Mar del Plata 2017: ‘Wajib’ + ‘Visages, villages’ + ‘Last Flag Flying’

El devenir que se hace cine

 

Una de las sesiones del 32º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata

Entre las diversas películas que he podido ver en este inmenso Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, desde el gore desenfadado de Ryan Prows con su prometedora ópera prima Lowlife hasta la luminosidad de los paseos de Isabelle Huppert y Kim Min-hee por Cannes en Claire’s Camera de Hong Sang-soo, pasando por ese tronchante homenaje al cine como acto de locura que es The Disaster Artist de James Franco, quisiera centrar esta crónica en tres filmes que conforman tres derivaciones de road movie bien diferentes. Se trata de Wajib (Annemarie Jacir), Visages, villages (Agnès Varda y JR) y Last Flag Flying (Richard Linklater).

La primera, flamante ganadora de la competición internacional con los premios a Mejor Película y Mejor Actor para Mohammed Bakri, es una ficción que se construye desde la cotidianeidad de un padre y un hijo que conducen por su ciudad entregando invitaciones casa por casa, planteando el automóvil como un espacio íntimo y las diferentes visitas como un retrato coral en el que confrontar dos miradas distintas sobre Palestina. La segunda, la mejor película que pude ver en el festival, es un documental que hace de su camino una intervención artística en la que retratar a personas anónimas mientras el propio filme, poco a poco, se abre como un autorretrato de sí mismo y de los que lo dirigen. La tercera, que clausuraba el certamen marplatense, hace de la road movie un espacio para el reencuentro de tres personajes con su pasado, planteando una compleja reflexión en torno a la verdad, la necesidad de la mentira, la sinrazón de la guerra y el posible sentido, a pesar de todo, del patriotismo y el deber cumplido. Las tres usan el trayecto como motor narrativo desde el que dar sentido al mundo, sea desde la ficción medida o desde los juegos con lo real que permite el documental.

 

WAJIB, o «Matar al padre»

“Quien quiera nacer, tiene que romper un mundo”, le aconsejaba Demian al joven Emil Sinclair en aquel libro publicado tras la Primera Guerra Mundial con el que Hermann Hesse reconocía haber lidiado con los fantasmas y complejidades de su propia adolescencia. Algo de eso hay en Wajib (deber), el tercer largometraje de Annemarie Jacir: un mundo roto en pedazos, Palestina, y un joven, devenido en adulto primerizo, que ha de lidiar con la realidad que dejó atrás cuando su familia le envió a Italia. El pretexto para su vuelta, la boda de su hermana Amal, es el mismo que toma la película para retratar la vida de los palestinos que quedan en su amada tierra desde la relación tensa entre un padre y su hijo que recorren Nazaret —la ciudad con mayor población árabe de todo Israel*— en un viejo Volvo entregando en mano, como manda la tradición, las invitaciones a cada uno de los asistentes.

La tradición, que ilumina el camino a una generación mientras aplasta a la que trata de surgir, es uno de los temas centrales de un filme que encuentra en la sencillez de su planteamiento su virtud para emprender un retrato sutil y completo de una realidad en constante deterioro a través de dos personajes que comparten un vínculo fundamental, aunque ajado por la distancia generacional. Abu Shadi (Mohammed Bakri), conocido maestro en su ciudad, y Shadi (Saleh Bakri), el hijo pródigo que vuelve convertido en arquitecto, padre e hijo también en la vida real, encarnan el inevitable enfrentamiento entre dos generaciones, pero también la confrontación de dos miradas opuestas sobre Palestina: la del pragmático que vive a diario en las contradicciones de su tierra y se obstina por encontrar su valor, el mismo que da sentido a su existencia, frente a la del que la mira desde una posición ya extranjera.

Dos miradas, en el fondo, resistentes: una a la tradición, la otra al cambio. Como cuando un adulto vuelve al colegio donde pasó su infancia y todo le parece pequeño y ajado, Shadi mira a su Palestina natal con el idealismo condescendiente del que arenga la resistencia desde su atalaya occidental, con la demoledora crítica del que no ha tenido que renunciar a sus principios para poder vivir en relativa paz en una tierra que cada vez pertenece menos a los palestinos. De este modo, Annemarie Jacir explora la fractura entre la visión politizada y utópica de los palestinos en diáspora por el mundo —con un marcado enfoque crítico en una OLP distanciada de la realidad del país que dice representar— y la de aquellos que continúan viviendo en una tierra que se les resquebraja bajo los pies, a la vez que sitúa al espectador en un punto de vista, el del occidentalizado Shadi, que redescubre Palestina tras años en el extranjero —al fin y al cabo, uno nunca vuelve al lugar del que partió, y eso cobra aún más sentido en el caso palestino— y de ese modo nos la descubre a nosotros.

Mientras Shadi y Abu Shadi conducen por la ciudad, en esa frágil intimidad que el coche permite mientras recorre el paisaje, la cineasta construye una road movie cotidiana donde poco a poco se desgrana el conflicto que enfrenta a un hijo que trata de autoafirmarse frente a la imagen distorsionada que su padre ofrece de él a los amigos y conocidos que les invitan siempre a entrar en sus casas. Desde la ligereza del humor, un humor medido, sutil, construido en los silencios que pesan en el interior del vehículo, en las miradas cómplices que padre e hijo se permiten cuando entierran temporalmente el hacha de guerra, Jacir siembra en las escenas la amargura de un pasado que poco a poco emerge en los diálogos. La madre que abandonó a la familia, las razones del exilio del propio Shadi, la fractura que la tradición puede generar en una familia ya de por sí desmembrada, el puritanismo de la sociedad palestina… todo ello toma cuerpo poco a poco en el discurrir del padre y el hijo casa por casa —que la cineasta aprovecha para retratar a la perfección a una sociedad árabe que sobrevive bajo sombra del estado israelí, que mantiene su dignidad de puertas para adentro mientras afuera la realidad es cada vez más hostil— hasta que, tras el desencuentro, el conflicto se va disolviendo y ambos personajes parecen, por fin, darse un respiro. Podemos comprender, entonces, el verdadero sentido que la tradición adquiere en un lugar como Palestina, aquel que su propia hermana recrimina a Shadi no entender y que, en el fondo, queda como deuda —de ahí el título del filme— y último vínculo posible entre dos generaciones, entre un padre y un hijo que se parecen más de lo que el último querría reconocer.

Será en un esperado gesto final —Jacir en ningún momento se aparta de cierto academicismo, el filme tampoco lo necesita— donde ambos encuentren un remanso de entendimiento, donde el clímax les redima y les acerque un poco más, solo un poco. Quizás eso es suficiente, quizás es todo a lo que se puede aspirar. Tras el largo viaje por las calles y casas de una Palestina que ya no es Palestina, tras las discusiones y las contradicciones, ambos personajes parecen entenderse un poco más. Hay mucho que reconocerle a una película que, desde la sobriedad formal y el extraordinario trabajo de los dos actores principales, consigue erigirse como un filme generacional —al menos para los que hemos partido a buscarnos las habas lejos de casa— a la vez que como retrato social cotidiano y profunda reflexión política desde el espacio íntimo de un pequeño drama familiar.

* Hay que recordar que aunque el estado de Palestina se divide en Cisjordania y la franja de Gaza —en la práctica, también ocupadas por Israel— diversas ciudades del territorio israelí están mayoritariamente pobladas por ciudadanos árabes de origen palestino. Aproximadamente el 20% de los habitantes de Israel son árabes y la mayoría se consideran palestinos en tierra ocupada. Aunque ostentan ciudadanía israelí, sufren también las consecuencias de la ocupación y sus derechos como ciudadanos están restringidos respecto a la población judía. Nazaret, a pesar de su importancia para el cristianismo y de tener una importante población cristiana, está mayoritariamente poblada por árabes.

 
VISAGES, VILLAGES, o cómo hacer de la imagen un lugar

Hace tiempo me encontré por las redes con una campaña de crowdfunding particular: Agnès Varda y un tal JR querían hacer una película juntos. Meses después he encontrado mi nombre entre una multitud de mecenas al inicio de un filme que, desde su primera imagen, se configura como un regalo a los demás. La idea central es sencilla, y parte de la propuesta artística de JR y su equipo: retratar los rostros de personas anónimas en enormes fotografías en blanco y negro que después pegarán en paredes de sus pueblos o casas, como un homenaje que recupera la memoria y redefine la identidad de cada lugar desde el intercambio y la celebración. La intervención artística participativa es la excusa no solo para construir retratos amplificados en fachadas donde lo cotidiano, las miradas anónimas, pueden devenir en iconos de un lugar, sino para embarcarse en una road movie llena de curiosidad a bordo de un camión con forma de cámara fotográfica que llevará a la cineasta y al artista visual por diversas aldeas de Francia para conocer a todo tipo de personas abiertas a compartir su imagen y un pedazo de su memoria para el filme.

La particular pareja artística que forman Varda y JR plantea Visages, villages como una película que en todo momento se abre a sí misma, explicando desde sus razones —cuando cuentan cómo llegaron a conocerse— hasta sus mecanismos —desde el propio proceso de reflexión para dar forma al filme hasta el proceso de trabajo necesario para recubrir los edificios con sus enormes imágenes impresas— para acabar conformando un particular campo de juegos, el del documental cinematográfico, en el que ambos artistas reflejan una tierna amistad desde la que retratarse mutuamente. De este modo la película da a conocer la obra de JR, artista que vincula el retrato fotográfico con el arte urbano y efímero haciendo de la calle su propia galería expandida, pero se configura ante todo como un entrañable homenaje a una Varda que sostiene su alegría y vitalidad aún en el crepúsculo de su vida, cuando su vista comienza a nublarse y sus piernas la obligan a estar sentada la mayor parte del tiempo. Las imágenes de su cine —desde el rostro luminoso de Corinne Marchand en Cléo de 5 à 7 (1962) al Jean-Luc Godard sin sus habituales gafas negras en el cortometraje Les fiancés du pont Mac Donald (1961)— se intercalan con paseos, diálogos e imágenes cotidianas que suponen un retrato precioso y vitalista de la que es, para el que escribe, la cineasta más grande que nos queda.

El resultado del juego, porque en el fondo el filme se despliega como un juego con lo real, acaba otorgando imágenes de una potencia visual apabullante: pienso en las tres “mujeres pájaro, mujeres valientes, sentadas en su propio corazón”, o en la fotografía, tomada por la propia Varda, de su amigo Guy Bourdin, ya desaparecido, cuya imagen se lleva el mar en apenas un día, lo que invita a la cineasta a reflexionar, en una visita a la tumba de Cartier-Bresson, sobre su propia muerte en un momento que a muchos nos dejó una tristeza amarga.

El filme, no obstante, no se hunde en amarguras y, desde la complicidad de ambos artistas y el intercambio generoso con las personas que conocen, compone un viaje entre vidas anónimas lleno de alegría en el que las imágenes son ese fuego con el que calentarse las manos. Al menos hasta que Godard demuestra, desde su habitual desprecio disfrazado de pretendida clarividencia, que, como decía la propia Varda, no podemos pensar que todo el mundo es agradable. Yo, que unos días antes pude ver en el mismo festival el lado más simpático y burlón del cineasta franco-suizo en la recién recuperada Grandeur et décadence d’un petit commerce de cinéma (1986), me preguntaba qué habrá llevado a un tipo así de brillante a volverse tan mezquino. Pero por suerte ni siquiera este final, que quizás desentona respecto al resto del metraje, enturbia una película compuesta a partir de pequeños pedazos de vidas ajenas, desde la voluntad de crear escuchando y recorriendo el mundo, haciendo de él, con las imágenes, un lugar un poco más cercano.

 

LAST FLAG FLYING, o la verdad del soldado

Si el filme anterior de Richard Linklater, Todos queremos algo (Everybody wants some!!, 2016), se situaba en un presente cegador, uno de esos momentos de la vida que parecen un remanso de tiempo detenido sin presente ni futuro más allá del instante, su último filme, Last Flag Flying, nos presenta a tres hombres que intentan, cada uno a su manera, escapar de un pasado que les trastorna. Estos tres personajes, libremente inspirados en la novela homónima de Darryl Ponicsan —que coescribe el guión junto al propio Linklater—, son la base de un filme que se acerca a la guerra a través de lo que queda de sus experiencias décadas más tarde, cuando la vida les vuelve a reunir. Presentada por algunos críticos como una suerte de secuela de El último deber (The Last Detail, Hal Ashby, 1973), basada también en una novela de Ponicsan, el propio Linklater ha negado esta filiación a pesar de los posibles ecos que se pueden rastrear, por ejemplo, entre el personaje que interpreta Bryan Cranston y aquel por el que Jack Nicholson ganó el premio a mejor actor en Cannes.

Last Flag Flying comienza desde el reconocimiento: en 2003, en pleno apogeo de la invasión en Irak, Larry “Doc” (Steve Carell) se presenta en un bar regentado por un tal Sal (Cranston) que, distraído en una conversación anodina, apenas le presta atención mientras le sirve la cerveza. Cuando el primero insiste en hablarle y recordarle el pasado común Sal parece volver a tiempos más luminosos, aunque su dificultad para recordar su nombre parece situar este pasado común en tiempos remotos: ambos son, en efecto, veteranos de la guerra de Vietnam. Tras una noche de borrachera, conducen hasta una iglesia donde se reencuentran con el tercer exmarine conocido por su apellido, Mueller (Laurence Fishburne), ahora convertido en un sobrio pastor. El tono jocoso de todo este inicio encuentra su contrapunto cuando Doc explica por qué ha acudido a ellos: su hijo, recién alistado en el ejército, ha sido asesinado en la guerra de Irak y él tiene que enfrentarse solo al penoso trámite de su entierro.

Esta será la excusa para embarcar a los tres personajes en una singular road movie para recoger el cuerpo del chico. Linklater acompasa el proceso de duelo de Doc —Carell borda al personaje con una interpretación contenida y formidable— con el progresivo acercamiento del trío, cuya amistad poco a poco emerge de las corazas que con el tiempo han ido desarrollando para enmascarar un pasado que ninguno de los tres ha llegado a superar. La oposición, caricaturesca en cierto punto, entre la forzada rectitud y devoción cristiana de Mueller frente a la irreverencia descarnada de Sal le sirve a Linklater para mantener un brillante equilibrio entre la comedia y el drama —al fin y al cabo, qué otra respuesta posible tenemos ante la muerte que celebrar la vida—, planteando una introspectiva reflexión en torno al valor de la verdad y los límites de la mentira. Solo el cine puede dar cuenta de lo que ocurre en una de las escenas más brillantes del filme —que no aparece en el libro—, donde únicamente mediante el silencio y la expresión de los rostros se llega a comprender, no sin dilemas morales, cuán necesaria puede llegar a ser una mentira para sostener el relato de una vida echada a perder.

Con todo, Last Flag Flying constituye, al menos en su primer tramo, una ácida crítica contra un ejército (y un país) que construye su heroísmo a partir de medias verdades y adolece de un sistema moral cargado de corrupción, ira y fundamentalismo que, no obstante, se mantiene a través del patriotismo, la camaradería y el sentimiento del deber cumplido. La violenta oposición entre las críticas de Sal —»somos la única fuerza de ocupación que para colmo espera caer bien allá donde va”— y la crispada autoridad del coronel responsable del soldado fallecido (Yul Vázquez) encuentra su punto de sutura en el personaje de Charlie (J. Quinton Johnson), el joven soldado que era el mejor amigo de Larry Jr. en el frente y que les terminará acompañando hasta el entierro. La maravillosa escena en el tren donde los tres, borrachos, se unen a Charlie para contar anécdotas de Vietnam junto al ataúd del hijo de Doc deja claro que el mismísimo origen de sus traumas resulta también una suerte de lugar feliz al que volver, que hay algo en esos años en el ejército que continúa dotando a sus vidas de cierto sentido.

Es aquí donde Linklater vira de la crítica al homenaje, donde la película, a pesar de dar cuenta de las corruptelas políticas y mentiras que fundan cada guerra, alcanza su propio límite en el patriotismo (de los personajes y del director), se desprende de su disfraz anti-sistema y termina mirando a los ojos —glorificando, incluso— a unos personajes que, aun cuando lo han perdido todo, siguen sintiéndose, de algún modo, parte de un sistema para el que son carne de cañón. Hasta la muerte puede ser colmada de significado con una bandera de barras y estrellas metódicamente plegada, con un relato del que sentirse protagonista, aunque no seas más que un borrón de una página terriblemente mal escrita.

 

© Bruno Hachero, noviembre de 2017