‘La flor’ en Zinebi 2018
Esa tonta sensación de libertad
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Últimamente vengo pensando en mis lecturas. En las que fueron, en las que tengo pendientes y en las que, leídas con treinta y tantos, me asombra no haber descubierto antes. Pienso en ese tiempo maravilloso que va desde la infancia al momento en el que los imperativos vitales empiezan a limitar nuestra libertad de movimiento para andar por ahí, entre librerías de lance y bibliotecas periféricas, buscando libros que abran caminos y nos hagan felices haciéndonos más conscientes. Creo que esos itinerarios, que se nutren de recomendaciones de amigas o de profesores o de esos mismos escritores que gustan de sazonar sus páginas con referencias a otros escritores, tienen cierta cualidad definitiva: modelan nuestra forma de pensar el mundo, y si luego esta entra en crisis o necesita explorar nuevos territorios, siempre será a partir de esas lecturas primigenias.
Ocurrió que, mediado el capítulo cuarto de La flor (2009-2018), la película de catorce horas del argentino Mariano Llinás que fui a ver al Zinebi, el Festival de Cine Documental y Cortometraje de Bilbao, la narrativa del filme se torna epistolar. Un investigador empieza a escribirle cartas a un colega: las escribe en Word y probablemente luego las manda por correo electrónico. Me vinieron a la mente las misivas de Drácula de Bram Stoker y, dada la peculiar naturaleza de los hechos descritos, también pensé en aquellos relatos de H. P. Lovecraft donde alguien consignaba unos acontecimientos insólitos, dando por hecho que nadie en su sano juicio les otorgaría credibilidad. En estas estaba yo cuando en la película aparecen, en el maletero de un coche, un montón de libros que, se nos informa, fueron adquiridos en librerías de segunda mano, aquí y allá, en el transcurso del viaje a ninguna parte de alguien que ha desaparecido y podría (o no) estar rodando una película. Desfilan por la pantalla las portadas de algunos libros, las mismas ediciones que también yo adquirí hace mucho tiempo de la estupenda novela corta El terror de Arthur Machen o del Manuscrito encontrado en Zaragoza de Jan Potocki, y no pude evitar darle vueltas a lo extraño que debe ser desaparecer. Sobre todo para quienes se aperciben de tu ausencia y de lo que dejas tras de ti.
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He empezado con un inciso. Me parecía una forma pertinente de entrar a hablar de una película tan singular como La flor, que hace además de la bifurcación su principal motivo narrativo y me atrevería a decir que también, en menor medida, visual. ¿Soy el único que, desde el momento en que aparece en pantalla esa rama con dos extremos con la que cierto personaje le toma el pulso al suelo, no paró de ver como la figura de la bifurcación volvía una y otra vez, en distintas formas, a lo largo del metraje? Al fin y al cabo, la película arranca en el exterior de una estación de servicio, punto de intersección de destinos por excelencia que, como el mismo cineasta explicó, acabó convirtiéndose en una especie de lugar de peregrinaje al que el equipo del film regresó en distintas ocasiones a lo largo del rodaje. Esa escena también inaugura la sucesión de sutiles asincronías entre lo que vemos y lo que oímos que se sucederán, como una artimaña más del juego cinematográfico, durante todo el filme: oímos a Llinás en off hablándonos sobre lo que vamos a ver mientras, en la pantalla, sus labios permanecen sellados. A lo largo de La flor, cuyo trabajo de sonido y doblaje debió ser harto intricado, oiremos un montón de lenguas, que van desde el catalán al ruso pasando por el inglés, el francés, el italiano o el quechua.
Pero antes de seguir perdiéndome, daré algunos datos a modo de introducción para quien no sepa de qué estoy hablando. En algún momento de la pasada década, un cineasta, Mariano Llinás, va a ver una obra de teatro de Piel de Lava, una compañía integrada por cuatro chicas. Esas mujeres son Elisa Carricajo, Laura Paredes, Pilar Gamboa y Valeria Correa. Inmediatamente surge entre ellos una conexión y la convicción de que ese encuentro tendrá que dar lugar, tarde o temprano, a un filme. Tras un periodo inicial de incertidumbre, Llinás da con un esquema a partir del cual estructurar la película. Un dibujo que puede verse tanto en el póster como al inicio mismo de La flor y que tiene algo, en cierto modo, de oráculo, puesto que, aunque en ese momento inicial ni el director ni las actrices ni el resto del equipo lo saben, el rodaje de ese filme va a abarcar los siguientes diez años de sus vidas. El paso del tiempo es otro de los protagonistas de la película, algo que se evidencia, por ejemplo, en esa nota que vemos escribir al inicio del capítulo cuarto o en los embarazos de dos de las actrices, que advertimos cuando estas se dan un baño reparador en el hermoso y sugestivo episodio que da término a la aventura.
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Esta es una película de aventuras. Lo es por su estructura mutante, que empieza como una serie B a la antigua usanza, con momia diabólica incluida, para luego abordar distintos géneros populares y terminar por disolverse en un viraje que mira hacia los orígenes del cine. Pero también lo es por las propias circunstancias de su producción. Mariano Llinás insistía en una idea que, en mi condición de humilde cronista, encuentro también muy atractiva y aplicable a la escritura o a cualquier actividad artística. Decía que no es necesario que las películas estén escritas antes de rodarse. Esto se lo decía a Manu Yáñez en la estimulante conversación que mantuvo con él en el podcast de Otros Cines Europa. Comparto esa idea de salir, sin demasiadas ideas preconcebidas, a encontrarte con lo que tienes que filmar o escribir. Luego está la experiencia del visionado, que exige una reserva generosa de tiempo y que en mi caso particular implicó además un viaje en tren a Bilbao: el tiempo invertido en los trayectos de ida y vuelta casi equivale a la duración de La flor. No me interesan los juicios mayestáticos de valor, pero sí que puedo afirmar, a ciencia cierta y sin pretender que la comparación suene trivial, que el tiempo que pasé viendo la película fue muchísimo más rico que el que me tuvo en el tren, comiendo, dormitando o intentándolo, mirando hojas de libreta en blanco o empezando a leer El asesinato como diversión de Fredric Brown. En un tren, por cierto, tiene lugar uno de los pasajes más poderosos, incluso diría que premonitorios, de la película. Es durante el tercer capítulo, el más largo y también el más ambicioso, un relato de espionaje ambientado en plena Guerra Fría que abarca un día y las primeras horas del siguiente y que tardó cuatro años en rodarse. Si me he detenido a relatar los pormenores de mi viaje a Bilbao supongo que tampoco debería pasar por alto lo que pasó con la historia de los asesinos, una de las varias fugas hacia el pasado que tienen lugar durante ese tercer capítulo; tras contarle dicha historia a Conxita, mi anfitriona en la ciudad vasca, mi amiga me hizo volver a relatar lo que le sucede al personaje interpretado por Laura Paredes en un par de ocasiones, cada vez en compañía de personas distintas, añadiendo o corrigiendo detalles a medida que los iba recordando.
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No he visto nada de la obra anterior del director de La flor. No sabía, entonces, muy bien a qué atenerme. Ese desconocimiento, unido a la idea de esa expedición bilbaína que llevaba tiempo demorando, me atraía. Recuerdo de forma muy viva el entusiasmo de esa primera tarde en la que zarpamos hacia algún lugar incierto tras recibir algunas indicaciones por parte del mismo Llinás, tanto en la presentación previa como en la primera escena de la película. Había una sensación de que cualquier cosa podía ocurrir, sensación vigorosamente sustentada en el magnetismo de unas actrices que, ya sea por el influjo del amor, del miedo, de una momia milenaria o de una toxina experimental son capaces de encarnar cualquier emoción. A mí también se me ensancharon los sentidos, como comentaría Álvaro Arroba en el coloquio posterior, cuando Elisa Carricajo abandona su estado introspectivo para leerle la cartilla a un arqueólogo presuntuoso en el primer episodio. O en la inclemente andanada telefónica que Pilar Gamboa le asesta a su interlocutor al inicio del segundo capítulo, un musical bajo el influjo de Pimpinela que también es todo un western de rostros contrapuestos en el que, como si se tratara de fantasmas del pensamiento, me pareció entrever algún guiño cifrado a Duelle (Jacques Rivette, 1976). De la mano de mis fantasmas, bajo la intensidad variable de la lluvia, volví las dos tardes siguientes a hacer el mismo camino desde el casco viejo de Bilbao hasta el cine. Cuando el filme se terminó y deshice lo andado por vez tercera pensé, no pude evitarlo, en qué iba a encontrar para cenar a esas horas (quedaba un poco de pisto de verduras, riquísimo, en casa) y también en la orfandad que uno siente cuando es expulsado de una narración en la que se ha sentido a gusto. Me quedan un puñado de misterios, imágenes, deslumbramientos; una de las dos postales que nos dieron al inicio de la proyección para dejar constancia de que esto iba a ocurrir, pues la otra se la regalé a quienes me acogieron en Bilbao; el folleto del cineclub FAS, quienes apadrinaron la proyección junto al Zinebi y fueron nuestros compañeros de viaje esas tres tardes; las ganas de proceder con las Historias extraordinarias (2008) de Llinás, y tres hojas de libreta garabateadas con algunas impresiones e imprecisiones a propósito de la película, cuya traslación más o menos fiel al papel terminó pareciéndome algo así como una pequeña traición a una película que habla maravillosamente por sí sola y que, ante todo, debería apelar al instinto aventurero de todo cinéfilo que se precie.
© Toni Junyent, noviembre de 2018