Los festivales de cine en 2021

Los acontecimientos

Cuando en la gala de clausura del último festival de Cannes Spike Lee desveló antes de tiempo que la Palma de Oro iba para Titane (2021), hubo un grito sordo por parte de los asistentes: ¿Cómo podía ser que el premio más importante de la noche se desvelara en primer lugar y por error? Más tarde, cuando el galardón se confirmó, la directora Julia Ducorneau lo aceptó, emocionada, recordando que su película no era redonda y asegurando que “esta velada ha sido perfecta porque no ha sido perfecta para nada”: de algún modo toda esa caótica entrega encajaba con lo que era su propuesta. Titane es tan solo su segunda película del mismo modo que esta es la segunda ocasión en que una película dirigida por una mujer —y la primera que lo hace de forma individual— alcanza la Palma de Oro en las 74 ediciones del festival de Cannes. También es una de las pocas películas de género fantástico, la primera desde Tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas (Lung Boonmee raluek chat, 2010), en hacerse con el galardón.

Spike Lee y Julia Ducorneau en Cannes

A la hora de entregar los premios en el último festival de Venecia los errores de lectura no marcaron la gala, pero sí lo hizo una reivindicación de la voz femenina que fue repitiéndose a lo largo de la ceremonia. Maggie Gyllenhall, directora y guionista primeriza de The Lost Daughter (2021), recibía el premio al mejor guión poniendo en valor sobre el escenario la figura de Elena Ferrante y Jane Campion («leyendo el libro de Ferrante accedí a algunas verdades secretas acerca de ser una mujer en el mundo, claro que, en realidad, no es que sean secretas sino que simplemente no se han dicho. Elena Ferrante rompió ese acuerdo sobre el silenciamiento de las mujeres. Tuve el mismo sentimiento viendo El Piano [The Piano, Jane Campion, 1993] cuando estaba en el instituto»). Minutos después la propia Campion ganaría también el premio a mejor dirección por The Power of the Dog (2021), segunda vez en la historia de Venecia que una mujer conseguía tal reconocimiento, y momento en el que dio pistoletazo de salida la carrera por un previsible Oscar para la directora neozelandesa en el próximo mes de abril. Ambas figuras quedarían poco más tarde eclipsadas por Audrey Diwan, otra realizadora francesa que, también con su segunda película, y también adaptando a otra autora —en este caso, la novela autobiográfica de Annie Ernaux—, se hacía con el León de Oro por El acontecimiento (L’événement, 2021). Diwan afirmó sobre el escenario que “hice esta película con rabia, pero la hice también con deseo… La hice con mis entrañas, mi corazón y mi cabeza. Quería que fuese una experiencia, un viaje. No quería que mirásemos a su protagonista, quería que fuésemos ella”. En esta ocasión se trata de la sexta vez que una mujer se hace con el máximo galardón en los setenta y ocho años de historia del festival.  

Audrey Diwan recibiendo el León de Oro en Venecia

El palmarés del último festival de cine de San Sebastián profundizó en esta línea y prácticamente todos los galardonados fueron mujeres. La Concha de Oro fue para la ópera prima Blue Moon (Crai Nou, 2021) de la directora Alina Grigore, que aseguró al recibir el premio que quería “agradecer al festival y al jurado por el salto de fe que han tomado apoyando este proyecto de investigación que pretendía trazar un tipo de storytelling distinto. No buscábamos seguir una historia a través de acciones o eventos sino, más bien, a través del análisis del tumulto femenino, tanto del psicológico como del emocional”. La Concha de plata a la mejor dirección fue para Tea Lindeburg por su también primera película As In Heaven (Du som er i himlen, 2021). El premio especial del jurado a Earwig (2021) de Lucille Hadzihalilovic. El ex aequo a mejor interpretación femenina —en un año en que las categorías por género desaparecieron— para Jessica Chastain por Los ojos de Tammy Faye (The Eyes of Tammy Faye, Michael Showalter, 2021) y Flora Ofelia Hofman Lindahl por As In Heaven. El premio a la mejor fotografía para Claire Mathon por Undercover (Enquête sur un Scandale d’Etat, Thierry de Peretti, 2021)… El palmarés solo se salió de la línea a la hora de premiar al paritario reparto de Quién lo impide (Jonás Trueba, 2021) en la categoría de interpretación secundaria y a Terence Davies, representante LGBT, por Benediction (2021) en la categoría de guion. Los premios fueron polémicos en redes (sea lo que sea eso, y siempre cogiendo con pinzas semejantes afirmaciones) y en la misma sala de prensa se abucheó el galardón principal. Es la quinta vez en sesenta y nueve ediciones que la Concha de Oro va a parar a un mujer y la cuarta que una directora se lleva el premio a la mejor dirección. 

El palmarés femenino de San Sebastián

Los festivales y los galardones suelen funcionar como índice de la historia del cine. Esto, por supuesto, no significa necesariamente que aquellas películas premiadas tengan un valor fílmico histórico per se, pero su elección sí que permite detectar ciertas tendencias, al menos desde la lectura. Un primer acercamiento a este año de festivales ¿post?pandémicos deja claro el supuesto titular: estamos ante el año de las mujeres cineastas, algo marcado desde que en aquel lejano abril Chloé Zhao ganase el Oscar a mejor dirección (y, meses antes, el León de Oro) por Nomadland (2020), su tercera película, o Dea Kulumbegashvili arrasase en Donosti con Beginning (Dasatskisi), su debut. Este pensamiento es, evidentemente, muy simplista: el hecho de que se premie a mujeres, y la noticia se remarque desde las cabeceras de los medios y en las redes, no implica que el cine anterior no les perteneciera como tampoco que este año se haya alcanzado, por fin, una igualdad. Esto último queda demostrado con el número de obras a competición dirigidas por mujeres en esos mismos festivales (cuatro en Cannes, cinco en Venecia, siete en San Sebastián) o con que, por ejemplo, las últimas cuatro ganadoras del Goya a dirección novel sean mujeres pero, sin embargo, el porcentaje de directoras primerizas que han hecho ficción en el cine español durante esos mismos años sea del 20% frente al 80% masculino. Los galardones son una tendencia y una reivindicación, pero también son, en parte, un simulacro. 

Otra posible lectura es que 2021 ha sido el año donde se ha reconocido el cine hecho por las nuevas generaciones. En lugar de convertir los certámenes en el lugar donde ratificar a aquellos cineastas ya consolidados (pienso en Davies en Donosti, pero también en la posibilidad de un Asghar Farhadi ganando en Cannes o un Pedro Almodóvar en Venecia: cineastas a los que supuestamente se les debe ese máximo reconocimiento), los jurados han decidido apostar por cineastas nuevas a priori con otra mirada. Y, tal y como aseguraba Laura Mulvey, es el lugar de la mirada lo que define el cine, la posibilidad de variarla y de explicitarla. Estas decisiones son especialmente significativas en un contexto donde una serie de directores conforman panteones marcados a fuego que no han sufrido la correspondiente renovación (cosa que es, en gran medida, culpa de esos mismos festivales). Y, del mismo modo que la clase media del cine ha desaparecido, también parece haberlo hecho la confirmación de un relevo generacional en escenarios de prestigio, con lo que estos premios, de algún modo, marcan un camino relativamente distinto situando en otra categoría a esas directoras, potenciando su visibilización, dándole publicidad a los estrenos de sus películas y generando interés por su futura trayectoria. 

«El acontecimiento», de Audrey Diwan

Pero, si todas estas elecciones pretenden, de uno u otro modo, ampliar el firmamento autoral… ¿Cómo contribuyen exactamente al mismo? ¿Qué mirada tienen estas nuevas cineastas y en qué se diferencian, si lo hacen? ¿Cómo retratan el mundo Julia Ducorneau, Audrey Diwan y Alina Grigore? ¿Qué dicen sus películas sobre el estado del cine actual y sobre nuestro momento histórico? Es más, ¿tienen acaso la responsabilidad de decir algo? Y, por otro lado, ¿cómo nos enfrentamos al canon cinematográfico cuando hablamos en presente? ¿Tiene acaso sentido intentar detectar qué es lo que está sucediendo ahora sin espacio para adquirir una cierta perspectiva? ¿Es la impresión de la crítica o de un jurado a la salida de un pase la misma que la que tienen esas mismas personas tiempo después? Y, ojo, ¿son las dos igualmente válidas?

Escribo esto cuando ya han pasado varios meses desde que vi las tres películas. Ninguna de ellas me impresionó sobremanera en su momento, pero reconozco que las tres se han quedado grabadas en mi imaginario como películas importantes. Reconozco que dudo acerca de si esto se debe, al menos en parte, al hecho de que ganaran en sus respectivos certámenes (¿seguiría acaso pensando en ellas si hubiesen pasado sin pena ni gloria?) o si los motivos son intrínsecos a las propuestas. También pienso en la influencia de las redes sociales y en cómo mi timeline resignifica de algún modo mi agenda propia y potencia cuáles son las imágenes que importan y centran mi mundo respecto al cine. Dudo, a su vez, sobre cómo habría recibido las tres películas de haberlas visto fuera de los márgenes de un certamen. Cualquiera que haya asistido a un festival sabe que, en esos escenarios, el cine se acaba convirtiendo en fast food de rápida digestión. Acabas un plato y comienzas con el siguiente. Es fácil empacharte y hay ocasiones en que tu cuerpo te pide postre y sin embargo te sirven una sopa. Al mismo tiempo, es un contexto donde el cine se sitúa en el centro durante varios días e importan tanto las obras que se ven como las discusiones que se generan en las sobremesas. El problema, si es que hay alguno, es que en muchas ocasiones no recuerdas tanto el sabor como el debate. Por otro lado, hay películas que desaparecen de tu mente y de las que, sin embargo, recuerdas perfectamente el tuit que escribiste al respecto… No pretendo ir en contra de los tiempos, y creo también que las reacciones inmediatas e in situ tienen su lado valioso a la hora de (auto)examinar otras obras pero, ¿qué es entonces lo que queda de ese cine visto en festivales? ¿Cuántas películas valiosas desaparecen y cuántas máscaras permanecen? ¿Qué ha quedado en mí de estas tres obras en concreto? 

Tanto Titane como El acontecimiento o Blue Moon son películas sobre la ruptura de lo establecido, pero lo curioso de las tres cintas es que ninguna propone realmente una alternativa: no hay un objetivo en futuro, sino en presente. La Alexia de Titane mata al padre —que, no por casualidad, interpreta Bertrand Bonello— pero también intenta matar al hijo en una continua huida hacia delante, improvisando, como si trazar un plan fuese en contra de su propia persona e incluso de los descubrimientos que hace por el camino. La Anne de El acontecimiento intenta abortar a toda cosa explorando todas y cada una de sus opciones, haciéndonos partícipes del laberíntico seguimiento, pero sin darle tanta importancia a la historia de terror por la que pasa (y a los villanos con los que se encuentra) como al retrato de una mujer nunca dispuesta a aceptar la resignación: en este caso no se trata tanto de una escapada, como de la confirmación de un autoencuentro. La Irina de Blue Moon es tal vez el personaje que menos funciona como guía dentro de las tres propuestas, seguramente porque ella misma vive imbuida en una densa oscuridad y en un ruido incesante. Hay una secuencia en la película en la que un coche aparece al fondo del plano y alguien pregunta si “¿está ese coche viniendo o yéndose?” y algo parecido puede decirse de la cinta: el presente de la misma es confuso y contradictorio porque, en el interior de su protagonista y, en consecuencia, en la mirada de la directora, habita el caos. Ninguna de las tres películas parece saber dónde están sus personajes ni hacia dónde se dirigen, pero sí saben que existe una necesidad de huir de esos escenarios.

«Blue Moon», de Alina Grigore

Se trata, además, de tres personajes femeninos que han sido diseñados de una manera subrayadamente poco empática. Su relación con el mundo que les rodea es conflictiva y, aunque se enfrentan a grandes injusticias, casi siempre producto de los hombres que tienen alrededor, eso no las convierte en mártires ni en heroínas. Es imposible no acompañarlas en su viaje, pero también es difícil dejarse llevar cómodamente desde el asiento de al lado, entendiendo todas sus decisiones y los rasgos de su carácter. Las tres ideas clave para entender a los tres personajes son la maternidad, las relaciones afectivas y la identidad, pero en ninguna se ofrece un discurso placentero o tranquilizador al respecto. En un momento histórico en el que el cine se tiende a definir (o a leer) más por la trama y los personajes, incluso hasta por el concepto, que por la puesta en escena, creo que esta decisión implica un riesgo considerable: las tres directoras no muestran ningún tipo de duda a la hora de crear una barrera entre sus protagonistas y el espectador, sino que la potencian. Lo mismo puede decirse del trabajo de sus tres actrices. 

El trabajo de dirección incide en esta línea que se arriesga a dejar al espectador fuera de la propuesta. Es fácil detectar varias películas en una en Titane (¿es body horror? ¿es cine puramente fantástico? ¿es un drama materno-filial? ¿es una película queer?) que hacen que el filme mute de un baile, tal vez rodado desde el erotismo —tal vez sea todo lo contrario—, a un golpe seco de violencia, sin importarle el contraste o la contradicción entre secuencias. En El acontecimiento la invitación es mucho más uniforme y coherente, y la apuesta por una cámara en movimiento que persigue a su protagonista nunca se traiciona, pero es esa idea precisamente la que genera una incómoda claustrofobia que hace que el espectador quiera escapar del encuadre. En Blue Moon la inclusión, sin ninguna explicación, de elementos insólitos en los diálogos y en los planos (por poner un ejemplo: hay un personaje secundario que se pasa toda la película con un tetrabrick pegado a la boca) son los que causan una desorientación y extrañamiento donde resulta muy fácil perderse. Por otro lado, aunque ninguna de las tres películas es tímida o recatada y todas presentan un alto grado de violencia, también se puede decir que las tres toman decisiones importantes a la hora de plantearse cuándo y por qué se deben utilizar las elipsis o el fuera de campo. Tanto el clímax sexual con el automóvil de Titane (presente, pero no explícito), como el acto de El acontecimiento (narrado, pero no visto) o los abusos de Blue Moon (contados, pero omitidos) se plantean desde una mirada que, en diferentes niveles, parece rehuir el exhibicionismo. Las películas se construyen a partir de instantes que en realidad no hemos llegado a ver en su totalidad y se centran en aquello que parece que más importa a las autoras: las consecuencias. Lo mismo puede decirse del trabajo que plantean las tres directoras con el cuerpo de las mujeres presentes en el relato.

«Titane», de Julia Ducournau

Pero, ¿qué es entonces aquello que más ha quedado en mí de las tres cintas? Si soy sincero, cuando pienso en Titane me viene a la cabeza una conversación iluminadora que tuve en una fiesta con Desirée de Fez donde me explicó que para ella era la película del año por su capacidad de reflejar el caos e incertidumbre en que estamos inmersos actualmente. Tal vez obedezca a la burbuja en la que estamos todos imbuidos y donde, más que nunca, nosotros somos nuestro propio centro (especialmente en estos dos últimos años virtuales), pero tengo la sensación de que estamos en un momento histórico donde los acontecimientos se han acelerado tanto como nuestras vidas (todo es rápido, todo es urgente, todo es ahora, todo es importante) y no hemos tenido tiempo de pararnos a observarlos y calibrarlos porque unos suplantan a los otros. En ese sentido, es cierto que Titane es una máquina de confeti que lanza intuiciones de manera desordenada, pero también lo es que lo hace con una fuerza arrolladora.  

Cuando pienso en El acontecimiento me viene a la cabeza cómo Sergi Sánchez decía desde el festival que el lenguaje siempre casa con la represión social, y el aborto refleja un pacto de silencio. Pienso en una de las secuencias más terroríficas de la película y en cómo Audrey Diwan remarca que su protagonista ha de estar callada para que nadie oiga sus gritos. Pienso también en una conversación en Venecia, volviendo a casa en vaporetto, donde alguien comparó la cinta con 4 meses, 3 semanas, 2 días (4 luni, 3 saptamini si 2 zile, 2007), otra película arrolladora que trata el tema del aborto pero donde, en el clímax, Cristian Mungiu toma la decisión de situar la cámara frente a un feto muerto durante varios segundos sin que ese punto de vista se corresponda con el de ningún personaje. En mi opinión, la diferencia con lo que hace Diwan es sutil pero reveladora: aquí hay un pequeño movimiento de cámara que no se corresponde con ninguna sentencia de dirección, sino con el dolor de una de las personas presentes en la escena. El acontecimiento puede sonar a película ya vista, tanto por lo que cuenta por el cómo lo hace, pero los matices en su mirada la transforman en algo valioso.

«Un polvo desafortunado o porno loco», de Radu Jude

Cuando pienso en Blue Moon lo primero que me viene a la cabeza es una crítica de Víctor Esquirol escrita en San Sebastián donde comparaba la película con un vídeo de Youtube que retrata a Rumanía como si fuese un videojuego mal programado. Pienso en cómo aquel texto, no precisamente halagador respecto a la película, hizo que yo la valorara todavía más. De repente el desconcierto que me generó la cinta se transformó en una herramienta en lugar de en un desacierto. Pienso también en otra película rumana que falta en este repaso a los festivales de 2021: Un polvo desafortunado o porno loco (Babardeală cu buclucsau porno balamuc), que ganó el Oso de oro hace ya un año en el último festival de Berlín. En este caso, Radu Jude también realiza una película caótica donde su protagonista intenta sobreponerse a una situación que parece no tener salida. Es una obra repleta de elementos que potencian un cierto extrañamiento, que retrata una toxicidad social extrema y que muta en su estilo permitiéndose hasta la inclusión de un abecedario a modo de interludio. Pero, sobre todo, como las otras tres películas, es una obra donde se opta también por hablar sobre el aquí y el ahora —en este caso, con la pandemia de fondo, con el género en el centro del discurso, con un juicio popular que parece una adaptación a cine de una discusión en Facebook—, sin miedo a que dentro de unos años la veamos como un producto caducado de su tiempo. Es algo que me parece sintomático de este cine premiado en 2021: ninguna de las películas es redonda u obedece a un manual. Se arriesgan a envejecer mal, pero no podrían haberse hecho en ningún otro tiempo.

Los premios y los festivales no significan nada por sí mismos, pero son un marco de interpretación y lectura porque, tal y como aseguraba Erving Goffman, si las áreas están dotadas de sentido es porque lo que constituye la realidad es el sentido de nuestra experiencia. Para mí este cine de festivales de 2021 se ha convertido en una rama más del mundo normal en funcionamiento estos dos últimos años y ha ofrecido miradas y voces no siempre claras y ordenadas, en ocasiones hasta borrosas y equívocas, pero que pese a su imperfección, están repletas de rabia, de deseo, de ganas de investigar y experimentar y de adentrarse en el tumulto. Las cuatro grandes películas del año son muy distintas entre sí, pero en todas el cine se ha transformado en un hilo conductor del sinsentido. Curiosamente, para mí, el cine de los festivales de 2021 también se define, más allá de por sus películas, y más que nunca, por todo lo leído, todo lo debatido y lo hablado: como creo que ha quedado claro en la propia forma de este texto, este ha sido el año en el que nadie sabe nada pero todos necesitamos compartirlo. La única forma de enfrentarnos al canon cinematográfico en 2021 ha sido abrazando la confusión y abrazándonos entre nosotros.  

 

© Endika Rey, enero de 2022