La infancia como isla

De Poto and Cabengo a La noche del cazador: Sobre la representación de la infancia en el cine

 

En 1977, las hermanas Grace y Virginia Kennedy, gemelas idénticas, seis años de edad, llegaron a las portadas de los periódicos en Estados Unidos. Eran las hijas del matrimonio formado por Tom Kennedy y su esposa Christine, nacida en Alemania. Vivían en un suburbio pobre de San Diego, adonde habían llegado en coche desde la costa Este en busca de trabajo o, dicho en términos americanos, en busca de su oportunidad, un sueño al que Tom y Christine se aferraban con ansiedad. Las niñas alcanzaron los titulares de prensa porque parecían compartir una lengua privada, incomprensible para cualquiera ajeno a ellas. Entendían el inglés y el alemán, los dos idiomas que se hablaban en casa, pero apenas se comunicaban en cualquiera de ellos: habían creado su propio código y, con él, una comunidad a la que sólo ellas pertenecían. Su isla.

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El caso de las dos hermanas gemelas llega a oídos del cineasta Jean-Pierre Gorin, antiguo colaborador de Godard, quien, como nos sucede a muchos, se siente inmediatamente fascinado por la historia: ¿en su habitar un mundo propio, el mundo de la infancia pero también su propia y restringida comunidad, estas niñas han llegado a crear una lengua, un código que, definitivamente, las convierte en extranjeras del mundo adulto? ¿Qué están diciendo? Esta última pregunta, que todo el mundo se hace, se repite sobreimpresionada en la narración cinematográfica de Gorin, un documental que combina la imagen de archivo con el registro de su llegada al domicilio familiar de los Kennedy para conocer, y darnos a conocer, la sorprendente historia de estas niñas antes de que su necesaria integración en el seno de la sociedad acabe con ella.

La historia de las hermanas Grace y Virginia o, tal y como ellas se llaman entre sí, de Poto y Cabengo, parece constituir un extremo de la infancia entendida como isla (elemento central, por cierto, en el imaginario de la literatura infantil y juvenil, de Robinson Crusoe a Peter Pan pasando por La isla del tesoro). Una isla, soleada o tormentosa, que emerge entre las aguas del océano vital y a la que con frecuencia el cine ha querido aproximarse desde ríos que, más que metáfora del curso de la vida, lo son a veces de uno de sus tramos concretos: la última infancia o la adolescencia. Como si el río, con su vitalidad y sus oscuros remansos, su inacabable promesa de un devenir, fuera realmente la metáfora más visible del tránsito entre esa isla constituida por la infancia y el océano o la tierra firme a los que se arriba en la edad adulta. Lo que hallamos en la otra orilla es el fin, o la pérdida, de la infancia. Así me lo sugieren filmes recientes que tienen a adolescentes o preadolescentes como protagonistas —Mud (Jeff Nichols, 2012) o The Kings of Summer (Jordan Vogt-Roberts, 2013)—, pero también otros como La noche del cazador (The Night of the Hunter, Charles Laughton, 1955), La infancia de Iván (Ivanovo destvo, Andrei Tarkovsky, 1962), e incluso Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, Ingmar Bergman, 1982), donde el río tiene una presencia breve pero significativa.

Pero, volviendo a Poto and Cabengo (1980), las dos hermanas, cuyo devenir desconocemos, constituyen una diminuta pero intrincada isla que emerge entre los patios traseros de los suburbios de San Diego. Lingüistas y terapeutas considerarán al fin que lo que estas niñas hablan no es una lengua, dotada de su propio léxico y sintaxis, sino más bien un habla criollizada o dialectal que es lo que, efectivamente, con frecuencia sucede en las islas: la lengua de la comunidad se particulariza, poblándose de léxico y acento propios y de un número de peculiaridades tal que puede devenir, y aquí deviene, incomprensible para el foráneo; a lo que, en el caso de las niñas, se suma el hecho de que en su habla hay una intervención del azar importantísima, de modo que las flexiones de las palabras no siguen unas reglas constantes sino que varían de forma aleatoria, lo cual acentúa su ininteligibilidad para el que está fuera y no maneja el resto de elementos no verbales que, como siempre, acompañan al lenguaje verbal.

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Sea o no sea una lengua en sentido estricto —desde un punto de vista extralingüístico su precisa categorización nos trae sin cuidado—, lo cierto es que sí comparten un código personal y complejo. “Solo puedes ser un extranjero en una lengua distinta a la tuya”, dice el director francés afincado en California. “Sin embargo, estas niñas eran extranjeras en su propia lengua, y eso era lo fascinante”. En efecto, estas niñas, que parecen rechazar o no ser capaces de comunicarse con otro prójimo distinto a ellas mismas, son extranjeras, extrañas para todos los demás (que, en su rareza, las toman por “retrasadas” y acaban causando su “retraso”). Son, sin embargo, una extensión exacerbada de la extranjería de su propia familia. Lo es la propia madre y lo es el padre en el sentido de no haberse podido integrar en el curso normal de la vida americana: un trabajo bien remunerado, una vida próspera. Son “raros”, pobres, outsiders. En este sentido, es acertada la continuidad que el autor establece entre el aislamiento de las niñas y Ellis Island, ineludible referencia para el extranjero que permanece en el imaginario colectivo. Tránsito obligado y, con frecuencia, lugar de confinamiento y exclusión. Pedazo de tierra en el que proyectar los anhelos y un irrefrenable deseo de pertenencia que, paradójicamente, como le sucede a Christine, como les sucede tal vez a las niñas, conduce a la propia marginación.

El autor parte y vuelve, en algún punto de la narración, a ese paralelismo como una suerte de leitmotiv de gran fuerza evocadora, aunque la forma que dota al filme es la de su propio descubrimiento, lo que hace que el relato cambie permanentemente de foco entre las niñas, el padre, la madre y la abuela materna (que vive con ellos). Esos son los rostros y las voces que han visto y han escuchado las niñas, los que explican su lengua y su historia. La cámara se interroga, se detiene y repite palabras de forma incesante en lo que parece ser un reflejo del proceso de aprendizaje de las niñas pero también un intento de detener el tiempo que acabará definitivamente con su lengua, con su isla, con su propia infancia, con aquello que dio origen a la película. Solo quedará el registro: el propio filme. Por ello, a la fascinación que le causa la particular extranjería de las hermanas se suma otro elemento, reconoce Gorin. Su propósito es una carrera contrarreloj: el registro de una lengua en extinción, la desaparición de una isla en las aguas de la normalización social y de la vida adulta.

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El cineasta declara a los pocos minutos de metraje que el supuesto prodigio no es tal: las niñas no han inventado una lengua en sentido estricto, sino que hablan un inglés casi ininteligible. Sin embargo, la fascinación persiste. ¿Qué están diciendo? ¿Qué significan sus palabras y que nos está diciendo la invención de esa lengua privada? El punto en el que la prensa abandona la historia porque no hay prodigio que exhibir a la audiencia es el punto desde el que se construye el filme. Pues aunque desde una perspectiva científica el caso parezca perder brillantez e incluso interés y la realidad resulte algo más sombría (unas niñas que han creado su propio hábitat en un contexto que, en términos sociales, emocionales y lingüísticos, es precario), desde una perspectiva sensible la historia no pierde un ápice de su interés ni del dramatismo subyacente y sí le suma, como las propias niñas han hecho con su vida, la belleza, lo asombroso de la creación: la extraordinaria (por bien que a veces neurótica o disfuncional) capacidad del ser humano para crear mundos habitables.

Si consideramos Poto and Cabengo uno de los extremos de la infancia como isla por lo que tiene de mundo cerrado, de huida del universo adulto y normalizado, donde la isla resulta aquí lo inadaptado, lo disfuncional, en el otro extremo podríamos situar una de las películas más hermosas y singulares protagonizadas por niños: La noche del cazador. Ahí, la isla conformada por John y su hermana Pearl es la pureza y la bondad infantiles acechadas por la maldad que anida en el continente adulto. La única película dirigida por Charles Laughton es, en su apariencia clásica, un filme singularísimo, lo que, como tal, ya hace de él una isla dentro de la producción de Hollywood. En cierto modo, podríamos considerarla la película sobre la infancia por antonomasia (pero cómo olvidar Fanny y Alexander, con la que guarda algunos paralelismos, o El espíritu de la colmena [Víctor Erice, 1973]): la que la conecta el cine con el universo y la tradición de las fábulas infantiles. El lobo, como es frecuente, adopta una forma engañosa, aquí la del predicador. Curiosamente, ese lobo embutido en piel de cordero engaña a todo el mundo salvo a los niños y al resto de los animales del bosque, que se mantienen alerta y expectantes. Los primeros planos de la lechuza, del conejo y de otras criaturas de la floresta no dejan lugar a dudas respecto a la voluntad del director de situarnos en ese universo fabulatorio. Del mismo modo que los contraluces y toda la estética del largometraje, más simbolista que expresionista, nos ponen en contacto con las sombras chinescas y con otras primitivas formas de puesta en escena de los cuentos infantiles. De hecho, hay una dinámica simplicidad-sofisticación en la estética de esta película que remite al diálogo que se establece entre el lenguaje cinematográfico y el mundo infantil.

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Otro de los elementos singulares de la obra es su alegato a favor de la infancia en un tiempo (el año de producción de la cinta es 1955) en que esta aún es vista con cierto recelo o, en todo caso, el niño suele ser considerado como pequeño salvaje a civilizar y no como el futuro de la sociedad, tal y como hacía la tradición puritana original. La infancia es mostrada aquí no sólo como el lugar donde naturalmente residen la pureza y la bondad sino también la integridad y la fortaleza. Según lo expresa Mrs. Cooper,“los niños son extraordinariamente resistentes”. Una resistencia que es física pero también moral, ambas necesarias para preservar esos otros valores. Muestra también esta cinta un contramodelo al arquetipo femenino tradicional: una mujer fuerte, que se enfrenta sola y con las mismas armas utilizadas por el hombre (una escopeta, arma por cierto que no es intrínsecamente masculina) al malvado, al lobo, al impostor. Podría hacerse con todo ello una interpretación política en clave nacional, pero me quedo con la lectura en torno a la infancia no como metáfora de Estados Unidos sino como universo en sí mismo. El río, elemento central de la narración, es aquí posibilidad de huida, pero también ámbito que guarda nuestros fantasmas, como si se nos recordase que siempre crecemos emergiendo sobre ellos. La isla se funda ahora sobre el secreto compartido por ambos hermanos y que, muy gráficamente, está presente en casi todo el relato.

La infancia, en tanto que territorio claramente separado del adulto, constituye una isla en sí misma, pero también lo es en la medida en la que el niño encuentra a un igual con el que comunicarse dentro del universo propio. Sin embargo, cuando esa infancia resulta traicionada, el niño queda solo en el cuadro. He ahí Edmund Keller en Alemania año cero (Germania, anno zero, Roberto Rossellini, 1948). Ya no hay isla, ya no hay espacio para la infancia: apenas soledad y ruinas. Es el cómplice, el compañero, el que permite transitar por ese mundo adulto, ese mundo que, también históricamente, ha perdido la inocencia con la ligereza propia de la infancia que aún alcanza al adolescente: esa cámara que sigue a través de la ciudad a los chavales de Los cuatrocientos golpes (Les 400 coups, François Truffaut, 1959) capta a la perfección el espíritu de una época, de una edad, la temperatura precisa de un movimiento. Por debajo discurre un mundo sustancialmente más trágico, quebrado, pero la puesta en escena, el modo de narrarlo, la forma de vivir la vida (podríamos decir), realmente no lo son. Sin embargo, en el momento en que el cómplice desaparece, también cambia el tono de la narración. El travelling final que sigue a Antoine Doinel en su carrera hacia el mar resulta mucho más dramático y desolado que los anteriores, como lo es el último plano, aunque alcancemos a ver la determinación en la mirada de quien está dispuesto a hacer frente a la vida con la rebeldía necesaria para llegar a ser lo más parecido posible a sí mismo.

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© Eva Muñoz, septiembre 2014