La ‘Trilogía oriental’ de Aleksandr Sokurov

Deambulando por los rincones soñados, dando voz al silencio

La realidad, según Aleksandr Sokurov la expresa, trasciende cualquier definición científica, material o lógica como para llegar a comprenderse por lo que se ve. Parece que esta es demasiado vivaz como para hacerle justicia en un film o intentar emularla tal cual se percibe. En consecuencia, llegó un momento en su prolífica obra —más de cincuenta películas a lo largo de cuarenta y cinco años— en el que dejó de tener sentido diferenciar sus filmes entre ficción y documental, pues su cine dejó de adscribirse a géneros o tipologías y se volvió híbrido a partir de A Simple Elegy (Простая элегия, 1990). Según sus propias palabras: “La única diferencia que encuentro entre la ficción y el documental es que el artista usa instrumentos diferentes para crear un film, o, digamos, para construir una casa. En la ficción, el realizador usa bloques de un edificio en una escala mucho mayor, piedras más grandes. En los documentales, la casa es normalmente una estructura como de cristal, más frágil, más transparente”. Y continúa: “No intento hacer documentales como un tipo de arte realista. No estoy interesado en la verdad real. No creo que alguna vez pudiese entender tan bien la realidad”. (1)

De entre todos los títulos que Sokurov firmó en esta etapa de plenitud —la década de los noventa, bien podría ser la más estimulante de su filmografía— destacaremos tres en este artículo: Elegía oriental (Восточная элегия / Vostochnaya elegiya, 1996), Una vida humilde (Смиренная жизнь / Smirennaya zhizn, 1997) y Dolce (Нежно / Nezhno, 2000), que forman la llamada Trilogía oriental. En conjunto, una serie de películas que comparten la ubicación (Japón) y el motivo (descubrir sus misterios, conocer sus gentes y así desvelar el tejido de su realidad). También podríamos decir que los temas comunes son la muerte, el viaje o la memoria, pero esos tres aspectos están ya presentes en toda la obra restante del autor ruso.

«Elegía oriental»

Para llevar a cabo estas tres películas, que se emitieron en una televisión japonesa bajo el título Japanese Stories, Sokurov trabajó en estrecha colaboración con productores japoneses y rodó en el país nipón junto a los camarógrafos Alexei Fedorov y Koshiro Otsu. El primero de ellos, Elegía oriental, podemos inscribirlo en la larga serie de filmes del cineasta ruso que incluyen la palabra elegía en su título, como son Elegía de Moscú (Московская элегия / Moskovskaya elegiya (Moscow Elegy), 1987), Elegía (Элегия / Elegiya, 1988), Petersburg Elegy (Петербургская элегия, 1989), Elegía soviética (Советская элегия / Sovetskaya elegiya (Soviet Elegy), 1989), A Simple Elegy, Elegía desde Rusia (Элегия из России …этюды для сна / Elegiya iz Rossii, 1992), Elegía de un viaje (Элегия дороги / Elegiya dorogi, 2001) o Elegía de una vida: Rostropovich, Vishnevskaya (Элегия жизни: Ростропович, Вишневская / Elegiya zhizni. Rostropovich. Vishnevskaya, 2006). Aunque lo cierto es que hay bastantes más películas en su obra con tintes elegíacos, entendiéndose por ello un sentimiento de nostalgia, de pérdida y, sobre todo, de soledad frente al mundo. Sokurov es, ante todo, un hombre solitario, un romántico nostálgico, que no puede dejar de preguntarse sobre la existencia al igual que tampoco puede dejar de filmar. En su Trilogía oriental, el director hará un viaje al país nipón para llevar a cabo un ejercicio de reconocimiento del mismo y de autoconocimiento por medio de las personas que allí viven. El suyo no es un recorrido arqueológico, aunque se muestre el pasado por medio de la reconstrucción memorística; tampoco documental, aunque se hable sobre las costumbres del lugar; ni mucho menos turístico. Sokurov se adentra en una isla japonesa —concretamente, en Honshū— de la manera más tenue y sigilosa posible; para desentrañar la forma misma del viento, para lograr captar la esencia de los árboles y el tacto de la madera vieja de las casas centenarias. Para poder, mediante el paisaje, acercarse a la gente y así reconocer en ellos su propio ser. Para poder establecer un contacto directo, pero no invasivo, y para ser un fantasma entre la niebla —la palabra niebla (туман) se repetirá mucho en Elegía oriental— que observa de lejos y de cerca los rincones de un paraje ancestral.

Sokurov intenta descubrir los orígenes de la Imagen como tal, al margen de las otras artes que admira (música, literatura y pintura). Una Imagen, por tanto, exclusivamente cinematográfica que se forma uniendo lo artesanal con lo digital para revelar un sentimiento tan complejo y abrumador como es la tristeza espiritual. En Elegía oriental parte de una serie de planos vacíos de seres humanos, donde se van revelando progresivamente las formas y las figuras entre la niebla densa y dormida, junto con la música y los sonidos. La película capta los estados de ánimo de la imagen condensada y plasma un mundo de sueño habitable por la trágica y bella figuración imposible de una realidad tan cercana como increíblemente fantástica. El mismo Sokurov aparece observando desde una orilla plagada de árboles una isla que emerge de entre bancos de niebla que se asemejan más a veladuras en un lienzo. Sus palabras resultan tan extrañas como poéticas mientras una serie de planos llenos de matices y texturas se funden para encadenar su ascenso a un misterioso paraje por unas escaleras. El hecho de que el sol reflejado en el agua tenga una cualidad lunar, nocturna, o que los árboles revelen un estado casi soñado de lo visible (recordando intencionadamente a las pinturas del romántico alemán Caspar David Friedrich) son indicios de un ánimo trascendental que pasa a través de las imágenes. Esa dualidad sueño/vigilia, mundo físico/metafísico se apodera de manera absolutamente magistral del propio devenir de la película. La cámara pronto deja de ser advertida, si es que alguna vez lo fue, y Elegía oriental nos muestra los rincones de ese misterioso lugar, real e imaginal, adentrándonos, poco a poco, en su interior hasta que logremos vislumbrar su alma.

«Elegía oriental»

¿Se puede tocar la niebla? Con los ojos sí

La Trilogía oriental es uno de los mayores hitos de la carrera de Sokurov y supone la consagración de un viaje nacido de una nueva concepción de la imagen digital. Los tres films permiten al espectador un progresivo acercamiento a la realidad japonesa a nivel histórico, social y político. A su vez, es posible contemplar la trilogía a la inversa, desde Dolce hasta Elegía oriental, lo que da lugar a un crescendo que va de los lazos afectivos de dos individuos hasta la posibilidad de comunidad dentro de un mismo plano existencial etéreo. Viendo las películas en orden cronológico puede apreciarse una concreción en la búsqueda personal de Sokurov así como un mayor encapsulamiento de las ideas, los espacios y los personajes. Por eso, el primero de los tres filmes es el que más se adentra en el terreno del misterio al generar más preguntas que respuestas (cuestiones que el mismo cineasta nos plantea durante el metraje) y al llevar el concepto de la poética visual a un territorio más amplio. En Elegía oriental, Sokurov traza una serie de finas líneas tanto visuales como musicales en torno a un paisaje que surge de entre lo real y lo soñado; de entre el propio sueño (como consecuencia del acto mismo de dormir y trascender a otros lugares) y la vigilia de alguien que viaja a un sitio físico extraño y fascinante. Según las propias palabras del director en una entrevista que concedió a Paul Schrader (2), él no se sentía un extranjero al filmar en Japón, sino que encontró muchas similitudes entre el país nipón y su Rusia natal; no solo en los modos de ser de la gente a la que filmaba, sino en la transparencia que existía entre él mismo y sus protagonistas. Añadiendo a esta sentencia el hecho de que para Sokurov también el lugar en sí, y todo lo que lo compone (el paisaje, las casas, etc.), tiene una importancia vital. No es raro pensar que el tratamiento que se da al entorno de Elegía oriental responde a un deseo muy profundo de querer mostrar un sentimiento indescriptible, pero, aun así, plasmable en las imágenes: “Mostrar el curso de la vida es algo que ningún otro arte consigue, solo el cine(3). Otra frase del maestro ruso que, al margen de sonar bastante extraña viniendo de él (4), no deja de expresar esa definición de lo inenarrable.

En Elegía oriental, la forma crea un sentido más allá de lo real para acabar conformando una serie de espacios de lo imaginal (5). En la forma de Elegía oriental se encuentra la ulterior presencia de las cosas; el después oculto de las imágenes reveladas mediante su manipulación plástica en el mismo momento de su captación. Como en Madre e hijo (Мать и сын / Mat i syn, 1997) y otros títulos, Sokurov hace uso de lentes especiales pintadas a mano para dotar a sus imágenes de un aspecto más allá del realismo con el que se podrían ver. Esto desemboca en un torrente de neblinosas vistas que poco o nada tienen que ver con lo onírico, ni mucho menos con lo surrealista. La película hace del paisaje algo vivo y expresivo; algo con alma propia. Pero yendo más allá de una concepción romántico-pictórica de la imagen, lo que Sokurov aquí se propone es desvelar la verdad de la Imagen por medio de su desnudez más pura. Así pues, la huella de las sombras se imprime en cada plano, de manera que la oscuridad parece ser lo que conduce las imágenes hacia su plasticidad final. La construcción de los planos responde a una fluidez en las figuras y al movimiento de las sombras proyectadas en momentos clave del día como el amanecer o el atardecer, lo que dota de cualidades espectrales y trascendentes tanto a los objetos como a las personas. “Mi sombra me precede” dirá el propio Sokurov, narrador y guía en este viaje fílmico, casi demostrando que sus pasos ya han sido recorridos por un yo aventajado; un fantasma que vive en un plano superior al de lo tangible.

Elegía oriental es, como apuntábamos, la película de la trilogía en la que más tarde aparecen los vestigios de personas. Dentro del silencio de las figuras que acompañan al cineasta en su primera incursión en Japón —una isla perdida en un mar neblinoso, un limbo revelador donde él se siente triste y en paz— la formación del paisaje hará de ideal escenario para el encuentro con una serie de fantasmas. En su travesía de exquisita belleza evocadora podrá escuchar el susurro del viento, así como su aullido mientras admira los templos y comprueba su intangibilidad, su efímero existir, para al final comprender una serie de motivos que lo llevarán a acercarse a los habitantes del lugar: “Al filmar a personas ancianas en los interiores de una vivienda tradicional japonesa, el director crea un mito poético perdurable a partir de una vida extraterrestre fallecida que un europeo percibe con especial agudeza, y sumerge a sus personajes en él como en una especie de alteridad. […] Sokurov mitifica a estas personas, sus destinos trágicos específicos y su propia misión como un Virgilio moderno. El director contrasta la experiencia convencional de los reportajes televisivos con una experiencia única de penetración artística en la fuente de la cultura humana, donde Oriente y Occidente son facetas opuestas de un mismo todo(6). Siguiendo estas declaraciones de la guionista Alexandra Tuchinskaya podemos apreciar que Sokurov consigue crear un mito poético perdurable a partir de una vida muerta y temporalmente detenida. A partir de las respuestas de los ancianos a preguntas que no se escuchan —cabe suponer, que Sokurov las ha formulado previamente— podemos comprender mejor la realidad de lo imaginal, al tiempo que se desvelan los entresijos de un pasado histórico.

«Una vida humilde»

El individuo y su paisaje: El gesto, la atmósfera y el tiempo

El cineasta ruso es un maestro en crear mundos intermedios, donde el gesto, el paisaje y el tiempo se solapan para representar el otro lado de lo visible. En la segunda película de su trilogía, Una vida humilde, no se da una separación formal entre lo vívido y lo etéreo, por lo que se desbordan nuevamente los límites de lo documental. De ahí que lo que iba a ser un film sobre un anciano con antecedentes militares que aceptaba hablar sobre su vida, se acabe convirtiendo en un retrato profundo, relajado y detallado de una vieja casa perdida en las montañas en la aldea de Asuka, prefectura de Nara, donde vive una anciana solitaria llamada Umeno Matsuyoshi. Sustituyendo su papel de Virgilio en tierra de brumas por el de antropólogo del alma, Sokurov se adentra en el hogar de la mujer para revelar, una vez más, lo que no podría ser revelado de otra manera. En la película la cámara no observa al personaje, no cuestiona sus movimientos repetidos, sino que extrae de los detalles aparentemente triviales, de la realidad física de esa vida humilde, imágenes poéticas de una existencia continua y eterna. Decimos continua por su tratamiento del tiempo cronológico reflejado en las acciones que desempeña Umeno y decimos eterna por la condición misma de esas tareas que se repiten de manera absolutamente religiosa, dando lugar a una rutina aparentemente simple en la que el cineasta busca la Verdad. Así pues, Una vida humilde sigue el viaje de Sokurov por Japón para detenerse y contemplar la existencia de una anciana que teje kimonos con la levedad de una caricia y la evocación constante de una niebla que se pasea por los planos como una marca indeleble de esta etapa fílmica de su carrera. La serie de rituales caseros y arcaicos, que son capturados por la cámara con un silencio pétreo y contemplativo, ofrece una lectura muy abierta al espectador. Los planos contienen por sí mismos una cualidad que va más allá del tratamiento pictórico-plástico que aporta la imagen digital y, por momentos, revelan dimensiones ocultas en lo que se muestra en el cuadro. La suma de las distintas secuencias incluso abre cuestiones sobre lo acaecido, sobre el orden en que se han producido las acciones de la mujer. Al final de Una vida humilde, la silenciosa heroína (7), que no pronuncia hasta entonces ni una sola palabra, lee unos inocentes y tristes poemas de su propia composición ante una cámara de vídeo que usa formato Betacam.

«Una vida humilde»

La experimentación que Sokurov lleva a cabo con las texturas y el tiempo de cada plano es coherente con la visión puramente contemplativa y paciente de la vida de Umeno. El cineasta muestra de manera trascendente las tareas hogareñas de la mujer —¿cómo describir la imagen de las manos de la anciana calentándose sobre las cenizas del hogar? ¿cómo hablar de su rostro, filmado como si fuera un paisaje de la piel sin caer en la descripción más banal?— y acaba uniendo en su película los tres conceptos del tiempo griegos: Cronos (el tiempo lineal a modo de segmento nacimiento/muerte), Kairós (el tiempo del instante) y Aión (el tiempo circular). En un asombroso registro de temporalidades, diferentes tanto para el que las vive como para el que las ve, cada uno de estos conceptos puede asociarse a varias escenas de Una vida humilde, como aquella en la que Umeno teje un kimono de luto con el tic tac del reloj siempre presente (Cronos), aquella otra en la que el montaje muestra un plano/contraplano entre ella y unos monjes (Kairós) o aquellos planos ya aludidos en los que la mujer realiza las rutinarias tareas del hogar (Aión). La película, así, alcanza una dimensión superior mediante su plástica y su estructura, como si la vida de esta anciana filmada por Sokurov fuera una especie de eternidad en la memoria, de espera constante que requiere del máximo cuidado y observación con la cámara para comprenderse y aceptarse.

El cineasta ruso, que en su Trilogía oriental ejerce múltiples roles al mismo tiempo (escritor, oyente, interlocutor, observador, etc.), también incluye en Una vida humilde sus propias intervenciones habladas mediante voz en off. Estas aluden a sí mismo y a su patria rusa, a Umeno y a su Japón natal, a madres, hijos y fotografías familiares, a la memoria tangible y ensoñadora o a los lazos históricos entre ambos países, que para Sokurov deben reconciliarse —ahí está la imagen de un libro en ruso al lado de uno en japonés, que conectará con el crucifijo junto al kakemono de Dolce. Las palabras del director son una parte fundamental de su travesía melancólica y pesada, donde Sokurov describe el gran apego que siente por las personas que filma.

«Dolce»

El aislamiento en los albores del tiempo

En Dolce concluye el viaje japonés del cineasta ruso, que nos cuenta la historia del escritor y poeta Toshio Shimao partiendo de unas fotografías que se pasan como hojas de papel en el formato del film —un atípico 1:32:1 que simula la estética de un álbum familiar en el que Miho Shimao, hija de Toshio, va a ser colocada bajo la mirada de una cámara paciente—. Tras la introducción, los primeros momentos de la película tienen un corte más realista, con unas imágenes que carecen de la llamativa plasticidad de las dos primeras partes de la trilogía. En cualquier caso, el trabajo formal de Dolce sigue siendo estimulante: la estética baila entre los planos fijos y los intervalos lumínicos cuando habla Miho —la incidencia de la luz es en esos momentos muy notoria. Entre las imágenes confesionales de la hija del poeta, que está llena de dolor y tristeza, aparecen dos extraños planos de una mujer en un río que no nos aventuramos a interpretar y que son parte de las pocas vistas al exterior mostradas en toda la película. El aislamiento, uno de los temas clave de la trilogía que va haciéndose cada vez más obvio, se explora aquí en la relación de Miho y su hija discapacitada, ambas recluidas física y espiritualmente entre los blancos muros de una casa que parece ser una jaula. Según Sokurov, en el set de Dolce le pidió a la heroína que interpretase su propia vida, algo que jamás había solicitado a nadie previamente, ni tan siquiera en sus proyectos más documentales. Sin embargo, tras profundizar en el rodaje en los detalles biográficos de la mujer y en sus gestos, el cineasta se dio cuenta de que estaba llegando a un límite en el que se revelarían aspectos aterradores sobre su existencia. Así que decidió limitar el alcance de la película y no llegar más lejos en su búsqueda de un sentimiento doloroso. El metraje previsto se redujo y también el tiempo de filmación de la vida privada de Miho para respetar su dolor, algo que se aprecia en el trabajo sonoro del filme.

El sonido de Dolce, como en toda la obra del director siberiano, hace ver mucho más que la imagen. En esta película escuchamos ruidos de tormenta, que irrumpe mientras Miho está sola en el cuarto con su olvidado kimono (8) y también escuchamos una música que surge cuando debe ser oída… por ella. Sokurov introduce imaginativamente las nuevas tecnologías de audio y vídeo sin seguir las normas generalmente aceptadas de su uso ilustrativo. La técnica se subordina a lo artístico y, como ocurre en la mayoría de sus heterogéneas películas, hay una voluntad de explorar las innovaciones tecnológicas del medio. Dolce va mucho más allá de su aparente “modalidad expositiva” (según la clasificación establecida dentro del documental por el teórico Bill Nichols) y ofrece una perspectiva profunda de la historia de la protagonista. El vídeo es la herramienta fílmica y humanista elegida por Sokurov para penetrar en el mundo interior de la mujer, cuyas imágenes captan el espíritu de sus acciones y despiertan nuestra atención sensible.

Imágenes de las tres películas de la trilogía

El círculo cerrado y abierto

La búsqueda del alma de la Imagen bien podría ser una de las obsesiones de Sokurov en la trilogía y algunas de sus divagaciones en voz en off en Elegía oriental van en esa dirección. El cineasta nos dice, por ejemplo, que una puerta de una casa a la que ha accedido es “ingrávida como una hoja” y en otro momento, ante la silueta borrosa de una anciana, nos indica que “ella no está todavía completamente conmigo”. La confluencia entre la vida y la muerte conlleva una divagación exquisita entre la luz (de una vela) y la sombra (de un cielo nocturno) en la película y abre ecos plásticos que se perciben en los dos próximos capítulos de la trilogía: Una vida humilde y Dolce.

El papel del propio Sokurov va cambiando con cada película y uno de sus diversos roles, el de narrador, es muy variable. En Elegía oriental traduce por encima lo que dicen los personajes (tal y como se acostumbra a hacer con las películas extranjeras en los países eslavos), mientras que en Una vida humilde espera a que la anciana acabe sus tres versos para proceder a la traducción. En cuanto a Dolce, Sokurov parece compenetrarse con Miho al cederse mutuamente el turno en la palabra. Estas dimensiones del monólogo reverberan entre los pensamientos personales del cineasta, que se van reduciendo a medida que las películas de la trilogía se suceden. Sus inquietudes serán expresadas con mayor profundidad en Elegía oriental, dejando una cavidad casi total al silencio en Una vida humilde y obviando su propia individualidad en Dolce. Esta evolución, que parece ir acorde a una cada vez mayor inmersión y comprensión de Japón por parte del director, coincide con un tratamiento estimulante de los espacios: de la casa como parte de un todo vivo en Elegía oriental pasamos al organismo propio y esencial de más de cien años de edad en Una vida humilde para acabar en Dolce en un habitáculo opresivo, lleno de recuerdos dolorosos y acechantes. Las tres películas, que tienen algunos elementos fílmicos coincidentes —como son el contacto de las manos con las superficies o el sonido de la madera al crujir—, están conectadas temáticamente, aunque su estética está en constante transformación. Así, pasamos de las formas apenas discernibles de Elegía oriental a la obsesión por los detalles del rostro y la piel de Una vida humilde para acabar con la brusquedad de los zooms y los movimientos inestables de Miho cuando llora en Dolce. Dentro de su dispositivo de introspección observacional, Sokurov tiende a situar la cámara en diversos ángulos en función de lo que desea mostrar (picados para observar algo íntimo y oculto, contrapicados para manifestar la altura espiritual de ciertos paisajes, etc.), aunque siempre filma de frente a los personajes cuando narran sus vidas. Esta dinámica que parte de una ética y de un respeto remarcables hacia los sujetos filmados enlaza muy bien con el concepto tan particular que el cineasta ruso tiene del gesto. Ya sea el de la mano o el del rostro, el gesto en Sokurov conduce a hacer visible lo invisible; a llevar, de nuevo, la Imagen al mundo imaginal para ver qué hay más allá del más acá.

«Elegía oriental»

Las asociaciones imagen-sonido planteadas por el cineasta ruso en su trilogía también merecen un estudio pormenorizado, en particular en Elegía oriental. El doctor Sergei Alekseevich Uvarov ha resaltado en un ensayo (9) la combinación de melodías de Mahler, Tchaikovsky o Wagner con música tradicional rusa y japonesa y ha destacado que Sokurov genera una “ingravidez auditiva” y “una serie de recuerdos formulados en un solo sonido-imagen”. A modo de ejemplo de una de estas asociaciones, nos gustaría detenernos en la aparición en la película de una grulla; un ave que es una suerte de símbolo insondable no solo perceptible en la trilogía sino también en otros filmes de Sokurov. En concreto, en Elegía oriental vemos la silueta sombreada de una grulla posada en una ventana, que en el montaje aparece entre dos planos de ancianas. Mientras la imagen recupera la plenitud esencial de los iconos, el sonido de las olas del mar invade la escena y se mezclan motivos vocales efímeros. El sonido da profundidad formal a una imagen que tiene profundidad icónica y permite un equilibrio entre dos causas de movimiento ajenas: el de la grulla (sin volumen) en el marco de la ventana y el del mar (sin forma, pero con capas de volumen audibles al añadir el canto).

En la época de Bizancio, desde el final de la Antigüedad, algunos paganos y después cristianos habían admitido la posibilidad e incluso la necesidad de un tipo de imagen que hubiera de ser vista con los ojos del espíritu. Una que permitiese al espectador avisado contemplar, a través de ella, a Dios. Por la vía de lo verbal (oral o escrito), el espectador (oyente o lector) cuenta con la palabra del maestro para su experiencia, pero ante una imagen muda las facultades de cada uno operan en pro o en contra de una visión espiritual que permita distinguir, más allá de la imagen, la realidad inteligible que se busca. En el periodo bizantino se buscaron medios para solventar esa dificultad de cara a observar y comprender los iconos y Sokurov, mediante el cine, consigue lo mismo. El ejemplo de la grulla, animal que se retrotrae siempre a Rusia y al hogar dentro de su filmografía, es un ejemplo clave de icono dentro de la obra del cineasta ruso. En ella puede verse representada la figura del Fénix, que se remonta a las religiones astrales y que los cristianos adoptaron sin más cambios. El pájaro representó la Eternidad del Reino de Cristo, el Aión personificado, que puede verse sobre las nubes, en el cielo visible y material de los astros. Un ave que resurge de sus cenizas de manera eterna y que, en el caso de Elegía oriental, parece un eco del mosaico romano procedente de la Villa de Dafne (siglo V).

Partida sin regreso, si hablamos dentro de una concepción espiritual de las películas, y con una vuelta a Rusia si nos centramos en el viaje de Sokurov (“yo volveré algún día” dice el cineasta cuando está en la isla de Elegía oriental), el tenue y brumoso paseo por los jardines grises de un mundo todavía desconocido nos deja con la única certeza de haber visto la textura del propio viento, de la niebla tocada con los ojos. La trilogía oriental de Sokurov todavía debe ser estudiada para mayor reconocimiento de un cineasta tan importante y fascinante. Cada uno de sus films esconde un sinfín de puntos a tratar que nos abren los brazos como la isla al propio Sokurov en Elegía oriental:

Parece que soy bienvenido aquí… Y esta isla es suficiente para todos mis sueños… me quedaré aquí.

Imágenes de las tres películas de la trilogía

 

© Borja Castillejo, mayo de 2022

 

(1) SOKUROV, Aleksandr, Elegías visuales, Maldoror Ediciones, 2004.
(2) La entrevista es mencionada en el libro Elegías visuales. Ver nota 1.
(3) Ver nota 1.
(4) Sokurov ha manifestado públicamente y en varias ocasiones su desinterés por el cine, hasta el punto de decir que no le gusta. Investigando sus entrevistas y coloquios se llega a la conclusión de que no le interesa porque cree que todavía no ha nacido como forma artística y que está muy por detrás de la literatura, la pintura y la música. Aquí incluimos una declaración suya: “Es posible suponer que hoy el cine ni siquiera tiene un lenguaje completamente formado. No existe un alfabeto propio. Quizás solo se nombran letras individuales, pero obviamente no todas. La naturaleza de lo secundario radica en el hecho de que el cine no tiene algo que nazca por sí mismo o que se forme en el proceso de desarrollo. La cinematografía es una ladrona mezquina, apresurada y astuta. Del teatro robó el drama, de la orquesta la sinfonía, de la pintura el interés por el color, de la fotografía la composición, de la literatura la trama, de la sociedad humana el interés por la vida íntima…”
(5) Cuando hablamos de lo imaginal lo hacemos refiriéndonos a lo perteneciente al Mundo Imaginal (en oposición a lo meramente imaginario) en el que los cuerpos se espiritualizan y los espíritus se corporizan, en el que lo sensible se torna inteligible y lo inteligible adopta forma sensible, así como sucede, por ejemplo, en los sueños, que nos presentan la realidad incorpórea de la condición corporeizada en imágenes. Atendiendo a una de las acepciones de lo Imaginal en la filosofía sufí (muy concretamente, la de Ibn ’Arabī) o a través de la hermenéutica de Henry Corbin podremos quizá comprender mejor lo que Sokurov consigue llevar a cabo en esta película.
(6) Párrafo traducido de la página oficial de Aleksandr Sokurov. Disponible en esta web: http://sokurov.spb.ru/isle_ru/documentaries.html?num=28
(7) Sokurov llama “héroes” y “heroínas” a todas las personas con las que trabajó en las distintas películas de su trilogía oriental.
(8) Es interesante observar cómo Sokurov trata el sonido de los cambios atmosféricos en esta y otras de sus películas. A menudo escuchamos tormentas que no se llegan a ver. En Elegía oriental, por ejemplo, Sokurov sale de una casa en determinada escena y se oye la lluvia, pero no se ve nada en el exterior, nada parecido al agua cayendo. Algo similar pasa también en Taurus (Телец, 2001), donde se escuchan truenos y, sin embargo, vemos un plano del cielo despejado. Tratamos este y otros temas relativos al sonido en el cine de Sokurov en este texto: http://revistamutaciones.com/aleksandr-sokurov-el-arca-rusa-francofonia-fausto/
(9) El ensayo se puede consultar aquí en ruso:
https://www.mosconsv.ru/upload/images/Documents/DiserCand/uvarov_dissertation.pdf