‘Hugo’, una imagen líquida

Nostalgia de una lógica analógica

 

“Templo del espíritu,
ya no hay cuerpos,
sino puras y ascéticas imágenes…”

 
 

¿Qué tienen las imágenes de un film como La invención de Hugo (Martin Scorsese, 2011), que parecen tan inaprensibles? ¿A qué velocidad circulan? ¿De qué están hechas? ¿Cuánta verdad hay en ellas?

Estamos ante lo que parece un cine de hologramas y figuras pálidas, donde la representación deja paso a la captura de unos movimientos que se reinsertan después en un contexto abrillantado.

Salí del cine y una frase me asaltó: “La imagen líquida”, eso es La invención de Hugo, o al menos de lo que está hecha, de imágenes escurridizas e inasibles.

No fue en Zygmunt Bauman en quien pensé en ese momento, aunque como líquido, el concepto nos remite, sin duda, a su idea de un tiempo, un amor, una sociedad y una modernidad carentes de solidez, frágiles, mutantes y sin anclaje ni arraigo.

A lo largo de los días, la frase iba y venía, negándose a asentarse para dejar surgir la reflexión. Pensamiento líquido.

Pronto me topé con el anuncio del recién publicado libro de Àngel Quintana, Después del cine: Imagen y realidad en la era digital (1). Acudí corriendo a comprarlo, sabiendo que necesariamente debía tratar sobre otras imágenes líquidas que cuestionaban la nueva imagen cinematográfica, y por extensión, el cine tal y como lo entenderíamos a partir de ahora.

Comencé a leer a toda prisa unos primeros capítulos titulados con meridiana puntería “Cuerpos”, “Huellas”, “Simulacros”… confirmando, en cada párrafo, como una epifanía, lo que en mi cabeza era solo una intuición, y decepcionándome, por qué no confesarlo, porque alguien se me hubiese adelantado. Entonces decidí dejar de leer, pero solo hasta haber terminado el artículo, para poder pensar por mí misma lo que me sugerían esas palabras con las que quise titular este texto desde el principio, aun sin saber realmente a qué conclusiones me iban a llevar.

La primera, es que la imagen digital -o digitalizada- ha perdido peso. Sabemos que la alta definición ocupa muchos gigas, pero una vez que se introduce en el ordenador y entra en la dimensión virtual, pierde los más de 21 gramos de su alma, dejándonos solo su atisbo, su reflejo.

Esa dimensión, por otra parte, es endogámica y elitista, y solo nos abre la puerta si nos adaptamos a ella, si nos convertimos en un SIM o un avatar.

Hugo tuvo que convertirse para poder hacer esta película, y cuando se escurre entre los engranajes, su apariencia se desdibuja y su perfil emite un aura que lo robotiza, y que lejos de producir la distancia con la obra de arte de la que hablaba Walter Benjamin -su misterio-, delata su condición de holograma.

¿Dónde está Hugo ahora? ¿Quién ha borrado su cuerpo y nos ha dejado una huella vacía? ¿Qué extraña ciudad es esa, que rezuma mapas de bits?

No se trata de un problema de escepticismo, sino de apariencia. Lo digital -y lo digitalizado- es tan real como lo analógico, aun desapareciendo el contacto; el problema es el elemento virtual con que debe compartir el plano -lo que Quintana denomina “coexistencia”, como esas partículas diminutas que flotan sobre la imagen para crear un efecto de profundidad-. Ese elemento falso que termina por contaminar lo real, negando su presencia.

La nueva posproducción se esfuerza por crear universos edulcorados, ciudades cuya suciedad ha sido retirada para convertirse en una estampa de postal que, sin embargo, debe respetar algo verdadero que las legitime. ¿Reconoceríamos el París de Scorsese sin la torre Eiffel?

Daniel Villamediana (La vida sublime, 2010) hablaba en una entrevista (2) de concebir “la imagen como cuerpo”, como figura susceptible de ser desnudada para revelar su naturaleza. “La imagen no puede ser solo la superficie de las cosas”, decía, porque entonces la pantalla se convierte en un contenedor vacío. Paradójicamente, cuando Ingrid Bergman recuerda el famoso poema en Te querré siempre (Viaggio in Italia, Roberto Rossellini, 1954), son los cuerpos los que han desaparecido -la lava del Vesubio los ha consumido-, y lo único que nos queda son las “puras y ascéticas imágenes” que nos devuelven los moldes. En esencia, ambos están hablando de lo mismo, de la pérdida del alma.

Pero la nuestra se ha convertido en una realidad del exceso, generadora de productos desproporcionados por cuyo espacio y tiempo levitan las cámaras en travellings y perspectivas imposibles por las que escudriñar los nuevos fantasmas. Poco margen dejan a la imaginación, que apenas encuentra huecos para fabricar un mundo propio.

La magia del truco parece ahora menos pura y más tramposa, y cuando las imágenes de síntesis anulan el peso de los cuerpos reales, el cine adquiere una nueva velocidad, destinada a fluir a voluntad de las imágenes líquidas.

 

 

(1)  QUINTANA, Àngel, Después del cine. Imagen y realidad en la era digital. Acantilado, Barcelona, 2011.

(2)  “La imagen como cuerpo: Entrevista a Daniel V. Villamediana”, Vicente Rodrigo Carmena, Cineuá, nº2, 2012.

 

*Gracias a Carles, Cris, Covadonga y Mónica por sus sugerencias a la hora de elaborar este texto.