ve got you under my skin sonando de fondo, articulando los cuerpos de manera sincrónica antes de intentar dar una paliza a Kable. El cual descubrirá su condición un poco después, cuando intente acabar con Castle con un cuchillo. Parece una escena bastante friqui, pero en realidad condensa toda la esencia de lo más interesante de esta película que fue vista como una mera crítica de la violencia: los juegos de poder, la aceptación de la dominación o la forma de construir una subjetividad y un punto de vista, entre otras muchas cosas.
That Day, Michael Pitt (Last Days, Gus Van Sant, 2005)
Por Sergio Morera
Siendo un crío, el futuro boxeador Jake LaMotta mató a un hombre en un callejón del Bronx: le abrió la cabeza con una tubería de hierro para robarle la cartera (vacía) y lo dejó morir desangrado. Cuando le preguntaron a Scorsese por qué no introdujo este pasaje en su filme Toro Salvaje (Raging Bull, 1980) dijo que, de haber introducido el asesinato en una película que dura dos horas, esto habría convertido a LaMotta en un asesino en lugar de un boxeador. Y su película trataba sobre un boxeador.
El cine tiene un lenguaje, la vida otro. Sin embargo, no son demasiados los cineastas que llegan a comprender esto, y menos aún cuando hablamos de biopics. Hay una tendencia generalizada (y aceptada) al best of dentro de este subgénero. Solemos encontrarnos casi siempre ante películas que intentan mostrarnos una vida exponiendo sus grandes momentos y que rara vez se centran en aquello que verdaderamente importa de esa vida: la personalidad del sujeto retratado. Miraos la mano y estoy seguro de que os sobrarán dedos para contar los filmes que consiguen esto. Eso sí, de lo que también estoy seguro, es de que en uno de ellos habréis colocado Last Days de Gus Van Sant.
La apuesta de Van Sant es tan radical, tan coherente con el mensaje (el verdadero valor de una persona como Kurt Cobain) que incluso relega la imagen a un segundo plano. Durante casi todo el metraje, es el sonido el verdadero narrador de la historia. Un sonido extraño que a menudo no se corresponde con aquello que estamos viendo en pantalla —ya que su naturaleza es diferente (interior) a la de las imágenes (exterior)— y que, sin embargo, tiene una presencia que no se puede obviar.
El legado de Blake/Cobain no son las camisetas de rayas, los tejanos rotos o un puñado de gafas de sol. Su legado es este, la música, y Van Sant lo muestra de una forma impecable; mientras uno construye su canción (por capas, como se hace en la música) el otro construye su plano (con tiempo, espacio y materia, como se hace en el cine). “Es mejor quemarse que apagarse lentamente”*, eso es el rock&roll y eso es lo que vemos en Last Days.
*Hey Hey, My My (Into the Black) Neil Young, 1979.
Without you, Harry Nilsson (Las reglas del juego, Rules of attraction, Roger Avary, 2002)
Por Gerard Alonso Cassadó
Te escribo esta última carta porque sé que nunca serás mío.
Lara, linda Lara. Siempre al fondo del plano, fuera de foco, extra de la nada. Deja tus anillos al borde de la bañera, Lara. ¡Qué lástima que tras la cámara no estuviese Orson Welles! Así, al menos, hubiésemos intuido tu presencia en el horizonte. ¿Pero quién eres tú, Lara? ¿Aparecerá tu nombre en los títulos de crédito? ¿Dónde está Freddie Prinze Jr. para embellecer al patito feo?
No hay nadie, Lara, porque esto no es una comedia romántica de los 90. Aquí las vírgenes reciben vómitos en la espalda cuando son desfloradas. Aquí el amor es sustituido por sexo desangelado. Es mejor que abandones la diégesis, Lara. Abre el grifo y fúndete en los dulces sueños de Harry Nilsson. Sin ti todo va a seguir siendo igual. Nadie advirtió tu presencia, Lara.
All these things that I’ve done, The Killers (Southland Tales, Richard Kelly, 2009)
Por Mónica Jordan
Justin Timberlake interpreta a un veterano de guerra en Southland Tales. Apostado en el horizonte de su ciudad, bajo su condición de francotirador, salvaguarda el orden establecido de posibles ataques, pero desde su mirilla y situación estratégica es capaz también de discernir entre la playa y los granos de arena que la conforman. No debe extrañarnos, pues, que Richard Kelly lo escoja como nuestro guía; y es que Pilot Abilene (Timberlake) será nuestro narrador, el responsable de explicarnos los hechos aunque sea con el hastío que le genera ser tratado como una aposición en una Historia de la que ha formado parte activa.
Música pop, imágenes oníricas, estados ¿irreales?… Las fronteras de la ficción y la realidad se confunden y funden, lo que sucede es difícil de interpretar porque la verdad es poliédrica. Ante ese estado líquido, Pilot Abilene se convierte en un semidiós, en un demiurgo que todo lo sabe pero al que nadie considera. Sin embargo, Kelly es siempre generoso con sus personajes, por lo que acaba por concederle un episodio introspectivo que nos adentra en su estado mental y emocional, y en esas nos regala una escena musical a ritmo del All these things that I’ve done de The Killers.
Sumido en la anomia, Abilene se inyecta el mismo Fluid Karma con el que en el Ejército muchos de sus compañeros murieron. Huir, sentirse fuera de sí mismo, desligarse del entorno; en definitiva, dejar de ser un hombre hueco, como diría T.S. Eliot, para recuperar su humanidad. Así, cantando el tropo I got a soul but I’m not a soldier se convence, por fin, de que no es, como quieren hacerle creer, tan solo una nota al margen.
© de sus respectivos autores, marzo 2015