Mariano Llinás. Profesión: Fabulador

El placer de narrar en La flor (Primera parte) e Historias extraordinarias

 

“Empiece por romper los espejos de su casa, deje caer los brazos, mire vagamente la pared, olvídese. Cante una sola nota, escuche por dentro. Si oye (pero esto ocurrirá mucho después) algo como un paisaje sumido en el miedo, con hogueras entre las piedras, con siluetas semidesnudas en cuclillas, creo que estará bien encaminado, y lo mismo si oye un río por donde bajan barcas pintadas de amarillo y negro, si oye un sabor de pan, un tacto de dedos, una sombra de caballo”.

Instrucciones para cantar (Julio Cortázar)

 

Llegamos pronto a la sala del centro comercial donde se proyecta La flor (Primera parte) (2016), pero Mariano Llinás ya estaba allí. Es el estreno nacional de la película —y pongo en cursiva el término, porque esto no es otra cosa que la primera parte de una trilogía de la que no podremos ver el final hasta dentro de unos años—.

Nos encontramos en el Festival de Cine Internacional de Ourense (OUFF), comandado por Fran Gayo desde hace un par de años y cuya entrada ha permitido que ocurran sucesos tan gozosos como este, amén de una programación con tino, sentido y sustancia, centrada en lo más sugerente que nos llega de Iberoamérica. En el festival también pudimos apreciar Baronesa (Juliana Antunes, 2017), una intensa docuficción sobre las habitantes de una favela que filosofan sobre sus trágicas vidas y, de alguna forma, son dueñas de su ínfima parcela en el mundo y de sus decisiones. Y también proyectaron La vendedora de fósforos (2017), de Alejo Moguillansky, precisamente el montador habitual de las películas de Llinás. Aquí, Moguillansky arma un relato donde la lucha social se integra sin estridencias en discursos culturales y con la música como eje de comunicación y conocimiento. Pero, sobre todo, la película destila ganas de contar. Y de eso va también la película que nos ocupa. De contar cosas. Hasta que los rostros y las lenguas se vuelvan azules, como en aquella película de Wayne Wang.

Presentación de Mariano Llinás del pack de Intermedio de Historias extraordinarias en el OUFF, donde también se exhibió La flor (Primera parte)

Este gigantesco contenedor cinematográfico que es La flor (Primera parte) comienza con el propio cineasta: nos espera sentado en un área de servicio, un lugar de paso, un pequeño descanso en medio de un trabajo no finalizado —la propia película—. Suponemos que cuando desaparece del plano agarra el coche y continúa el viaje. Y lo primero que dice desactiva al crítico y lo convierte en innecesario: “esta película es así”. Y pasa a trazar un garabato semejante a una flor en la que cada trazo corresponde a una historia —unas no terminan, otras empiezan tarde, otra tiene inicio y final—. Si hacemos caso a este hombre —y no hay razón para no hacerlo—, aquí no hay lugar a la interpretación. La flor es lo que es: pura prosa poética. No hay metáforas, no hay simbolismos ni ironías. Solo su majestad la narración. El storytelling, sí, un concepto decimonónico y demodé en estos tiempos cinematográficos donde los significantes deben estar atiborrados de significados para cada tipo de público, para la prensa cinematográfica, para los ensayos sociológicos, para los festivales y para la madre que nos parió. Decíamos, pues, que el cineasta nos interpela y nos asegura que “esta película es así”. Y es este un inicio muy similar al de su anterior película, otro monstruo descomunal llamado Historias extraordinarias (2008) —nada que ver con aquel irregular tríptico que Louis Malle y Roger Vadim perpetraron y Federico Fellini convirtió en leyenda—. Así que cojamos impulso para saltar hacia atrás.

 

Relatos de La Pampa

“Bueno, es así: un hombre —llamémoslo X— llega en medio de la noche a una ciudad cualquiera de la provincia. De X no sabemos prácticamente nada”.

Historias Extraordinarias (Mariano Llinás)

 

“Es así”, vuelve a decirnos Llinás. Podría ser de otra manera, pero así es como lo va a contar. Y como así lo va a contar, así va a suceder y así serán las imágenes que va a crear para nosotros. La distribuidora Intermedio acaba de lanzar un exuberante y generoso pack de tres DVD con la película completa —tiene una duración total de 245 minutos— y acompañada de un libreto fundamental que proporciona claves e instrucciones para manejar el artefacto. En él se pregunta el propio Llinás: “¿es posible, en estos borrascosos días, ser Stevenson?”. Además del escritor escocés, las imágenes están impregnadas de aromas de otros autores como Franz Kafka, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez, Mark Twain y un etcétera tan largo como al espectador se le ocurra. Después de décadas de jugueteos con el medio cinematográfico, con desestructuraciones, estructuralismos, conceptualismos, y todo tipo de resabios, llega esta pequeña película de cuatro horas para cuestionar el imperio del estilo sobre el relato. Historias extraordinarias es una apuesta firme por la narrativa, y además englobada en uno de los géneros más clásicos: la aventura. Alusiones a La isla del tesoro (Robert Louis Stevenson, 1882) mediante, todo parece orquestado para transmitirnos la felicidad del viaje y del propio acto de narrar: el wanderlust, el vagabundeo maravillado.

Historias extraordinarias

La película nace, según el cineasta, del desencuentro abismal entre el paisaje físico de su niñez —los monótonos alrededores de una casa de campo— y el abigarrado mapa mental de sus novelas de aventuras. Y sin ironías, nostalgias o sarcasmos, se lanza a la piscina de una serie de narraciones cruzadas y desconectadas entre sí de distinto pelaje y duración que como bien dice Miguel Marías en el libreto “ni siquiera aspiran a resultar verosímiles o plausibles, sino que se presentan divertidamente como pura ficción”.

Todas ellas están atravesadas por una voz en off constante —prácticamente no hay diálogos— para que no olvidemos jamás la naturaleza narrativa de las imágenes. Es un off que se adelanta, que masca la tragedia y que anuncia el punto justo donde las cosas se tuercen, para que no perdamos detalle. Como un cuentacuentos que conoce todos los trucos para mantener la atención del oyente. Y además establece una singular transcripción en imágenes: cuando la narración es vaga, difusa, el cineasta recurre a un gran plano general, pero a medida que vamos conociendo datos, la imagen se diversifica y pasamos al plano americano, al primer plano, al plano detalle… Casi como imágenes mentales.

Además de la voz narradora, hay un especial cuidado por la banda de sonidos. La edición de Intermedio trae como extra un archivo mp3 con un montaje de músicas y sonidos de la película y el libreto también incluye un exhaustivo listado de sonidos. Llinás nos dice de nuevo a qué tenemos que prestar atención. Hay algo de arcaico y al mismo tiempo de celebración en esta utilización de los sonidos, como si de un vetusto serial de radio se tratara: tiroteos, murmullos, pasos, transistores, sirenas, fuego, leones… toda una serie de efectos sonoros que insuflan vida a las imágenes. La inspiración para el vestido sonoro de una escena a veces proviene de un lugar externo a las propias imágenes, como por ejemplo una canción de Los Fabulosos Cadillacs (1). El sonido le disputa el trono a la imagen.

Y hay escenas en las que el texto literario vuela alto, como en el fantasmagórico momento en que el protagonista de una de las narraciones descubre en una nave abandonada y a la luz de una linterna, a un león moribundo. La calidad de la voz en off convierte la escena en algo muy especial, como el pasaje que subrayaríamos en un libro voluminoso. Al final es lo que queda en el espectador: fogonazos, estallidos de emoción en una historia que, según termina, ya hemos olvidado lo accesorio y atesorado lo fundamental. Cerremos este libro. Es hora de sentarnos junto al fuego y abrir una nueva película por la primera imagen.

Historias extraordinarias

 

La flor/Modelo para armar

Watch out! The word’s behind you

Sunday Morning (The Velvet Underground). Album: The Velvet Underground & Nico. 1967. Autores: Lou Reed, John Cale.

 

“Esto no es una película”, nos confiesa Mariano Llinás con su físico de gigante bonachón y volcánico justo antes de comenzar La flor (Primera parte). Y en parte tiene razón, ya que como dijimos, estamos ante un proyecto inconcluso que constará de dos partes más hasta formar una trilogía de más de nueve horas de duración. Por otro lado, este artefacto inclasificable contiene varias películas en su interior, todas con un nexo en común: las actrices, que interpretan distintos papeles en cada segmento de la (no) película. Todas ellas provienen de un grupo de teatro y nunca habían actuado en una película, pero desde los ocho años que van desde que se inició el rodaje hasta ahora, ya han participado en varias. Así, los espectadores asistiremos a algo más importante que la evolución de la trama: la evolución de las interpretaciones de las protagonistas. Jean-Luc Godard dijo una vez que toda película de ficción era a su vez un documental sobre el trabajo de los actores. Aquí el documental, por decirlo de alguna manera, pasaría a primer plano.

Según el cineasta, La flor tiene una estructura en forma piramidal en la que la base es el trabajo de las actrices, verdadera razón de ser del proyecto. El siguiente elemento en importancia sería el juego con los géneros cinematográficos —sin atisbo de ironía alguna: desde la pasión por los mismos y sin lectura posmoderna, sino apostando a muerte por su vigencia en 2018—. Y para terminar, las tramas. Pero el espectador siempre puede hacer caso omiso a esta escala de valores y poner su atención en donde desee, por supuesto.

La flor (Primera parte)

En esta primera parte asistiremos a dos historias: una de terror serie B con ecos de Alucarda (1977) —la fascinante película de vampiros del infravalorado Juan López Moctezuma— y la otra, un melodrama musical desaforado con gotas de cine de espías. Una combinación irresistible. Tremendo programa doble. Vamos a sumergirnos un poco en ellas porque proporcionan un placer estrafalario y vibrante en este cine liofilizado al que estamos acostumbrados los últimos años.

En la primera historia, una momia azteca ennegrece poco a poco la vida de las protagonistas cuando posee a una de ellas, con lo que poco a poco degenera hasta convertirse en… algo. Felizmente, hace su aparición un personaje, Cruz, especializado en ese tipo de situaciones paranormales. Y se encarga del asunto a la manera del señor Lobo que incorporaba Harvey Keitel en Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994). En cualquier momento parece que la cosa se puede despendolar y convertirse en un bizarro direct to video. Y lo bueno es que uno lo aceptaría con tranquilidad. Esta es una nueva forma de crear universos donde todo es posible: desde la calma. Pero cuando la trama parece dar un giro que la emparenta con la mitología de Las Tres Madres de Dario Argento… se acabó. No es un continuará, es que no habrá continuación. Hasta ahí se nos permite contemplar. Atrás quedan tópicos del género utilizados como si fuera la primera vez y música estridente que habla al espectador de un algo más que nunca llegará a materializarse. Frustrante y sugerente. Siguiente historia. El musical.

Ahora hay que recordar las palabras de Llinás en contra de la ironía y el sarcasmo: aquí no hay posibilidad de aferrarse a una sonrisa cómplice. Uno no puede entrar con petulancia en este mundo de abracadabrantes relaciones entre una pareja de intérpretes de canción ligera que se engañan, se aman, se odian y conspiran a través de terceros personajes en una espiral de celos bigger than life y donde las pasiones se desatan sin control y se grita mucho y se llora aún más fuerte. Asistimos a la representación en imágenes —y en música: las estupendas canciones que salpican esta parte, compuestas por el propio realizador, son parte fundamental de la propia trama— de una canción de Pimpinela. Y no es broma: el propio Llinás reconoce que le gusta el dúo argentino, famoso por su teatralidad virulenta, tempestuosa y marciana. Por en medio aparece una subtrama sobre elixires de eterna juventud, traiciones y espionaje con personajes imposibles y actuaciones e imágenes a la altura de la locura de la historia. Y escorpiones: ya nos avisaba el director al inicio que cuando apareciera una cosa con escorpiones, llegaría el intermedio de la película.

La flor (Primera parte)

Lo que se repite una y otra vez es la figura del narrador: alguien cuenta una historia y alguien escucha. Nosotros somos escuchadores antes que espectadores. Da igual si la historia es un flashback en B/N entre el kitsch y el Raúl Ruiz fantasioso de Las tres coronas del marinero (Les trois couronnes du matelot, 1983) o la de uno de los personajes que habla con tristeza de sí mismo como intrascendente, desechable, pero útil como nexo de la trama principal. Reconocemos los géneros, los giros de guión, los arquetipos; pero la fuerza es nueva. La apropiación tiene una voz singular. Y la (no) película termina en un estudio de sonido, con la grabación de una canción ya no de desamor, sino de odio, entre Paquita la del Barrio y Johnny Rotten. Después, gritos, ruido de cristales rotos y la cara de estupefacción de todos los personajes. Y de los espectadores. Hemos asistido a un reboot del cine de género o del cine a secas. Cuatro horas más tarde, se encienden las luces, pero en la sala aún resuenan sonidos e imágenes de otra época, como si fueran ecos de la primera mirada. Continuará…

 
 
© Javier Trigales, enero de 2018
 
 

(1) “Anoche escuché/varias explosiones/tiros de escopeta y de revólver/autos acelerados, frenos, /gritos, ecos de botas en la calle/toques de puerta, /quejas por dioses, platos rotos/ estaban dando la telenovela/ por eso no miró nadie pa’ fuera”. La canción de Los Fabulosos Cadillacs que suena en la película se titula Desapariciones.