Los canallas
En un lugar solitario
I. Cada transformación social, política o económica de gran impacto deja su huella en la crítica de cine en forma del eterno retorno a una obsesión: la lectura de los filmes como reflejo, metáfora o síntoma del mundo en que vivimos. En el actual contexto de una crisis económica global, lo más fácil es despachar las películas como alegorías del capitalismo, como manifestación de sus terrores, males y pecados. Este tipo de interpretación puede, en algunos casos, ser acertada y reveladora; la mayoría de las veces, sin embargo, resulta completamente estéril: obedece a una mecánica predecible y condescendiente que dice mucho de nuestros miedos y preocupaciones, pero no aporta nada a nuestra comprensión del cine. Ya no vemos las películas, vemos solo lo que proyectamos (o, aún peor, lo que se espera que proyectemos) en ellas. Si atendemos a la recepción de Los canallas (Les salauds, 2013), la última obra de Claire Denis, veremos que el filme tampoco se ha librado de esta lectura reduccionista. Es demasiado tentador localizar al diablo fuera: en un sistema económico corrupto, personificado por la figura de Edouard Laporte (Michel Subor), un empresario blindado a quien ni la policía ni la justicia parecen querer dar caza, un hombre en el que no cuesta proyectar a nuestros banqueros, políticos y magnates de las finanzas. Sin embargo, cualquiera que haya visto Los canallas de principio a fin y siga enarbolando esa bandera está cometiendo un acto de irresponsabilidad. O de ceguera.
La ceguera es uno de los grandes temas de la película de Claire Denis. Marco (Vincent Lindon), el protagonista, vuelve a casa tras el suicidio de su cuñado. Su hermana Sandra (Julie Bataille) está endeudada, su sobrina Justine (Lola Créton) ha sido ingresada en un hospital psiquiátrico y la empresa familiar se va a pique. Sandra culpa a Laporte de sus desgracias, lo acusa de haberse aprovechado de su situación económica, de haber convertido a Justine en su “juguete sexual” y de ser el responsable del suicidio de su marido. Marco trama su venganza: vende todas sus posesiones, se instala en un apartamento vecino al de Laporte, y seduce a su amante Raphaëlle (Chiara Mastroianni). Pero, como dice el refrán, no hay mayor ciego que el que no quiere ver. Y Sandra es una mujer que se niega a ver (que “no quiere entender”, que no está preparada para hacerlo). Al apuntar su dedo acusador hacia los otros (primero, hacia Laporte; después, hacia el hospital) construye una cortina de humo que no solo empaña su visión, sino también la de Marco y la nuestra.
Denis nos introduce en el universo de Los canallas a partir de la mirada de un personaje que, como nosotros, es un extranjero. Durante gran parte del metraje el filme adopta el punto de vista de Marco, a veces en un sentido literal (vemos lo que él ve, sabemos lo que él sabe), otras convirtiéndose en una extensión de sus sentimientos e impresiones. El mejor ejemplo de esto último es la presentación de Edouard Laporte. Primero, somos confrontados con su imagen pública, con las fotografías y artículos que Marco encuentra en Internet —perfiles sobre su faceta empresarial, reportajes sobre su relación con Raphaëlle—; y, en la escena inmediatamente posterior, lo vemos por primera vez —en la oscuridad de su dormitorio, se desnuda, se tumba en la cama, besa la mano de Raphaëlle y, de forma totalmente rutinaria, le pide que le haga una paja—: esto es, en el cine de Denis, introducir a un personaje. Esta escena parece generada por la propia mente de Marco, por la imagen que se ha formado de Laporte, por un rechazo hacia este personaje que, rápidamente, es trasladado al espectador. La apuesta de Los canallas es la de fundir nuestra mirada con la del héroe; pero esto conlleva un riesgo plenamente asumido por la película: y es que, para orientarse en este laberinto familiar del que tanto tiempo ha permanecido apartado, nuestro héroe se ha confiado a un lazarillo ciego.
II. Junto a Jean-Pol Fargeau, su colaborador habitual, la directora ha concebido un guión minimalista y fragmentado, que salta constantemente de un personaje a otro y descansa sobre una serie de acciones rutinarias —observaciones y esperas, intercambios y transacciones, encuentros y desplazamientos— presentadas de forma seca y entrecortada. Las películas de Denis se caracterizan por el especial énfasis puesto en los cuerpos y en los objetos, como elementos que vertebran el relato y las relaciones entre los personajes y como cimientos expresivos capaces de comunicar aquello que las palabras no pueden. Mediante ellos, Denis elabora un cine que no es antipsicológico, pero donde los vínculos causales han sido difuminados y donde el acercamiento al mundo interior de los personajes —y al del propio filme— se produce siempre a partir de lo físico. Esto es así desde Chocolat (1988) —una ópera prima construida sobre un torbellino de sentimientos torcidos y deseos reprimidos e inconfesables— y adquiere gran importancia en trabajos como Beau travail o Vendredi soir —uno de los pocos filmes que, verdaderamente, se atreve a llevar hasta las últimas consecuencias, sin recurrir a la explicación ni al diálogo, la premisa del breve encuentro entre dos desconocidos—.
Los canallas no es una excepción y el espectador necesita estar alerta a esos detalles —el auténtico rastro de la influencia literaria de Denis— que arden con todo lo que el propio relato oculta. En este filme, son los pequeños gestos y matices los que contienen la respuesta a los mayores misterios: el brazo extendido y exhortante de Justine en el vídeo final, su porte erguido y su expresión serena mientras camina desnuda por la calle, delatan su condición de sujeto deseante y denotan un orgullo que complica nuestra visión del personaje como víctima; las manos nerviosas de Sandra mientras Marco conduce hacia el lugar de los hechos revelan la inquietud de quién sabe más de lo que admite y su reacción cuando Justine escapa del hospital deja al descubierto los desajustes entre su papel de madre y su faceta de esposa. El casting de Julie Bataille y Lola Créton como madre e hija es soberbio: cuando pasamos de un rostro a otro mediante un corte de montaje, el parecido entre ambas actrices —que es asombrosamente verosímil incluso desde un punto de vista genético— hace que la comunicación amputada entre ambas nos resulte todavía más dolorosa. El fracaso de las negociaciones afectivas maternofiliales es acentuado por una decisión tan arriesgada como significativa: la de no permitir que las dos actrices compartan una sola escena en todo el filme.
En Los canallas los objetos tienen también una importancia crucial: actúan como intermediarios de las relaciones entre los personajes, como portadores de emociones, como fetiches de un cuerpo ausente, o como señales que anuncian un cambio de paradigma en la trayectoria de un personaje o en su percepción del otro. En ocasiones, esto es presentado de forma casi transparente (el abrigo que Marco le compra a su hija, la camisa con la que envuelve los paquetes de cigarrillos; el reloj que empeña y, más tarde, es adquirido por Raphaëlle); otras veces es producto de una estrategia más compleja y elaborada. La directora ha reconocido dos influencias clave en la realización de su película: la novela de William Faulkner Santuario (Sanctuary, 1931) y el filme de Akira Kurosawa Los canallas duermen en paz (Warui yatsu hodo yoku nemuru, 1960). La obra de Kurosawa no solo ha proporcionado a Denis el título para su película, sino también la historia de venganza familiar sobre la que se estructura la narración. Nishi (Toshirô Mifune), el protagonista de Los canallas duermen en paz, se casa con la hija del vicepresidente de una importante corporación inmobiliaria con la intención de adquirir una posición estratégica en la empresa que le permita vengar la muerte de su padre; pero, sin preverlo, termina enamorándose de la muchacha y pasa a convertirse en la víctima de su propio plan. La historia de Marco en Los canallas bebe directamente de la del filme de Kurosawa. En la película de Denis, Marco fantasea con utilizar al hijo de Laporte y Raphaëlle como instrumento de su venganza; sin embargo, no es Laporte quien aparece en su fantasía, sino Raphaëlle: la bicicleta de Joseph es encontrada en medio de un bosque y los sollozos de la madre despiertan a Marco de su ensueño, devolviéndolo a la realidad y dando cuenta del creciente e inesperado afecto que siente por ella. Esta bicicleta es un objeto que no solo puntea las relaciones entre diversos personajes, sino que señala un importante cambio en el estatus del protagonista. Primero, Marco la repara y se gana la confianza de la madre y el niño; posteriormente, en su fantasía, es una prueba del control que ejerce sobre ellos; sin embargo, en el último tercio de metraje, en uno de los giros más espeluznantes tomados por la película, la bicicleta vuelve a aparecer en una escena que es el reverso pesadillesco de la fantasía de Marco: en ella, Raphaëlle ya no es la víctima sino el verdugo, el poder de Marco se revela totalmente ilusorio y la bicicleta se convierte en un presagio del destino trágico del héroe.
A veces, aquellos objetos que parecen más banales son los que juegan un papel más importante en Los canallas. La historia de ascenso y caída de la empresa familiar es elidida del filme, pero puede resumirse en tres de sus imágenes: el zapato gigante que corona el rótulo de la fábrica con el nombre Silvestri; los zapatos confeccionados en serie, excedente amontonado en el suelo como siniestros objetos sin cuerpo; y el zapato con el que el cuñado de Marco sujeta la nota que escribe antes de suicidarse. Por otro lado, también hay una serie de escenas donde los zapatos funcionan arrojando algo de luz sobre los personajes femeninos que los portan: cuando Raphaëlle visita el apartamento de Marco por primera vez, no lleva puestas las sandalias doradas que utiliza normalmente, sino unos zapatos púrpuras de tacón (y Denis se asegura de darles la atención que merecen recurriendo a un plano a ras de suelo que resulta totalmente inesperado y extraño); en otro momento del filme, mientras Sandra y Marco viajan rumbo a la casa de campo, ella se cambia el calzado que lleva por unas botas, como si buscase proteger su piel de una suciedad que no es solo física. En el filme de Kurosawa, durante la elaborada secuencia del convite nupcial, el director recurre a un extraordinario primer plano de los pies de la novia. La muchacha camina con dificultad sobre unas tradicionales getas japonesas y, debido a su cojera, da un traspié y está a punto de caer: es un momento de gran tensión, construido con maestría, que expresa perfectamente la fragilidad de la mujer. En Los canallas, en cambio, los zapatos de tacón con los que Justine camina por la calle son el signo de una feminidad altiva y orgullosa, pese a la violencia que se ha ejercido sobre ella —uno de los pocos detalles que iluminan a un personaje extremadamente enigmático que, pese a aparecer solo en cuatro escenas y tener una única línea de diálogo en toda la película, constituye el centro de la intriga—.
III. Visualmente Los canallas es más cruda y arisca que la mayoría de filmes de Denis. La manera de acercarse a la piel y volcarse en cuerpos y rostros, los movimientos sinuosos de la cámara mientras nos deslizamos por una carretera, los contraplanos ambiguos o inexistentes de las miradas, el flujo indistinguible entre lo real y lo fantaseado, la construcción puramente atmosférica de pasajes como el del suicidio final… todos estos motivos y patrones son habituales en el cine de Denis, pero aquí están envueltos en un clima más sombrío y oscuro, lejos de la calidez sensual de obras como 35 rhums (2008) o de los exóticos paisajes abiertos de L’intrus (2004) . En Los canallas hay un aspecto sofocante y desagradable que debe mucho a las texturas y tonos obtenidos por Agnès Godard gracias a la filmación digital. Esta es una película eminentemente nocturna, dominada por colores ocres, rojos, negros y anaranjados, que contrastan con la blancura y la luminosidad de las escenas en alta mar: un filme que se respira como una noche de verano urbana y bochornosa, en la que casi se puede sentir el olor del asfalto. La creación de este ambiente y la apuesta por una narración áspera, fáctica y elíptica contribuyen a afianzar la cualidad noir de Los canallas, pero lo que otorga al filme este carácter es, sobre todo, la incertidumbre que rodea a los personajes, la imposibilidad de predecir sus actos y motivaciones, la necesidad de reevaluarlos constantemente en relación a los estereotipos con los que los asociamos. Cada escena de esta película es rica e inagotable porque está llena de matices y enigmas que nos obligan a replantearnos su foco y a cuestionarnos el papel y la perspectiva de cada uno de los implicados.
Casi unánimemente Los canallas ha sido calificada como una película perversa. Puede que la obra de Denis sea incómoda, angustiosa, incluso devastadora, pero no tiene nada de perversa. El filme no intenta escandalizar o provocar; no hay en él una sola imagen gratuita, ni un atisbo de goce o de malicia a la hora de poner en escena los hechos que relata. Si algo define a la película de Denis es su pudor, la dificultad con la que se acerca a unos actos tan fatales y decisivos que apenas puede mirarlos de frente. Los canallas es un filme profundamente enraizado en lo que, en otro texto, Adrian Martin y yo hemos definido como “secreto e imposible”: su núcleo, su razón de ser, aquello late en su corazón y desencadena toda la intriga permanece oculto, enterrado, inaccesible. La película existe, precisamente, para intentar abordarlo, pero solo puede hacerlo mediante desvíos y rodeos. La imagen de Justine caminando desnuda por la calle —una escena fragmentada en tres partes que, cada vez que vuelve, nos revela un detalle nuevo—, la visita a la casa de campo, las grabaciones de la cámara de seguridad… al filme le cuesta enormemente llegar a mostrarnos esas imágenes del vídeo final; y, cuando por fin lo hace, es en un parpadeo, en una escena que —pese a dejar un poso indeleble— dura menos de dos minutos. Hay en el filme una serie de detalles (la mazorca de maíz, la impotencia masculina, la sangre que corre por las piernas de la protagonista) que provienen de Santuario y parecen haberse quedado grabados a fuego en la memoria de Denis; sin embargo, la influencia de Faulkner se nota, sobre todo, en esa manera de concebir la narración alrededor de unos hechos velados a los que se alude de manera fragmentada y dispersa, obligando al lector/espectador a unir las diferentes piezas y a reconstruir el puzzle en su cabeza. Más que una mera estrategia narrativa para mantener la intriga, esta decisión es —tanto para Faulkner como para Denis— un reconocimiento de su dificultad para acercarse, de manera directa y simple, a unos hechos cuya complejidad y ramificaciones les superan.
El misterio de Justine —ese enigma que la película respeta y guarda tan bien— no está solo en los daños irreparables de todo aquello que, desde un punto de vista médico o psiquiátrico, es catalogado como “disfuncional”. También reside en unas emociones y sentimientos tan tortuosos que el filme solo osa abordarlos desde la superficie, en una búsqueda de lo absoluto que es susurrada por la letra del tema musical, versionado por Tindersticks, que acompaña a las imágenes: “Tonight I wanna touch the stars, tonight I wanna be in heaven. Put your love in me”. Si el desenlace de Los canallas es profundamente perturbador no se debe solo a lo que nos muestra, ni siquiera al hecho de que lo que nos muestra no es lo que esperábamos ver. Las imágenes del vídeo final imitan la textura granulada de una cámara de baja definición, pero no obedecen a la captación realista y desinteresada del dispositivo neutral que supuestamente las ha tomado. Los ángulos, los diferentes tipos de planos, el montaje y el uso de la música son producto de una manipulación que tiene un propósito muy concreto. Lo que vemos ahí es más que una prueba científica, más que la confirmación de unos hechos que no pueden ser mostrados objetivamente: es un intento por recrear el estado en el que Justine ha quedado suspendida, una inmersión en esa especie de limbo, en ese lugar solitario, habitado perpetuamente por el personaje.
© Cristina Álvarez López, marzo 2013