L’enfer d’H.G.Clouzot

Fantasmas de celuloide

 
El documental L’enfer d’Henri-Georges Clouzot (Serge Bromberg y Ruxandra Madrea, 2009) está a medio camino entre el making of, la reconstrucción con imágenes de archivo y la representación del guión de la película fallida rodada a medias por el maestro francés en 1964.

Movido por el universo creativo de Federico Fellini en Fellini Ocho y medio (8½, 1963), Clouzot quiso realizar un ejercicio personalísimo en el que plasmar los efectos patológicos del insomnio que le aquejaba. Tomando a Serge Reggiani como protagonista, el galo imaginó un personaje enfermizo y corroído por los celos, que desconfiaba en todo momento de su provocadora mujer, Romy Schneider, en un rol muy alejado de su popular emperatriz Sissí.

Con altas dosis de erotismo, escenas oníricas de corte surrealista y un plan de rodaje que consumía el esfuerzo de tres equipos, L’enfer, la original, se intuía como una obra maestra que hubiese marcado época; un filme que tuvo una concepción en las antípodas de la versión que Claude Chabrol rodaría en 1992, mucho más clásica y hitchcockiana. El documental presentado en Sitges se articula como un intento de dejar intuir esa obra maestra. En este sentido, cumple tan bien sus objetivos que uno acaba deseando que le hubiesen enseñado más.
 

Tres pilares, un filme

Para realizar un análisis de la película, es necesario remitirse a los tres elementos que la vertebran, antes citados, y que no siempre dialogan bien entre sí. Empezando por los dos que engarzan a la perfección, tenemos por un lado las entrevistas al equipo que participó en la película.

Filmadas siguiendo una lógica de “cabezas cortadas” y en plató, estas imágenes parecen un making of de gran presupuesto destinado a una emisión doméstica. Relatan la historia de un rodaje fracasado, un poco al estilo de Lost in La Mancha (Keith Fulton y Louis Pepe, 2002), con la particularidad de que se usa un montaje paralelo con el material rescatado de las pruebas y jornadas de rodaje de Clouzot para ilustrar los momentos del proceso creativo a los que se refieren los entrevistados. Es en este punto donde la cinta, convencional a priori, agarra al espectador para no soltarlo. Las imágenes que Clouzot concibió y llegó a rodar son aún hoy de una gran vigencia. Usando color para las escenas oníricas, las de la representación del insomnio y la locura, y blanco y negro para aquellas en las que no existe una distorsión de la realidad, el autor de Las diabólicas (Les diaboliques, 1955) logró impresionar a sus productores americanos, que le ofrecieron un presupuesto ilimitado.

Con libertad total, experimentó con el positivado del celuloide, el montaje superpuesto, maquillajes saturadísimos, técnicas extremas de etalonaje, zooms frenéticos, ópticas distorsionadoras y otros elementos para conseguir unas escenas surrealistas a medio camino entre Un perro andaluz (Un chien andalou, Luis Buñuel y Salvador Dalí, 1929) y la obra del experimental Stan Brakhage por su empleo de la luz y los colores. Estas son dos referencias válidas, pero Clouzot fue mucho más allá. Obsesionado por el arte moderno de la época, introdujo formas propias de todos los movimientos de la época, especialmente el Op Art. En definitiva, creó un universo personal de una alta carga pictórica, con una fotografía muy barroca en la línea de Orson Welles, el gran cineasta barroco clásico.
 

Puzzle a completar

Dado que la película quedó sin terminar y, llegados a este punto, es preciso pensar si la gran obra maestra que cada espectador concibe no es solo la suya, una especie de imagen fantasmagórica de un cuerpo no presente. De haberse materializado L’enfer, quizás no hubiese sido tan buena, o puede que hubiese sido aún mejor que lo que se prefigura.

La frustración que invade a quien ve este documental es muy grande, por eso rellena los espacios que no se le muestran, algo que Bromberg y Madrea se atreven a hacer, tomando a los actores Bérénice Bejo y Jacques Gamblin para que interpreten los diálogos de la pareja protagonista que Clouzot no llegó a rodar.

Teatro filmado sin mucha gana, la buena intención acaba por desestabilizar una película que podía haber prescindido de esta herramienta. En cambio, aprovechando las precisas notas que dejó el autor del libreto y teniendo en cuenta el trabajo ya realizado, se podría proponer otro ejercicio.

Una de las razones por las que el rodaje falló, además de haber enfermado Reggiani, las disputas que tuvo con el director y el posterior infarto de este, radicó en su complejidad. En la época, Clouzot no contaba con la técnica adecuada para llevar a cabo su visión. Hoy, con el digital, su filmación habría sido mucho más sencilla.

Más que rellenar con postizos, ¿por qué nadie se atreve a rodar la película de esta suerte de making of? No se trata de realizar la versión de Chabrol, la adaptada, sino de trasladar literalmente la idea original a la gran pantalla con otros actores que respondan lo máximo posible a la intención primigenia. Lo que hacen Bromberg y Madrea es arqueología. Lo que se propone aquí es contratar a un buen copista. ¿No está media Alemania reconstruida y, sin embargo, los turistas visitan los cascos históricos de las ciudades como si tuviesen mil años de historia?

En este sentido, las preguntas que lanza Abbas Kiarostami en su filme Copia certificada (Copie conforme, 2010) vienen como anillo al dedo: ¿qué es mejor, una buena copia o el original?, ¿cómo se diluye en este contexto el concepto de autoría? Debates conceptuales a un lado, lo que está claro es que el cinéfilo disfrutaría de una gran película.
 

 © Víctor Paz Morandeira Noviembre 2010