Las margaritas

La mágica fricción

Cuando los científicos del CERN realizaron, en 2012, su famoso experimento para tratar de verificar la existencia del bosón de Higgs, un tipo de letras como yo tuvo que hacer un cierto esfuerzo para entender, a grandes rasgos, de qué trataba todo aquello. La reductio ad absurdum del particular vendría a ser que el campo de Higgs es aquello que, por roce, provoca que determinadas partículas elementales tengan masa. Es decir: la masa existe porque las partículas masivas interactúan con otra cosa que impregna todo el espacio. Se trata de algo que no se puede explicar si no es por el contacto, contraste u oposición entre dos cosas. Y esa idea -gracias, Dr. Higgs- ha rondado por mi cabeza desde entonces, condicionando mi concepción personal de lo que puede significar el volátil concepto de la modernidad cinematográfica. O, quizás, la noción de cine en general. Porque puede que sea una obviedad decir que lo moderno es moderno por oposición a lo clásico, por decirlo de la manera más directa; pero, en realidad, todo el cine, más allá de etiquetas, nos muestra formas que atraen nuestra atención por desafiar algo de alguna manera, ya sea la simple quietud del lienzo de la imagen o las expectativas que uno trae en su fuero interno. Me atrevería a decir que los espectadores de las primeras vistas Lumière no habrían reaccionado tan emocionalmente ante una toma lateral de una vía ferroviaria recorrida por un tren de punta a punta del cuadro, algo más cercano a otras imágenes con las que ya estaban familiarizados. Fue esa violenta diagonal que describía la locomotora, acercándose al objetivo, lo que, según cuenta la leyenda, los conmocionó hasta dejarse dominar por el pánico. La imagen cinematográfica, proyectada sobre la pantalla, rasga algo que nosotros proyectamos sobre la imagen.

«Las margaritas» («Sedmikrásky», 1966), de Vera Chytilová

«Loquilandia» («Hellzapoppin’», 1941), de H.C. Potter

Probablemente, la mayor parte del valor de Las margaritas (Sedmikrásky, 1966), largometraje de Vera Chytilová que podremos ver ahora restaurado en 4K en las salas de cine, se cifra en todo aquello que no es. Dicho de otra manera: Las margaritas es un film rupturista y heterodoxo porque existe Hollywood, es decir, porque hay toda una serie de formas, usos y convenciones a los que no responde la realización de Chytilová. Si hubiera que buscarle algún forzado parentesco a su película con algún título del cine americano, acaso podríamos referirnos a Loquilandia (Hellzapoppin’, 1941), de H.C. Potter, una verdadera rareza del Hollywood de los años cuarenta en la que todo gira en torno a chistes metacinematográficos que tratan de rivalizar con el humor absurdo de los hermanos Marx. Las margaritas tiene algo de eso pero también de otros nobles linajes: el cine de Georges Méliès, en el que los trucajes visuales operan de alguna manera con la complicidad consciente del espectador, y el slapstick, la comedia física que con tanta fortuna se desarrolló en el Hollywood del mudo y que también establece un cierto pacto con el espectador para representar en la pantalla lo extremo, lo hiperbólico, lo irreal.

«Las margaritas» («Sedmikrásky», 1966), de Vera Chytilová

Marie y Marie son dos jóvenes checoslovacas que enredan a señoros entrados en años sin un propósito muy concreto, la lían parda en cabarets mientras el público trata de seguir un espectáculo de baile, se cuelan en banquetes para zampar inmoderadamente y, cuando están en casa, observan el mismo nihilismo destroyer y protopunk que en sus correrías por la ciudad. Digamos que son una versión particularmente absurda y feminista de la figura del pícaro atorrante y de toda una actitud entre liberal y libertina que caracteriza a los personajes de algunos títulos adscritos a los nuevos cines de la época. Pienso en películas británicas como El knack… y cómo conseguirlo (The Knack …and How to Get It, 1965), de Richard Lester, Un hombre de suerte (O Lucky Man!, 1973), de Lindsay Anderson, o incluso la adaptación de Tom Jones que firmó Tony Richardson en 1963. Pienso también en Zazie en el metro (Zazie dans le métro, 1960), de Louis Malle, o en Céline y Julie van en barco (Céline et Julie vont en bateau, 1974), de Jacques Rivette… Son ejemplos disímiles y escogidos a vuelapluma que se alejan varios años adelante o atrás de Las margaritas pero que nos informan de un auge generalizado de la combinación entre un humor un tanto lunático y la figura de un héroe travieso y/o desnortado, cuerpos que se niegan a poblar la pantalla con un cierto orden reconocible.

«Céline y Julie van en barco» («Céline et Julie vont en bateau», 1974), de Jacques Rivette

«Las margaritas» («Sedmikrásky», 1966), de Vera Chytilová

De entrada, la presencia de nuestras protagonistas en el encuadre desafía las formas convencionales de componer el plano al distribuirse con vistosas simetrías. En muchas tomas, Marie y Marie se reparten las dos mitades de la pantalla en planos severamente frontales, como si participaran en una coreografía. Por momentos, uno cree estar viendo la prefiguración de los números musicales de Las señoritas de Rochefort (Les Demoiselles de Rochefort, 1967), de Jacques Demy, un film prácticamente coetáneo de Las margaritas que, a su manera, también introduce en el lenguaje del musical un cierto distanciamiento socarrón y autoconsciente no del todo ajeno al espíritu que alienta a la película de Chytilová. Ambos largometrajes comparten, además, una vistosísima paleta cromática cuya evidente expresividad es una llamada directa e instintiva a la conciencia del espectador: esos tonos tan vivos nos indican que lo que estamos viendo -como en El color de la granada (Sayat Nova, 1969), de Sergei Parajanov, también de la época- no busca el equilibrio o la transparencia, sino gritarnos a los ojos, si se me permite la sinestesia. Lo mismo que esa marcada frontalidad de la que hablábamos, totalmente ajena al lenguaje y la estética del cine al uso. Ese tipo de planos sin la más leve angulación se ha convertido en un rasgo recurrente de muchas expresiones de la modernidad cinematográfica, desde los filmes de Stanley Kubrick realizados a partir de esos años hasta las películas actuales de Wes Anderson.

«El color de la granada» («Sayat Nova», 1969), de Sergei Parajanov

«Asteroid City» (2023), de Wes Anderson

Pero Marie y Marie no solo componen planos simétricos sino que, como decíamos, habitan la imagen con un bullicio más propio del slapstick y comen, comen y comen sin límite, se pegan auténticos atracones que nos hacen pensar en un sentido de la hipérbole digno de Rabelais. No es un dato baladí que nuestras heroínas emulen a Gargantúa y Pantagruel porque es quizás una de las facetas más feministas de un film en rebeldía contra la forma convencional de representar a las figuras femeninas en el marco cinematográfico. El cine hollywoodiense nos hace sentir cómodos ante delicadas damiselas; Chytilová nos invita a desperezarnos y compartir la rebeldía de dos insolentes revolucionarias. Ítem más: en dos significativos pasajes de la película, las protagonistas acometen sendas parodias de un desfile de moda y de una escena de baile. De hecho, toda la película se desarrolla en apenas un puñado de localizaciones recurrentes, entre las cuales, destaca el rol que juegan los restaurantes y salas de espectáculos, pues simbolizan los espacios pautados, las normas compartidas, la regulación social que Marie y Marie vienen a subvertir de la misma manera que Las margaritas se propone vulnerar las convenciones del cine. Y huelga decir que la actitud de las protagonistas es estrictamente autoexplicativa, que nos informa sin más rodeos acerca de la postura de la propia Chytilová ante el cine.

«Las margaritas» («Sedmikrásky», 1966), de Vera Chytilová

«Las señoritas de Rochefort» («Les Demoiselles de Rochefort», 1967), de Jacques Demy

De hecho, no son solo ellas las que se revuelven traviesamente por los espacios de la película. También el propio film se agita, se desvía, se vulnera a sí mismo. La textura de la imagen cambia con cierta arbitrariedad de una secuencia a otra, a veces de un plano a otro, por no hablar de unos saltos del blanco y negro al color que no parecen seguir un patrón claro. Y, por seguirle el rastro a algunos de los paralelismos que hemos propuesto, en una determinada secuencia, las jóvenes seccionan sus cuerpos con unas tijeras, como en una escena de Méliès, para luego recortar directamente el plano, muy al estilo de Loquilandia. Mi momento favorito, no obstante, es el de una arbitraria concatenación de planos muy breves de candados, un aparte que parece prefigurar determinados pasajes de las películas recientes de Radu Jude, cineasta que parece haber heredado remotamente algo de ese espíritu burlón de los nuevos cines de los sesenta. Las margaritas, en suma, nos invita, con sus flashes y rarezas formales, a participar en un juego, en una fiesta de la imagen que, como decíamos, rima con la actitud de sus protagonistas, cuyo comportamiento ilógico no parece tener otro propósito más que celebrar sin descanso la soportable levedad del ser.

«Las margaritas» («Sedmikrásky», 1966), de Vera Chytilová

¿Hay, a pesar de todo, una amargura entre líneas, esa sombra de callado pesar que siempre parece ocultarse tras el gesto del bufón? Digamos que la respuesta no se encuentra entre líneas sino bien a la vista, en las imágenes que abren y cierran Las margaritas. Los créditos iniciales se sobreimpresionan sobre planos de un gran engranaje industrial que se alternan con imágenes documentales de bombardeos y combates reales. Y, al final de todo, la deliciosa dedicatoria de Chytilová («Esta película está dedicada a quienes solamente se indignan cuando se pisotea la ensalada») aparece sobre la filmación, desde un avión, de una ciudad totalmente devastada por las bombas, imágenes que vemos mientras oímos de fondo el sonido de una ametralladora. Por lo tanto, sí, hay algo muy grave detrás de todo lo que vemos; Chytilová parece querer recordarnos que el espejismo de la Europa de los años sesenta se edificó sobre las ruinas del horror acontecido dos décadas atrás y que toda esa alegre rebeldía de los nuevos cines discurría sobre el telón de fondo de unas sociedades con toda suerte de cicatrices y disfunciones. La nueva ola checoslovaca, evidentemente, no era una excepción.

«Las margaritas» («Sedmikrásky», 1966), de Vera Chytilová

«Trash Humpers» (2009), de Harmony Korine

Acabemos proponiendo una posible reverberación de Las margaritas o, más en general, de toda esa actitud que transmiten la película de Chytilová y sus coetáneas. Si detrás de la juerga anárquica permanente de Marie y Marie hay una sociedad quebrada por las injusticias y la mala conciencia, quizás podamos reconocer un espíritu igual de canalla y amargo en los personajes de un cineasta empeñado en mostrarnos la faceta más grotesca del imperio estadounidense en nuestro siglo. Las Spring Breakers (2012) de Harmony Korine, más que habitar las imágenes, parecen arrojarse sobre ellas como salvajes, y por eso podemos considerarlas como una versión dionisíaca y videoclipera de las Marie y Marie de Chytilová. Aunque el grado de desahogo, brutalidad, escatología y vandalismo de las chicas de Las margaritas quizás encuentren una continuación más abstracta, extrema y bizarra en los inquietantes Trash Humpers (2009), totalmente entregados a la causa del feísmo. En cualquier caso, las realizaciones de Korine son también películas que se definen en buena medida por lo que no son, esto es, por el roce entre sus formas grotescas y lo que convencionalmente es el cine americano. Y es a esa actitud a lo que me refería unas líneas más atrás: lo estimulante de Las margaritas no es solo la experiencia estética que nos propone sino todo lo que nos transmite al circular en dirección contraria, al vulnerar los mecanismos del cine nuestro de cada día. Una actitud que nos interpela tanto desde las nuevas olas de las décadas centrales del siglo XX como desde los orígenes del cinematógrafo y desde nuestros días de revolución digital. El cine es cine porque sus formas se hacen notar como grumos en mitad del vacío, y la modernidad quizás no sea más que la celebración permanente de esa mágica fricción.

 

© Lucas Santos, noviembre de 2024