Posverdad y falso documental

Fracasar con éxito

* Este artículo forma parte del dosier especial «Cine, posverdad y burbujas»

Relacionar cine y posverdad puede resultar a primera vista extraño ya que, de antemano, las imágenes cinematográficas no dicen de sí mismas que sean verdaderas. Al fin y al cabo no se nos presentan como documentos de la realidad, sino como representaciones, ficciones que, aparentemente, no tendrían un valor como documentos. Inclusive podríamos ir más allá y decir que el cine, al menos en su desarrollo como industria del entretenimiento en Occidente, no solo no ha pretendido que sus imágenes fueran verdaderas sino que además se ha mostrado abiertamente hostil a ello. El cine nace como un espectáculo popular, hasta el punto de ser considerado en sus orígenes —y en cierta medida, también actualmente— como baja cultura, como entretenimiento para masas (1), en contraste con otras artes como la pintura, la escultura, la literatura o el teatro. El cine de ficción, pues, es originalmente iconoclasta y posverdadero, y a lo largo de su historia ha adoptado como tema su propia crítica como representación e ilusión y no la Verdad absoluta, atemporal y trascendental (2).

A priori, sí existen imágenes documentales que se nos pueden mostrar como verdaderas, por ejemplo unas que nos enseñan a unos obreros saliendo de una fábrica. La verdad de este tipo de imágenes no se entendería como la coincidencia entre una verdad absoluta y su manifestación en el mundo —como revelación divina—, ni tampoco entre pensamiento y acción —entendida como sinceridad—, sino como la correspondencia entre hecho e imagen —fehaciente—, documentando algo que sucedió en la realidad. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas y tanto si se trata de imágenes ficticias o de imágenes documentales, tan solo por el hecho de haber sido captadas como fotografías —y no, por ejemplo, pintadas sobre un lienzo o modeladas en algún tipo de material— nos invitan a pensar que siempre queda un resto inconsciente y accidental fuera del control de su autor.

«Zeitgeist»

Este espacio de incertidumbre que despierta la sospecha del carácter ficticio de las imágenes documentales es lo que las diferentes teorías de la conspiración aprovechan para crear el efecto de evidencia en otra verdad. Es en este sentido que podríamos referirnos a estas corrientes como posverdaderas, pues dan lugar a multitud de relatos sobre la realidad que se enfrentan unos a otros, hasta el punto que todos se sitúan al mismo nivel y no hay una Verdad factual más allá de los mismos discursos. Todo, incluso las ciencias empíricas, puede ser cuestionado y acusado de seguir intereses individuales. Según estas teorías, las imágenes documentales tienen todavía la capacidad de mostrarnos un hecho, un suceso de la realidad, pero al mismo tiempo también pueden ser tomadas como escenificaciones ca-rentes de sinceridad. Sus promotores sostienen, así, que los medios de comunicación —y también la población en general, gracias a las cámaras de sus teléfonos— captan la representación ideada por un poder oculto, de igual modo en que un director de cine tras los focos capta la imagen de los actores en el set de un rodaje. Las diferentes teorías de la posverdad ven tanto en el alunizaje como en el atentado del 11-S, en el Holocausto o en la reciente pandemia y la vacunación, imágenes de una escenificación para los medios (con su conocimiento o sin él). Documentales como Zeitgeist (Peter Joseph, 2007) analizan, por ejemplo, qué esconden bajo su superficie las imágenes de los atentados en las Torres Gemelas entendidas como una puesta en escena, como una representación. Aquí, la intención documental de registrar un suceso supera a la más fantasiosa ficción cinematográfica.

Por otro lado, este mismo espacio de incertidumbre implicaría que las imágenes cinematográficas, aunque se presenten como ficciones, tampoco podrían deshacerse de su carácter documental —siempre y cuando no sean generadas por ordenador, pues en este caso se asemejarían más a la pintura o a la escultura, aunque con herramientas digitales (3). Por lo tanto, la relación entre posverdad e imágenes de ficción no se daría del mismo modo que en el caso de las imágenes documentales, pues no partirían desde la presunción de encontrarse frente a una imagen de la realidad. Un espectador, ante imágenes de ficción, más bien parte del supuesto de que se encuentra ante creaciones artificiales firmadas por un autor. De nuevo, nos encontramos con la verdad entendida como sinceridad pero, en este caso, no como el acceso a una realidad más profunda tras imágenes mediáticas sino como la coincidencia entre lo que se piensa y lo que se expresa. Así, la posverdad —o post sinceridad— de las imágenes de ficción no se refiere a que no haya una realidad a la que poder remitirse, sino a que ya no habría un sujeto detrás, por lo que se pondría en cuestión la idea de la autoría y no la de realidad.

«Octubre»

Esta búsqueda de un resto de realidad en las imágenes de ficción fue desarrollada conscientemente en la Unión Soviética por Esfir Shub, entre otros. Shub trabajó como censora en los años veinte en una época en que la gran mayoría de filmes eran producidos en países con una industria cinematográfica, de manera que el rol del censor era volver a editarlos para que fueran ideológicamente correctos. Esta práctica marcó su trabajo como cineasta, centrándose así en el soporte material de toda imagen ficticia. Su profundización en el metraje encontrado y demás material de archivo incluso permitió a Shub criticar a Sergei Eisenstein por poner demasiado de sí mismo en sus filmes y deformarlos, como por ejemplo al reescenificar la Revolución de Octubre o la figura de Lenin en Octubre (Oktyabr, 1927) cuando ya existían imágenes documentales de esos hechos y personajes (4).

Sin embargo, remitirse al soporte material de toda imagen ficticia como Shub es ambiguo, pues podemos referirnos, como acabamos de ver, tanto a los aparatos técnicos que permiten la captación, reproducción y distribución de imágenes, como al autor que las realiza o al contexto cultural en el que se inscriben y en el que son valoradas por sus contemporáneos. De esta manera, el componente accidental de las imágenes de ficción —haber captado algo inconscientemente— las hace coincidir con las imágenes documentales porque pueden sobrevivir al tiempo en que fueron creadas y pasar a otro espacio de valoración. En retrospectiva, podemos decir que un cuadro de Vasili Kandinsky que combina formas geométricas y colores muy probablemente no hubiese sido reconocido como arte en el siglo XVIII, mientras que en la actualidad es habitual encontrarse con este tipo de obras en museos, exposiciones y galerías. Las características materiales del soporte nos remiten a su vez a los criterios de selección en donde determinadas obras pueden ser reconocidas como valiosas, por lo que es inevitable la exclusión de otras. Así, Shub, a lo largo de su carrera cinematográfica, más que documentar la realidad podríamos decir que escenificó la revolución y el materialismo dialéctico —si se entiende como definitiva su “ley de la unidad y la oposición de los contrarios” que subyace a toda dinámica humana.

Esta puesta en cuestión de la autoría, aunque de manera inintencionada, también es visible en algunos filmes de Hollywood, películas que en lugar de seguir el criterio artístico de un director se basan en elementos ajenos a la obra como la taquilla, los premios, el reparto; en resumen, en el aspecto comercial de un film. La realidad que se mostraría tras las imágenes ficticias no sería la realidad del materialismo dialéctico que trataba de desnudar Shub, sino más bien la repetición programática de fórmulas rentables del sistema de estudios de Hollywood. El alias Alan Smithee es conocido como el pseudónimo que utilizaban los cineastas en Hollywood para evitar poner su nombre a películas que consideraban más dirigidas por criterios de producción que artísticos. En este sentido, Tommy Wiseau en The Room (2003) tematiza este anonimato involuntario al que todo autor se enfrenta dentro del cine entendido como negocio y le presta una autoría de forma consciente.

Ahora bien, dentro del cine documental, posiblemente sea el falso documental el subgénero que ponga en duda de manera más clara la autoría que se les presupone a las imágenes de ficción. El paralelismo entre posverdad y cine se daría si las imágenes fueran documentales pero la obra se nos presentase como ficción. De este modo, un falso documental como Opération Lune (2002), de William Karel, que plasma algo que no sucedió nunca —que el alunizaje del Apolo XI fuese rodado por Stanley Kubrick—, se diferenciaría de otro como Vosotros sois mi película (2019), en el que Carlo Padial nos presenta las imágenes documentales o el making-of de un filme reducido a su valor promocional y escenificado para los medios de comunicación. El falso documental de Karel se identificaría literalmente con las teorías de la posverdad al presuponer el valor documental de sus imágenes. Una vez más, la diferencia no radica en que estas imágenes documentales pasen a ser ficticias, pues tanto las imágenes sospechosas de ser una escenificación en los medios de comunicación como los falsos documentales no se “ficcionalizarían”, sino que conservarían su capacidad de ser documentos, aunque lo sean de una mentira —por ejemplo, en Catfish (2010), de Ariel Schulman y Henry Joost, un perfil en una red social que no remite a ninguna persona en el mundo analógico no es una ficción, sino un fraude (5). Más bien se trataría de que al filme de Padial sí que se le presupondría una autoría pero, al mismo tiempo, tendría la capacidad de convencernos de su documentalidad, al menos potencialmente.

Las imágenes que se nos aparecen como documentos podrían ser reveladas por las teorías de la posverdad como escenificaciones, por ejemplo, gracias al reflejo de los focos del rodaje en el casco de un astronauta o a la manera en la que se derrumba un rascacielos, convirtiéndose así en representaciones que pueden empezar a ser criticadas estéticamente. Un falso documental como el de Padial trataría de insistir positivamente en el error que se escapa de la repetición programática de la máquina o a la representación ultra realista de un maestro de la pintura, creando así la ilusión de renunciar a la complejidad técnica de la escenificación y eludir el juicio estético del espectador, ya que este pasaría a preguntarse por la realidad de lo que está viendo y no tanto por si está o no conseguida la puesta en escena, el guion, las actuaciones, los efectos, etc.

«Empire»

Pero la representación del fracaso y del error, como cualquier otra representación, es algo que se puede hacer mejor y peor, por lo tanto se puede fracasar con éxito o sin él. A grandes rasgos, Padial crea este efecto documental presentándonos imágenes del proceso creativo y el fracaso al tratar de llevar a cabo un proyecto. Esto ya sucedía en sus anteriores Mi loco Erasmus (2012) y Algo muy gordo (2017). En aquellas películas todavía veíamos la voluntad de completar una obra, mientras que en Vosotros sois mi película aparentemente se renuncia a ella y pasa a convertirse en un mero reclamo, digamos sin contenido, para generar expectativa en los medios de comunicación y en el espectador. De hecho, es la audiencia y sus expectativas lo que se incluye en el filme, como su mismo título anuncia y como podemos ver en la escena del estreno en un festival, en donde no se trataría de la proyección de una película normal, sino de una misma escena reinterpretada una y otra vez durante más de una hora.

Un film de este tipo es más habitual encontrarlo en exposiciones y museos de arte contemporáneo. Por ejemplo, Psycho 24 (1993), de Douglas Gordon, ralentiza la película de Alfred Hitchcock hasta llegar a las veinticuatro horas de duración. En la misma línea, Andy Warhol nos muestra en Empire (1964) un plano fijo del edificio Empire State durante ocho horas. Estas obras no tienen por qué verse en su totalidad, sobre todo la de Gordon, pues dura más que el tiempo que está abierto el museo donde se proyecta. La expectativa de un hipotético visitante permanece sin satisfacerse y queda la duda de que en algún momento podría haber pasado algo inesperado en las imágenes. Sin embargo, con Bocadillo (2018), de Ismael Prego, la audiencia no tarda en entender qué esperar de la película, no tanto porque se proyecte en una sala de cine en lugar de un museo, sino más bien debido a la rapidez con la que muestra su funcionamiento repetitivo, en bucle.

«Vosotros sois mi película»

Esta revelación del filme como una estafa o un reto para la audiencia contrasta con la perspectiva prototípica del espectador clásico que se mantiene quieto en su asiento y contempla pasivamente las imágenes en la pantalla. De hecho, filmes como Bocadillo o Vosotros sois mi película invitan a que la audiencia reaccione y se posicione ante el sentido de las imágenes que está viendo. Se rompe así la pasividad de la población que denuncian las teorías de la posverdad frente a las imágenes escenificadas y manipuladas que dominan nuestro mundo audiovisual. Esta inclusión del espectador hace que ambas películas traten de adquirir un carácter total, incorporando respectivamente la parte inconsciente y el afuera de la obra o del documento que permite o impide su aparición. Según Fredric Jameson, esto no truncaría la expectativa del espectador, sino que la satisfaría, pues este teórico sostiene que la estructura fundamental de todo filme es parte de una conspiración que da forma al mundo (6). El falso documental tan solo partiría de esta sospecha para ir un paso más allá.

Así, la siguiente pregunta ante la que se encuentran tanto las teorías de la posverdad como propuestas como los falsos documentales en la línea del de Carlo Padial —y prácticamente cualquier persona hoy en día— es si deben adaptarse o resistirse a esta realidad externa, a este statu quo, si deben ser o no ser representativos. Mientras que las teorías de la posverdad niegan taxativamente esta realidad fuera de ellas mismas, Vosotros sois mi película ofrece una solución intermedia: rechazar la exigencia de cambiar ante determinada expectativa (hacer un filme clásico) y, al mismo tiempo, aceptar formar parte de este sistema de producción. Combina, pues, un rechazo total con una aceptación total. Esta participación es precisamente una protesta frente a la imposibilidad de llevar a cabo cualquier proyecto, ya sea político o artístico.

Podríamos decir que, mientras las teorías de la posverdad se encuentran al inicio de la historia, el falso documental de Padial se encuentra permanentemente en su final, pues las primeras todavía pensarían positivamente en combatir de forma activa al sistema y, en caso de tener éxito, conformarse en una nueva élite o restaurar una anterior. En cambio, en las obras de Padial no hay una intención de cambiar el mundo, sino de documentarlo apolíticamente, dado que nada podría estabilizarse eternamente y todo fracasaría al tratar de permanecer, incluso las exigencias y expectativas sobre un filme clásico —por eso la obra final es la documentación de esta imposibilidad. Tal vez es esta situación la que le da su carácter neurótico, pues por una parte acepta la exigencia de realizar una crítica ilustrada a la representación del cine —se opone al espectador pasivo— y, por otro lado, la niega románticamente —pues su interés estaría en la parte inconsciente y documental de las imágenes que rueda. De este modo, Padial pasaría a ser no un creador activo sino algo así como un espectador activo de la imagen inmóvil, eterna, del fracaso.

 

© David Cuxart, mayo de 2022

(1) CAREY John, The intellectuals and the Masses: Pride and Prejudice among the Literary Intelligentsia, 1880-1939. Faber 1992.
(2) GROYS, Boris, “Iconoclastia como procedimiento: estrategias iconoclastas en el cine”, en Iconoclastia. La ambivalencia de la mirada, editado por Carlos A. Otero. La Oficina de Arte y Ediciones, 2012.
(3) BAUDRILLARD, Jean, Cultura y simulacro. Kairós, 2002.
(4) LESLIE, Esther, Art, documentary and the essay film. Radical Philosophy 
(5) GROYS, Boris, Arte en flujo, El arte en Internet. Caja Negra Editora, 2016.
(6) JAMESON, Fredric, The Geopolitical Aesthetic: Cinema and Space in the World System. Indiana University Press, 1992.