Gestos de resistencia en ‘Il villaggio di cartone’, ‘Amour’ y ‘O Gebo e a Sombra’

¡No dejéis que entren, resistid!

 

1. El primer aviso lo hallamos en una cerradura que ha sido forzada. El matrimonio de Amor (Amour, Michael Haneke, 2012) no le da mayor importancia, pero ese detalle precede la llegada de la muerte, que no solo quiere entrar por la puerta sino también por la ventana, como las palomas. La imagen más inquietante de la película es, sin embargo, otra: la de la ocupación del hogar. Se trata del primer plano del filme, donde unos operarios derriban la puerta del domicilio de la pareja, que ha dejado de ser una morada burguesa para convertirse en el escenario de un crimen. El espacio es, entonces, ultrajado y pierde repentinamente su personalidad, la que los protagonistas le habían otorgado. Ante ello queda, todavía, un gesto de resistencia, el de un cuerpo rodeado de flores que conserva la dignidad en una habitación contigua, donde se evidencia la huella que su presencia ha dejado entre esas paredes.

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2. Idéntica desacralización de un lugar se produce en el arranque de Il villaggio di cartone (Ermanno Olmi, 2011), donde un sacerdote (apabullante Michael Lonsdale) ve cómo su iglesia es despojada de todos sus símbolos religiosos, desde la cruz hasta las pinturas. Su desesperación no frena a los obreros, que ejecutan su trabajo con la coordinación de una performance. Al verlos uno puede pensar en Mudanza (2008), el cortometraje en el que Pere Portabella vaciaba de objetos la casa de verano de Federico García Lorca en busca de su esencia, o también en el anterior filme de Olmi, Cien clavos (Centochiodi, 2007), donde el cineasta italiano nos mostraba las consecuencias de un peculiar happening literario: cien libros agujereados por cien enormes clavos en el suelo de una biblioteca. Mientras se produce la evacuación, un plano cenital desde la perspectiva de un Cristo crucificado nos llama la atención, pues en él advertimos lo que vendrá después: una bajada de la religión (y de la propia cruz) a ras de suelo. No en vano, en un instante posterior del filme, el párroco se sorprenderá al ver una figura de Jesús en su mesita de noche. Tan cerca, que puede mirar a su Dios a los ojos.

3. Desde el altar de un templo que ya ha dejado de ser un lugar de culto, Lonsdale se dirige a unos fieles ausentes, que antaño llenaron los bancos de la nave del edificio. Sus plegarias parecen ser atendidas cuando, poco después, un grupo de inmigrantes ilegales ciudadanos africanos entran en la iglesia para refugiarse de la persecución policial. La perplejidad inicial del sacerdote da pie a la compasión: ayudar a esos seres es ayudarse a sí mismo, redimirse de su grave crisis. El mensaje no es, sin embargo, tan evidente y la película va más allá de vindicar una regeneración cristiana de cariz humanista. Olmi logra que esos individuos sean los nuevos símbolos del santuario, pues pasan a ser imágenes escultóricas que iluminan un espacio que había sido vaciado. Sus cuerpos negros resaltan en el blanco del lugar y ganan progresivamente protagonismo. Puede que sean esculturas, pero no van a callarse. Les oiremos hablar en su idioma natal, pero también en un italiano perfectamente declamado que les iguala al párroco: exigen un lugar en la ficción y van a tenerlo. En el exterior, los helicópteros, las persecuciones y el miedo; tras la puerta se avecina algo peor que la muerte de Amor: la ausencia de libertad.

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4. En O Gebo e a Sombra (2012), Manoel de Oliveira nos sitúa, al igual que Haneke y Olmi, en un espacio cerrado junto a un protagonista envejecido, incapaz de moverse con soltura. El peso del drama recae, precisamente, en el mismo actor de Il villaggio di cartone: Michael Lonsdale, que interpreta aquí al patriarca de una familia pobre. Él se encarga de sostener a duras penas a los suyos mientras ansía el retorno de su hijo fugitivo, que les ha abandonado en busca de aventuras al margen de la ley. La puerta parecerá un lugar de esperanza cuando su vástago vuelva al hogar, pero pronto se revelará como lo que en realidad es: una abertura que separa la libertad del arresto. El personaje de Lonsdale asumirá los delitos de su hijo y la policía ultrajará la casa para detenerle: nadie está a salvo. Aun así, es posible ir más lejos de la denuncia de Oliveira y exigir una verdadera resistencia activa. Olmi da ese paso. Su sacerdote lucha primero por su templo, que es también su hogar, y vuelve a luchar después contra aquellos que quieren arrestar a sus invitados africanos. Estos, a su vez, no se limitan a acatar una ley injusta y actúan, ya sea dialogando, huyendo o planeando una acción armada. En ellos, se advierte el fracaso del sueño europeo –que en ese mismo 2011 cuestionaron también los Klotz desde el fantástico (Low Life) y Kaurismäki desde la fábula (El Havre)–, pero también la posibilidad de la rebeldía.

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5. “O cambiamos nosotros el curso de la historia o la historia nos cambiará a nosotros”. La frase que el cineasta italiano imprime en las imágenes de su película no deja lugar a dudas: Il villaggio di cartone es una obra política que aboga por la acción individual, por nuestra resistencia diaria. No hay excusas. Ni tan siquiera para el propio Olmi que, al igual que Oliveira, filma desde la precariedad física y económica. Pero filma que es, al fin y al cabo, de lo que se trata. Que no deje de hacerlo.

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