Las Palmas 2012

Impresiones festivaleras en ocho binomios

El Festival de Cine de Las Palmas sufrió un brutal recorte en el presupuesto de su decimotercera edición. ¿Volverá el certamen a su estatus anterior en 2013, como se rumorea, o tendrá que arreglárselas con una base monetaria similar o aún menor a la de este año? ¿Qué futuro les espera a los festivales de cine no-virtuales en nuestro país? ¿Y al cine? ¿Y al propio país? Más allá de las (cada vez más serias) dudas, placer es un buen término para definir lo vivido en un festival como el de Gran Canaria, donde la programación permitió un apasionante slalom entre secciones que se retroalimentaban entre sí e incitaban al debate, a la adquisición de conocimientos y al disfrute como espectador. Como es costumbre, la selección de obras ha venido respondiendo a unas intenciones sólidas, pensadas más allá de lo publicitario, de la imagen más convencional del cine (esa que se sigue revolcando en conceptos tan fláccidos como el sempiterno glamour), a lo que hay que sumar la calidez, tanto humana como meteorológica, de todo lo que rodea a las proyecciones. Acudir a un certamen cinematográfico, sobre todo si es lejos de donde uno vive, es siempre un privilegio, y en casos como el de Las Palmas acostumbra a recompensar con una experiencia única para los sentidos y el entendimiento.

 

Ensayo final para utopía (Andrés Duque, 2012) – S.O. + Stopped on Track (Halt auf freier strecke, Andreas Dresen, 2011) – S.O.

Color perro que huye (2011) irrumpió en el contexto del cine contemporáneo (y no solo del español) como el bastón de Moisés sobre el mar, aunque sin hacer ruido ni llamar la atención más de lo necesario. La película, sin embargo, conllevaba una ruptura de corsés liberadora y reconfortante: se puede hacer gran cine sin la mente puesta en el Hollywood atávico, (casi) sin presupuesto y sin celuloide. Y ese cine puede resultar ambicioso y modesto a un mismo tiempo, respirar vitalidad y misterio, y ser capaz de estimular la mente del espectador de múltiples maneras. El nuevo largometraje de Duque (para quien esto firma, el más impresionante de cuantos componían la Sección Oficial) contiene menor cantidad de líneas de fuga y sus imágenes “se deslizan hacia el espectador como un fluido espeso y pegajoso” (Gonzalo de Pedro dixit). Contemplarlo en pantalla grande (a ser posible, con un público respetuoso que guarde silencio y no se deje llevar por la impaciencia) se nos antoja fundamental dadas sus cualidades hipnóticas, que incluyen un uso extremadamente sutil del sonido (con un punto de oscuridad lynchiano).


La película de Duque es, de nuevo, uno de los mejores intentos recientes de hacer un cine total, que abrace presente, pasado y futuro (alinearlo junto a Film Socialisme [ Jen-Luc Godard, 2010], The Turin Horse [A Torinói ló, Béla Tarr, 2011] o El árbol de la vida [The Tree of Life, Terrence Malick, 2011] no resulta descabellado). Para ello, Duque incluye filmaciones del cuerpo moribundo de su propio padre, respetuosas pero que encaran la realidad, lo sucedido, de frente y sin paños calientes. Y eso es precisamente lo que parece (subrayo: parece) que busca Stopped on Track, película que comienza con el diagnóstico de una enfermedad terminal irreversible y fulminante a su protagonista. Hasta aquí no hay objeciones, pues en principio cualquier argumento puede ser válido como punto de partida de un film. Pero otra cosa es el tratamiento cinematográfico que se le dé. El gran problema del planteamiento de Dresen es que no persigue la interiorización de la óptica terminal sobre el mundo del protagonista. No se rastrea prácticamente ningún trabajo en ese sentido, y el poco que hay toma forma de visiones paranoicas materializadas en grotescos pegotes irreales. Por contra, la enfermedad es convertida en un espectáculo (también para el lucimiento del actor) que Dresen escenifica con todo lujo de detalles. Llega incluso a regodearse en lo morboso de forma difícilmente tolerable para el espectador, en secuencias como aquella en la que el protagonista vomita fuera de campo (el sonido no deja lugar a dudas) y el director decide efectuar un barrido de cámara para mostrar las eyecciones en primerísimo plano. Un tratamiento opuesto al que Duque da a las imágenes de la enfermedad en su película.

 

Tabú (Miguel Gomes, 2012) – S.O. + La folie Almayer (Chantal Akerman, 2011) – Panorama

Aunque no tan deslumbrante como habíamos imaginado (las expectativas disparadas sin control siempre son malas compañeras de proyección), Tabú está llamada a ser una de las mejores películas del 2012, del mismo modo que La folie Almayer fue uno de los largometrajes más estimulantes (para bien) del pasado año. La de Miguel Gomes es una invocación (en clave de desprejuiciada “sesión de espiritismo”, en palabras de su director) juguetona, visualmente muy poderosa y bella, de la obra imperecedera de Friedrich Wilhelm Murnau. Pero no se trata, en efecto, de un pastiche de cine mudo, de una imitación superficial de sus formas y códigos, sino que Gomes llega a contactar con su esencia por otras vías, fundamentalmente intuitivas y rotundamente respetuosas con su espíritu. Una película que tiene mucho de juego, incluso de broma privada elevada a la categoría de arte. Un ejemplo: el actor Carloto Cotta desveló en la rueda de prensa que el movimiento de sus labios no respondía a un lenguaje verdadero, a palabras escritas en un guión. Dividida en dos partes tituladas a la inversa que en el film de Murnau, la película conserva la frescura y el contagioso entusiasmo vitalista del Tabú original sin caer en el guiño obvio o la fotocopia oportunista y manipulad(or)a (The Artist [Michel Hazanavicius, 2011], pues sí). Y, por otro lado, inserta en su recreo reconocibles códigos propios del folletín colonial, con lo que la segunda mitad del film (que incide sobre la primera en una estimulante pirueta de ósmosis narrativa) no está demasiado lejos de los planteamientos de un producto como Mistérios de Lisboa (Raúl Ruiz, 2010).


Menos sentido del humor y mayor gravedad (quizás también superiores intenciones de alcanzar profundidad psicológica) podemos encontrar en la última propuesta de Chantal Akerman. Tanto su película como la de Gomes, evitando en todo momento el fingimiento cínico de una mirada inocente, tratan de recuperar la validez de imágenes y recursos argumentales preexistentes, reinventándolos y liberándolos de la explotación o el olvido a los que han sido sometidos a lo largo de los años. Y, por supuesto, en ambas resulta crucial el elemento colonial (Gomes traslada la acción desde Tahití y Bora-Bora al Mozambique ocupado por Portugal, mientras que la obra de Akerman es una adaptación de la primera novela de Joseph Conrad centrada en la ocupación inglesa de Malasia, que extrapola a su vez la acción a los años 50). El extrañamiento y la alucinación inherentes al colonialismo constituyen, para Akerman, un buen lugar desde el que observar el presente y recrear sensaciones propias de nuestro tiempo. Viendo su película, uno puede pensar directamente (por la cantidad de lecturas que permite) en Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979), pero también en el cine de Claire Denis, Pedro Costa o incluso en los saltos al vacío sin red (y sin fanfarrias) de Apichatpong Weerasethakul, lo que no es óbice para que sus imágenes conquisten una personalidad propia, poseedoras del peso (y el poso) de un arte decididamente adulto.

 

Malaventura (Michel Lipkes, 2011) – S.O. + Zoológico (Rodrigo Marín Cortez, 2011) – S.O.

En uno de sus encuentros con el público, el cineasta canadiense Bernard Émond, homenajeado por el festival, se mostró contrario a aquel cine que muestra la falta de códigos éticos, el desarraigo moral y el vacío espiritual de la sociedad contemporánea, pues lo considera contraproducente desde un punto de vista práctico. No puedo estar más en desacuerdo con su tesis, pues si bien coincido con Émond en que el cine de Rossellini continúa siendo un ejemplo artístico e ideológico de vigencia incuestionable, también creo que una película como L’avventura (Michelangelo Antonioni, 1960) no resulta despreciable por hacerse eco de cierto vacío existencial. Precisamente ser fiel a una visión contemporánea (adelantada a su tiempo en el caso del maestro ferrarés) de las relaciones humanas, con toda la crudeza y carencia de moralejas y anclajes filosóficos que pueda conllevar, es un modo válido de elaborar un arte comprometido con la realidad humana.

Varias películas vistas en el certamen pueden encuadrarse dentro del cine vilipendiado (de forma, digámoslo ya, un tanto cínica) por Émond. Es el caso de Malaventura, que da cuenta de las andanzas de un anciano en su último día con vida en la Ciudad de México. Y de Zoológico, protagonizada por varios adolescentes que se disponen a iniciar un período vacacional. El cuerpo que, con una parsimonia que nunca se nos antoja forzada, canaliza el avance narrativo/descriptivo de la opera prima de Michel Lipkes, es un cuerpo maduro, mientras que los que pueblan el último film de Rodrigo Marín corresponden a jóvenes saludables. Pero en ambas propuestas el tempo fisiológico de los seres humanos retratados resulta mortecino. El film mexicano, que podría ponerse en relación con los recientes trabajos de Nicolás Pereda o el dúo Israel Cárdenas & Laura Amelia Guzmán, consigue fijar algunas de sus imágenes en el recuerdo del espectador y, lejos de constituir una colección de acciones yuxtapuestas de forma completamente aleatoria (algo característico de una parte del cine diseñado para acceder al circuito de festivales), la película de Lipkes tiene un tono más canalla de lo habitual. De hecho, posee incluso un punto enloquecido a lo Taxi Driver (a ritmo geriátrico) y bastante humor fuera de lo común. También la película de Marín tiende menos a la dispersión que otros productos sobre adolescentes a la deriva (como, por ejemplo, Swans [Hugo Vieira da Silva y Heidi Wilm, 2010], vista el año pasado en este mismo certamen). La frialdad y contundencia expositiva es llevada hasta las últimas consecuencias para describir el tedio de adolescentes emocionalmente fosilizados a los que nada parece hacer sentir algo. Incluso la práctica del skateboarding se refleja como una actividad igualmente monótona y es desprovista de las connotaciones dinámicas que ha adquirido en cierto cine reciente centrado en la juventud (Tilva Rosh [Nikola Lezaic, 2010], Wasted Youth [Argyris Papadimitropoulos/Jan Vogel, 2011], Somos nosotros [Mariano Blanco, 2010] o la mencionada Swans, entre otras).

 

The Crowd (King Vidor, 1928) – Los Modernos + The Loneliest Planet (Julia Loktev, 2011) – S.O.

El ciclo “Los Modernos: la eterna actualidad del cine mudo” generó experiencias tan memorables como la sesión que permitió disfrutar en pantalla grande de, entre otros, films como The Crowd [en España titulada Y el mundo marcha], una película en la que King Vidor, uno de los más grandes cineastas de todos los tiempos, supo anticipar el desarraigo propio de la Gran Depresión y, de ese modo, sentar un precedente (y un referente) del cine estadounidense más comprometido con el concepto, cada vez menos popular en las esferas del poder, de justicia social (al que Vidor realizaría otra aportación imprescindible, en forma de vindicación de la organización autónoma de los ciudadanos y de la solidaridad bien entendida, en El pan nuestro de cada día [Our Daily Bread, 1934]), y también al neorrealismo italiano y, en consecuencia, a toda la rama del cine moderno que parte de él (Vittorio de Sica admitió su evidente inspiración en The Crowd para el final de Ladrón de bicicletas [Ladri di biciclette, 1948]). El protagonismo del film de Vidor recae en una pareja intrahistórica, dos seres que se mantienen juntos pese a los reveses del destino y a la precariedad económica del hogar. Su relación está basada en una mútua atracción, pero también se detecta en ella cierto grado de inconsciencia en algunas de sus decisiones, jamás reprochada por Vidor. Ese punto ciego de quien no controla completamente su destino, en parte por hallarse inmerso en un sistema de escalas sociales muy marcadas, pero también por la autoimpuesta necesidad de llegar a ser un “triunfador” y que ello resulte perceptible por todo el mundo, es uno de los muchos hallazgos de la película, que mantiene un delicado equilibrio entre la identificación con los personajes y un distanciamiento casi entomológico.

El film de Julia Loktev también trata sobre una pareja de cuyo origen poco o nada sabemos, salvo que se encuentran lejos de su casa, concretamente en la antigua república soviética de Georgia. Allí han viajado por placer, o eso se colige del aire despreocupado de la pareja, para la que la experiencia de atravesar el país, que comparte en soledad con un guía local, es un pasatiempo, un divertimento más que les brinda el (post)capitalismo. Al contrario de los protagonistas del film de Vidor, Nica (Hani Furstenberg), hiperactiva hasta lo agotador, y Alex (un Gael García Bernal agradablemente comedido) no muestran preocupaciones por su futuro, pues ya han conquistado una posición que les permite tomarse su viaje (y su existencia) como un juego frívolo, lo que chocará con la realidad de su acompañante. La pareja imaginada por Loktev, cuyo film parece milimetrado hasta el último detalle (lo cual no le sienta mal en tanto que su concienzudo diseño visual se ajusta al carácter de los personajes), puede verse como una proyección hacia el futuro de la de The Crowd, y la triste constatación de que todos los trabajos de generaciones pasadas han terminado por desembocar en una complicidad con la intrascendencia, que incluso es celebrada sin complejos.

 

Best Intentions (Din dragoste cu cele mai bune intentiil, Adrian Sitaru, 2011) – S.O. + Baby Factory (Bahay Bata, Eduardo W. Roy Jr., 2011) – S.O.

La muerte del señor Lazarescu (Mortaea Domnului Lazarescu, 2005, Cristi Puiu), pesadilla crecientemente abstracta sobre la hospitalización de un ciudadano, continúa siendo una de las piedras angulares del llamado “nuevo cine rumano”, corriente de filmes y cineastas de la que el propio Puiu entregó una escenificación de su callejón sin salida, que quizás sea también el de toda Europa, con las brutales tres horas de Aurora (2010). Por su parte, Cristian Mungiu se trasladó, en 4 meses, 3 semanas, 2 días (4 luni, 3 saptamini si 2 zile, 2007) al aún reciente pasado comunista de su país para narrar una pesadilla que gira en torno a un aborto ilegal, y su trabajo fue recompensado con la Palma de Oro en Cannes. Con estos antecedentes, es fácil pensar que Adrian Sitaru se dedica a seguir plácidamente los pasos de sus compatriotas con un argumento en el que el joven protagonista pasa buena parte del metraje deambulando por las estancias del hospital donde su madre ha sido recientemente ingresada. Pero en realidad estamos ante un trabajo mucho menos tenso, ya que observa, con un toque cercano al cine del añorado Luis García Berlanga (también apreciable en el filme rumano de episodios, auspiciado por Mungiu, Historias de la edad de Oro [Amintiri din epoca de aur, 2009, VV.DD.]), las cuitas de su protagonista con comprensión y humanidad, pero subrayando el absurdo de la marabunta humana, empecinada en sus bucles de autómata. Y muchas veces el humor que supura el film brota a causa la preocupación (llevada más allá de los límites de lo razonable y, sobre todo, de lo humanamente controlable) de su protagonista por aquello que sabe que ocurrirá de forma inevitable.

Es posible que, atendiendo a parámetros establecidos desde hace décadas en algunas tradiciones del análisis fílmico, la filipina Baby Factory sea una película más “perfecta” que la de Sitaru. El film progresa a través de la figura de Sarah, enfermera de un hospital de maternidad público que se ve obligada a realizar un turno doble el día de Navidad. Nada chirría en el film de Eduardo W. Roy Jr., que se guarda mucho de ficcionalizar en demasía los casos que presenta al espectador, manteniendo un tono semidocumental que, por otro lado, tampoco llega a ofrecerle secuencias de excesiva dureza, siendo respetuoso con los personajes que desfilan por la pantalla. El trabajo de cámara es intachable, y también el de los intérpretes. La posición del director también está muy medida para, precisamente, no parecerlo… A veces desea uno que surja algo que atente contra la previsibilidad de la película, aunque tampoco es fácil formular en qué podrían consistir estas modificaciones. Pero el caso es que se echa de menos tras la cámara una mirada más personal, que rompa la autoimpuesta “perfección” del film, como la de Sitaru o, por poner otro ejemplo, como la de John Carpenter en The Ward (2010), film ambientado en una institución psiquiátrica que, pese a incluir elementos fantásticos y de terror, logra transmitir con mayor viveza las zozobras propias de los tiempos que vivimos.

 

Sergei Loznitsa – Retrospectiva + La tierra (Zemlya, Alexander Dovzhenko, 1930) – Los Modernos

“[…] Toda la filmografía de Loznitsa ofrece estampas contemporáneas –de Bielorrusia o de otros lugares de la extinta URSS– donde nada parece haber cambiado. Nos será imposible saber si vemos imágenes obtenidas en torno a 1950 o después del año 2000”. Estas palabras de Luis Miranda, extraídas del programa/catálogo del festival, dan en el clavo en tanto explican una de las características más singulares del cine de Sergei Loznitsa, cineasta bielorruso a quien se dedicó un merecido ciclo: la intención de realizar un cine intempestivo que, a su vez, conecte con ciertas tradiciones de los países del entorno soviético. Pero no solo en el ámbito fílmico, sino en el histórico y antropológico. En Landscape (Peyzazh, 2003), una cámara en constante movimiento panorámico nos muestra paisajes pero también a sus habitantes. Realizada completamente a contracorriente en una época en la que los trucajes digitales todavía se postulaban como el nuevo becerro de oro en el cine industrial, la película consiste en un continuo escrutinio de rostros anónimos con un fondo de conversaciones entrecruzadas. La textura fotográfica (obra del excelente operador –y prometedor cineasta– Pavel Kostomarov), unida al discurrir ceremonioso del film, resitúa todos estos cuerpos en un lugar atemporal, fuera del presente pero dentro de una identidad colectiva y cultural muy definida. Una identidad que Loznitsa también persigue recuperar, delimitar y/o atrapar en sus trabajos a partir de materiales ajenos, como es el caso del documental Revue (Predstavieniye, 2008), elaborado con imágenes de propaganda del régimen entre los 50 y los 60. Gracias al trabajo de montaje, esta película fluye con una armonía conciliadora, convirtiéndose en un viaje cómodo para el espectador. No estamos hablando de justificaciones políticas por parte de Loznitsa, sino más bien de la descripción de un mundo más comprensible, ordenado con un determinado sentido (por muy equivocado y autoritario que pudiera ser).

Tierra también es una película que pretende proyectarse a sí misma hacia un porvenir lleno de posibilidades, esperanza e ilusiones por continuar construyéndose en una dirección concreta. El film de Dovzhenko cimenta una significativa parte de su lirismo en el poder de las expresiones faciales, así como de los paisajes naturales. Una poesía rugosa, menos basada en lo discursivo que en lo tangible, como demuestran los planos que documentan la dureza del trabajo manual en entornos rurales, y también las novedades tecnológicas. Algo que también se cuenta entre los intereses de Loznitsa, que en piezas tan potentes como Fabrika (2004) retrata las coreografías humanas (en este caso perfectamente diferenciadas entre lo masculino y lo femenino) en un entorno analógico, primitivo, que parece no haber cambiado nada desde hace décadas. La fascinante maquinaria industrial pesada moldea un universo de fuego, barro, humo, sudor y esfuerzo ininterrumpido. Pero, con toda su dureza, también es una realidad más abarcable, pues la forma externa de esas invenciones que impresionan a nuestros ojos está directamente relacionada con su utilidad práctica, de modo que su funcionamiento se comprende intuitivamente, algo que se ha ido perdiendo con el desarrollo tecnológico. Al cabo, las miradas de Dovzhenko y Loznitsa terminan por confluir en imágenes donde conviven lo ideológico y lo tangible.

 

Two Years at Sea (Ben Rivers, 2011) – S.O. + Nana (Valérie Massadian, 2011) – S.O.

El cineasta afincado en Londres Ben Rivers había presentado en 2006 una de esas “películas que configuran una especie de mosaico de outsiders, individuos que abandonaron la civilización optando por un modo de vida en plena naturaleza lejos del sometimiento a las convenciones sociales” (en certeras palabras de Covadonga G. Lahera para su especial sobre Rivers en Blogs&Docs a raíz de la retrospectiva dedicada al director en el festival Punto de Vista). Se trataba de un cortometraje titulado This is My Land, y mostraba algunos aspectos de la vida de Jake Williams, un humano que hace tiempo que eligió recogerse en un hábitat no sometido a la especulación del tiempo de la sociedad contemporánea (evita, pues, la concepción lineal y la sustituye, previsiblemente, por una idea cíclica más acorde con el fluir de la naturaleza). Rivers sintió la necesidad de acompañar a Jake durante más tiempo, y de ese deseo surgió Two Years at Sea, que lo vuelve a observar, también con humor, tratando de contagiarse del tempo relajado de quien no tiene citas, stress ni preocupaciones relacionadas con las apariencias sociales o el cumplimiento de ciertos compromisos colectivos.

Nana parte asimismo de la observación prolongada de un objeto de estudio que vaga con libertad en un espacio rural, y que en este caso toma la forma de una niña de cuatro años. Más despiadada (también porque su tono no es tan abstracto) que la película de Rivers en la mostración de la dureza de la vida en el campo (incluye algunas secuencias con animales no aptas para todos los estómagos, insertadas quizás para avisar de entrada al espectador de que el filme no debe ser confundido con un producto melifluo con protagonista menudo), la opera prima de Massadian viene a constatar que el aprendizaje moral y conductual se realiza por imitación más que por otras vías. El filme emplea también elipsis que vuelven inquietantes las situaciones aparentemente más cotidianas, entremezclando admirablemente frontalidad descriptiva y capacidad de sugerencia. Un filme que reconstruye sin artificios las percepciones nebulosas de la niñez (y de la vida, en general) con un tono que participaría por igual de la sensibilidad de Alamar (Pedro González-Rubio, 2009) y del tono enigmático de À pas de loup (Olivier Ringer, 2011).

 

Guilty of Romance (Koi no tsumi, Sion Sono, 2011) – Panorama + The Paper Cranes of Ozen (Orizuru Osen, Kenji Mizoguchi, 1935) – Los modernos

La sección Panorama no solo constituyó un receptáculo del cine de autor más estimulante (pudieron verse recientes obras de Hong Sang-soo, Werner Herzog, Bruno Dumont, Jean-Marie Straub, Claire Denis, Ross McElwee o Azazel Jacobs, entre otros), sino también dio oportunidades a algunas películas que, por albergar un planteamiento más extremo y/o gamberro, contrastaban, al menos en una primera consideración, con la tónica general del certamen. Guilty of Romance, excesiva como casi todos los filmes de su realizador (empezando por sus 112 minutos de duración, que una vez más se nos antojan reducibles), cayó como un meteorito sobre los cines Monopol ofertando aquello que echábamos de menos en obras como Baby Factory (SO): una mayor capacidad para desmelenarse y romper con determinados cánones de “corrección”. La ficción de Sono pivota sobre una mujer japonesa (la desbordante Megumi Kagurazaka) que lleva una existencia anodina dedicada al servicio de su aparentemente pluscuamperfecto marido, un escritor famoso. Para luchar contra el orden que amenaza con disecarla en vida, Izumi acepta la oferta laboral de un supermercado, como paso inicial de un viaje delirante hacia mundo de la pornografía y la prostitución. Sono rompe con todo, incluida la psicología de los personajes, y define un panorama de degradación donde la podredumbre termina por detectarse en todas partes.

Aunque parecía que ninguna otra película de la selección iba a permitir tender puentes con la desquiciada sinfonía de excesos orquestada por Sono, la protagonista de la película The Paper Cranes of Ozen (aún muda pese a fecharse en 1935) se postuló no solo como antecedente de las abnegadas heroínas tantas veces interpretadas por Kinuyo Tanaka, sino también como alter ego referencial de la Izumi de Guilty of Romance. La película de Mizoguchi, que contó con la voz en off de una benshi (por desgracia no en directo, aunque el festival había barajado esa posibilidad, finalmente descartada por cuestiones presupuestarias), narradora que guía al espectador y sin cuyos aportes el argumento no resultaría tan fácilmente comprensible, nos presenta la historia de Ozen, quien sobrevive trabajando como sirvienta. Para facilitar que el hombre al que ama alcance el éxito social, Ozen procede a vender su cuerpo sin que él se dé cuenta de ello. Más que los puntos en común con la película de Sono, interesan aquí las disimilitudes en la actitud de los personajes y en la puesta en escena. El sacrificio por otra persona es lo que lleva a Ozen a la autodestrucción, mientras que Izumi la alcanza como consecuencia de satisfacer sus propias necesidades. Mizoguchi hace gala de un gran pudor a la hora de mostrar las humillaciones que sufren los seres que habitan el plano (cf. ese instante en el que, cuando a uno de ellos le es emplazada una vela encendida en la cabeza en señal de burla, el director cambia el plano para evitar ver el rostro del personaje torturado) mientras que Sono es completamente explícito, así como deliberadamente provocador y retorcido en la mostración del descenso a los infiernos de Izumi y compañía. El desenlace de ambos relatos rima por contraste: un evocador travelling muestra el suelo cubierto por hojas que se mecen con el viento en el caso del film de Mizoguchi, mientras que un cuerpo femenino, como una carcasa vacía con la mirada perdida, constituye el plano más poderoso de la conclusión imaginada por Sono.

 

Escolio

Entre las grandes aportaciones de los festivales de cine tradicionales está la de servir como marco de presentación de libros que, si se plantean con el debido rigor, permiten que esa edición del festival perviva y se expanda en la memoria de los visitantes, siempre que presten atención dicho volumen y lo utilicen para algo más que adornar la estantería de sus domicilios. Este año vio la luz en Las Palmas un trabajo antológico (en el doble sentido de la palabra) editado por T&B y titulado La mirada americana. 50 años de Film Comment. Coordinado por Manu Yáñez, el proyecto es fruto de un exhaustivo y apasionado trabajo de compilación y traducción (mimados ambos aspectos hasta lo indecible) de artículos extraídos de la prestigiosa publicación estadounidense. Una iniciativa que comenzó a gestarse durante la estancia del editor (también colaborador de Film Comment) en Nueva York, donde tuvo acceso de primera mano a los archivos de la revista. En sus páginas encontrará el lector una impagable colección de textos que, lejos de conformarse con el posicionamiento “a favor” o “en contra” de un film o cineasta, plantean acercamientos arriesgados, contagiosamente excitantes y definitivamente fuera de norma. Una obra que hace reverdecer la pasión por ver, leer y escribir sobre cine, y que, como los episodios de las buenas series de televisión, uno termina por racionar para que el deleite de asomarse a su interior se prolongue lo máximo posible.