La invención de Hugo

Juguetes

 

Una fotografía

A principios de este mes, con motivo del estreno de La invención de Hugo (Hugo, 2011) de Martin Scorsese, apareció una fotografía en el segundo número de la revista Caimán. Cuadernos de Cine en la que se veía a un envejecido Georges Méliès sentado en el interior de una pequeña juguetería. Esta imagen, más allá de impresionarme por su valor poético (el gran mago del cine confinado en un miserable stand de la estación de trenes de Montparnasse), lo hizo por su terrible lógica, por el camino inverso que el cineasta se vio obligado a recorrer debido a sus circunstancias vitales.

Hace poco más de un año, durante una de las sesiones del Xcèntric programadas en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB), se proyectó una película de Apichatpong Weerasethakul y Christelle Lheureux titulada Ghost of Asia (2005). En esta pequeña pieza de apenas 10 minutos, Sakda Kaewbuadee, el actor fetiche del director tailandés, interpretaba a un fantasma que obedecía, plano a plano, los caprichosos deseos formulados por las voces de unos niños. Este sencillo trabajo ponía de manifiesto una verdad sobre los cineastas en la que, a pesar de su obviedad, nunca antes había reparado: el germen que mueve el deseo de dirigir no se encuentra en las salas de cine sino fuera, en las largas horas que los niños dedican a sus juegos.

El primer acercamiento al cine siempre es lúdico. Incluso en el caso de los cineastas más sesudos, el cinematógrafo se presentó en su día como el juguete definitivo que les permitiría llevar a cabo su deseo de contar historias. Ahora bien, en lo que en mi infinita ignorancia no había reparado es en el hecho de que, si bien este primer acercamiento siempre es ocioso, no necesariamente se produce en la infancia. Los pioneros del cine descubrieron este invento en la edad adulta y ahí estaba la foto de Méliès para dejar constancia de ello. Repudiado del cine, el hombre que descubrió su juguete favorito a la tardía edad de 34 años acabó recluido de nuevo en el único sitio en el que podía volver a fabricar sus ficciones sin ningún tipo de impedimento.


Una película

Hay algo muy curioso en escuchar a Scorsese hablando de cine. Dejando de un lado la vehemencia y la velocidad de sus palabras, si nos fijamos un poco, en seguida nos daremos cuenta de que casi siempre, cuando habla de alguna película que le marcó profundamente, suele citar el formato en el que fue filmada. A Scorsese no solo le interesa la ficción, sino también la realidad del cine en su versión más prosaica, en la pura técnica (que sea el fundador de The Film Foundation y de la World Cinema Foundation no es casual); y, por ello, que rodara un filme en 3D solo era cuestión de tiempo.

Ahora bien, ¿qué diferencia a esta producción del resto de piezas (mediocres) que lo único que buscan con el efecto 3D es vaciar el bolsillo de los espectadores? La fijación de Scorsese por los formatos no es lo que ha llevado al cineasta a realizar esta película (de hecho, según dice él mismo, fue su hija quien le animó a tal empresa); como tampoco lo es la de recrear con esta nueva técnica las sensaciones que causaba en el espectador de cine primitivo la aparición de las imágenes en la pantalla. Estos son, indudablemente, componentes que nutren esta nueva obra, pero lo que le sirve de sustento principal es una motivación “egoísta”: su necesidad de convertir el cine, de nuevo, en su juguete predilecto.

Drogas, sexo, violencia… Con semejantes pilares argumentales muchos pueden pensar que el cine de Scorsese jamás fue un juego inocente, pero si nos fijamos en las primeras obras del cineasta de Little Italy –Who’s That Knocking at my Door (1967), Malas Calles (Mean Streets, 1973) o incluso Taxi Driver (1976)- en seguida veremos que estas son claramente una extensión de las persecuciones callejeras propias de un grupo de amigos jugando a policías y ladrones. Hay una pasión por lo inmediato, lo espontáneo, e incluso por lo infantil (Travis Bickle frente al espejo haciendo de tipo duro) en estos trabajos que en las obras posteriores, tras la repudia de los autores por parte de la industria hollywoodiense en los años setenta, se fueron difuminando bajo unas formas ligeramente más convencionales.

El cine de Scorsese creció, se hizo adulto y olvidó casi por completo su infancia, llegando en su anterior filme (Shutter Island, 2010) a sufrir una seria crisis de identidad que dejaba en el aire no pocas dudas sobre su futuro. Si recordamos este largometraje, veremos cómo mediante él el cineasta de Queens parecía obsesionado por invocar todas las formas cinematográficas que habían marcado su cinefilia, y daba así lugar a un trabajo que, aunque fascinante, podía resultar algo confuso y abigarrado. Ahora, con La invención de Hugo, Scorsese parece haber centrado su atención principalmente en una sola forma cinematográfica encarnada por la figura de Georges Méliès y gracias a ello ha sido capaz de conseguir una solidez formal y temática (por no hablar del tan ansiado uso expresivo de esta nueva tecnología) dentro de un género totalmente ajeno a cualquiera de las constantes de sus obras precedentes.

Podría haber sido un filme de acción el que Scorsese hubiera elegido para debutar con este nuevo formato, pero el hecho de que haya decidido presentarnos esta fábula, esta carta de amor al cine, hace que por fin podamos disfrutar de una película en 3D hecha en Hollywood por un cinéfilo en lugar de por un comerciante. Scorsese no volverá jamás a ser aquel chaval que salía por su barrio con una cámara y que se lo pasaba en grande filmando con sus amigos, pero quizá estemos ante un autor que ha sido capaz de ir más lejos aún (y volver), a sus casi 70 años, a mirar el cine exactamente con la misma mezcla de ingenuidad y fascinación con la que lo hizo el primer día.

 

© Sergio Morera