La fille de nulle part

I want to believe

 

1. A Jean-Claude Brisseau lo descubrí, o quizás debería decir que le entreví, una vez que en el Instituto Francés de Barcelona programaron un ciclo con películas suyas. Hace mucho tiempo de eso. Me acerqué a ver De bruit et de fureur (1988), de la que solo recuerdo dos cosas. Una es que me cautivó y la otra es que, aunque he olvidado el argumento, era un drama por cuyos intersticios irrumpía, a cada rato, lo onírico. El mundo de los sueños y las fantasmagorías tiene un peso importante en la obra de Brisseau. Pasó mucho tiempo sin que volviera a ver películas suyas, que por aquel entonces eran difíciles de rastrear, hasta que estas últimas semanas me he visto sus cuatro últimos filmes: Choses sècretes (2002), Les anges exterminateurs (2006), À l’aventure (2008) y La fille de nulle part (2012), a mi juicio la mejor de todas ellas y de la que pretendo hablar aquí. En las cuatro hay fantasmas y las cuatro, de alguna manera, podrían leerse como sueños o fantasías puestas en imágenes.

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2. Quitando Choses sècretes de la ecuación, ya que va por otros caminos en lo que respecta a temas e intenciones, hay un motivo que subyace con fuerza en las tres últimas películas del cineasta francés. Es algo que no sé si sabré enunciar con precisión quirúrgica, quizá porque desafía las descripciones. Se trata de la experiencia, de la vida y de sus límites. Dónde se hallan esos límites, cómo pueden cruzarse si es que deben cruzarse, si es que hay algo al otro lado, si es que existe el otro lado. Y el amor, por supuesto, ya que, indefectiblemente, todo aquel que se ponga a palpar las paredes de su vida y a pensar en sus cimientos reparará en la presencia o ausencia del amor, su aliento, su música secreta. En Les anges exterminateurs y À l’aventure el sexo era la coartada, o el vehículo, de esa búsqueda. Ambas películas trataban sobre personas que querían saber si podía trascenderse la existencia a través del sexo, si existía algo así como un más allá del placer. La fille de nulle part apenas contiene sexo explícito, pero las preguntas sobre los límites y el sentido siguen ahí. Y con ellas, el misterio inherente a todas aquellas preguntas cuya respuesta es hacerse la propia pregunta. En la película, estas y otras cuestiones surgen a través de las distendidas conversaciones entre Michel Deviliers, un profesor de matemáticas retirado, interpretado por el mismo Brisseau, y Dora, una joven desarraigada a la que Michel acoge en su apartamento, entre cuyas paredes transcurrirá gran parte del filme. Dora, que a la mañana siguiente de conocer a Michel le mostrará sin pudor alguno un pecho, podría, o no, ser otro de los fantasmas que pueblan el solitario mundo del profesor, que está escribiendo un libro sobre la naturaleza y el poder de nuestras creencias.

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3. Y es que La fille de nulle part camina sobre un sutil y divertido equilibrio entre lo real y lo imaginado. Entre creerte o no creerte lo que ocurre ante tus ojos. En un momento de la película, el personaje interpretado por Jean-Claude Brisseau dice que, cuando se cree fervientemente en algo, el mundo y las ideas que proyectas se vuelven más reales que la propia realidad. Tus creencias devienen casi corpóreas, puedes tocarlas, habitarlas, puedes vivir en ellas y con ellas, al menos hasta que se derrumban y detrás aparece el mundo tal y como es. Desde el inicio de la película, Michel dudará de todo cuanto acontece en su apartamento, enzarzándose en alguna que otra cómica discusión con Dora, a la que llegará a convertir en la resurrección de su esposa fallecida. En una secuencia asombrosa por la rotunda sencillez con la que está planteada, nos convertimos en el mismo Michel cuando este, incrédulo, pasa su mano por debajo de una mesita que está levitando, para comprobar que, efectivamente, eso está ocurriendo. En otro momento de la película, Michel le dirá a Dora que la ve constantemente envuelta en lo paranormal, y que necesita explicaciones. ¿No será él mismo el origen, el causante de todos esos fenómenos? Hay otro plano, hermoso, en el que contemplaremos brevemente a Dora, sus ojos abiertos, y alerta, deslumbrados por la luz que emite una televisión. El siguiente plano ampliará nuestro campo de visión, y veremos a estas dos personas, unidas por un vínculo misterioso, sentadas en el sofá del salón de Michel, viendo, probablemente, alguna de las muchas películas en DVD y VHS que él amontona en su apartamento. No tendremos un contraplano que muestre la pantalla de la televisión, pero en ese momento sabemos que su mirada es también la nuestra, en tránsito hacia otros mundos que, durante un rato, devienen más reales que la realidad misma. Solo hace falta creer en ellos.

4. “Eso está muy bien, pero no me ayudará a pagar el alquiler”, le dice un lacónico Michel a una antigua alumna que le ha abordado por la calle, derritiéndose en elogios y agradeciéndole que le hiciera descubrir “hasta qué punto vivimos guiados por la imaginación”. En ese momento emerge una ironía soterrada de la que toda la película, como acto de creación, está impregnada: Jean-Claude Brisseau, a quien en Francia siguen cuatro gatos, y cuatro más en el resto del mundo, rueda una película en su propio apartamento, con un equipo reducídisimo, y protagonizándola él mismo. Tiene La fille de nulle part un algo de manifiesto vital en tiempos de vacas flacas, un manifiesto a un tiempo desenfadado y misterioso, que Brisseau termina acercando sigilosamente la cámara hacia un tapiz de estrellas, colocado sobre una especie de lecho de roca simulada, que se ha materializado en el lugar donde segundos antes estaba el pasillo de la vivienda. “Hay otros mundos, pero están en este”, escribió Paul Éluard, y tanto Jean-Claude Brisseau como el atribulado protagonista de su película podrían suscribirla, pues ambos, al sentir cómo la nada devoradora se cernía sobre ellos, han roto una lanza por la imaginación. Que es el único pasaporte necesario para cruzar al otro lado de la frontera de lo real.

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© Toni Junyent, enero de 2014