La exhibición de atrocidades (J. G. Ballard, 1970 / Jonathan Weiss, 2000)
Piezas disociadas de un rompecabezas (la vida del ser humano tras la bomba atómica) sin solución aparente
La exhibición de las atrocidades (1970): Una narración vanguardista
Resulta bastante curioso, en la actualidad, el acercarse a una novela tan particular en contenido y de difícil lectura como resulta ser La exhibición de atrocidades, publicada por James Graham Ballard en el año 1970. La originalidad creativa (término desprovisto de entidad hoy en día, en el que casi cualquier tontería -ya sea libro, película, canción…- que copia, plagia, etc. un material previo -que el paso del tiempo y la ignorancia han sepultado en el olvido- es incomprensiblemente ensalzada, hasta la náusea y por los modernos de siempre, por su supuesta originalidad -sic-) es una de las grandes virtudes que atesora la novela más densa, compleja e inextricable que parió la mente privilegiada de Ballard.
Conformada por quince capítulos, fragmentados a su vez en un número variable de párrafos, considerados algo así como «novelas condensadas» y cada uno de ellos precedido por un título, La exhibición de atrocidades erige su aparentemente caprichosa estructura narrativa en una de las más acertadas para hablar de un mundo (en los años setenta tanto como ahora) en completa decadencia. Esa fragmentación narrativa, lejos de ponérselo fácil al lector, acrecienta considerablemente la dificultad de la lectura y obliga a este, definitivamente, a desprenderse de prejuicios artísticos y narrativos y a ensanchar la mente ante una narración (¿lo es realmente?) que deviene en una verdadera, como reza el extraordinariamente acertado título de la obra, exhibición de atrocidades.
Veamos. Por sus páginas desfilan: personajes que cambian de identidad y sin previo aviso a lo largo de la narración; reflexiones en torno al miedo y la obsesión que pueden inocular en el ser humano los espacios y objetos que nos rodean (en palabras del propio Ballard: «Traumas mimetizados en el ángulo de una pared o de un balcón»); imágenes de dolor y tortura en Vietnam; choques automovilísticos, provocados por extraños personajes, en los que el dolor y el placer se yuxtaponen al alcanzar la muerte; Ronald Reagan visto como una figura más apropiada para desatar la libido de los ciudadanos que como un político relevante; el asesinato de JFK entendido como un asesinato conceptual…, y podríamos seguir apuntando temas, personajes, reflexiones, etc., aglutinados en el sofisticado crisol que es la novela de Ballard, pero lo cierto es que ello no revelaría ni pondría al descubierto al lector de estas líneas el inabarcable misterio que se desprende de su lectura, pues el escritor no plantea preguntas ni encuentra (tampoco lo pretende) respuestas a las mismas, sino que emplea las páginas de su novela como espacio privilegiado y libre que le permite vomitar todo su malestar en torno al ser humano postHiroshima y postNagasaki sin perder en ningún momento una objetividad y una frialdad narrativas que más bien podrían considerarse propias de un cirujano algo perverso.
Esa frialdad y esa objetividad no impiden que La exhibición de atrocidades pueda considerarse un libro pletórico de imaginación. El collage narrativo de Ballard funciona antes por su enigmática capacidad para impregnar la mente del lector (pues sus imaginativas «novelas condensadas» trazan analogías directas con la realidad) y por su capacidad de sugerencia, que no por su capacidad narrativa y funcionalidad estructural (que las tiene, aunque sea a su manera), y su lectura resulta tan entretenida como desafiante y exigente con el lector. Evidentemente, no apta para todo tipo de paladares literarios.
La exhibición de las atrocidades (2000): Atrofia de un relato cinematográfico desarticulado
El mismo año, 1970, en el que Ballard publica su novela, David Cronenberg filma Crimes of the Future y un año antes confeccionaba otro filme, Stereo (1969). Ambos comparten una peculiar adscripción (más intencionada que casual, pues el realizador canadiense siempre ha reconocido su interés por la narrativa del británico) a los temas y personajes ballardianos. La referencia a los dos filmes de Cronenberg (por lo demás perfectamente olvidables, auténticas obras de un cineasta novato con muchas cosas que aprender) se revela casi imposible de evitar en este caso, pues la adaptación que Jonathan Weiss acometió en el año 2000 de La exhibición de atrocidades recuerda, y no poco, tanto en sus pretensiones formales como en sus márgenes de producción, tanto en su estética fotográfica como en la estudiada frialdad que transmiten los actores con sus interpretaciones, a aquellos dos primerizos filmes del canadiense. Uno de los problemas evidentes que presenta la adaptación perpetrada por Weiss de la vanguardista novela de Ballard reside precisamente en la perceptible, en cada plano, ambición del realizador por lograr una película visualmente vanguardista (del mismo modo que la obra de Ballard lo era respecto a lo literario), aunque el talento de Weiss diste bastante de estar a la altura requerida.
Para el lector más familiarizado con La exhibición de atrocidades, resulta evidente que Weiss intenta traducir directamente a imágenes algunas de las sugerencias más interesantes dispersas por la narración de Ballard: sin ir más lejos, el miedo o la obsesión que despiertan en el ser humano determinado tipo de estructuras (ya sean simples objetos o edificios ultramodernos). Estas se convierten en uno de los aspectos más novedosos en el universo descrito en la novela, encuentran equivalencias visuales harto discutibles, por su obviedad, en el filme de Weiss: la constante presencia, en algunas secuencias, de objetos muy peculiares, situados en términos visuales muy cercanos a la cámara y por delante de los actores, o planos de los actores moviendo con sus manos y observando con curiosidad algunos de esos mismos objetos, por poner dos ejemplos que se encuentran en el filme, se hallan muy lejos de los resultados que un realizador como Orson Welles obtuvo jugando con la configuración de los espacios, la angulación de la cámara, las ópticas angulares y las iluminaciones muy trabajadas; concienzuda elaboración que daba como resultado unas atmósferas verdaderamente asfixiantes que lograban ser tanto descripciones visuales de ciertos espacios como una exteriorización visual de la propia psique de los personajes que transitaban por aquellos.
Respecto al fallido intento de Weiss a la hora de plasmar con éxito en imágenes el miedo al espacio y a los objetos de determinados personajes creados por Ballard, también me parece apropiado mencionar un filme de Hitchcock, Recuerda (Spellbound, 1945), en el que un tipo llamado John Ballantine (Gregory Peck) caía en un peligroso trance (inconsciente) cada vez que sus ojos se posaban sobre una determinada forma geométrica, que podía surgir de las formas más inesperadas (ej.: una mano trazando con un tenedor esa misteriosa forma sobre la superficie de un mantel blanco), y que le daba pie al mago del suspense para la creación de un sistema de imágenes que aparecían intermitentemente a lo largo del filme para atormentar a John Ballantine.
Dos cineastas, Welles y Hitchcock, considerados clásicos en la actualidad, que jugaban más y mejor con el lenguaje del cine de lo que el «vanguardista» y demasiado pedante Weiss cree estar haciendo: su película termina por parecerse mucho más (quizás, incluso, demasiado) a determinado cine underground y experimental de los años sesenta y setenta que no a un relato cinematográfico consistente y verdaderamente personal, quizás porque el realizador considera que la novela de Ballard es demasiado hija de su tiempo (que lo es) y, por lo tanto, conviene relacionarla con otras manifestaciones artísticas de su época.
Las referencias al universo creativo de Max Ernst (artista que, según Wikipedia, buscaba los medios ideales para expresar, en dos o tres dimensiones, el mundo extradimensional de los sueños y la imaginación), diseminadas por las páginas de La exhibición de atrocidades, hubieran sido mejor entendidas y reconducidas a imágenes cinematográficas por los dos cineastas «clásicos», y contemporáneos del artista alemán, que por un realizador, Jonathan Weiss, que condena a su filme a un público elitista (sin que ello implique que el realizador atesore un talento único y privilegiado) y a contadas proyecciones de su obra en espacios tan anticinematográficos como resultan los museos de arte contemporáneo.
Otros elementos presentes en la novela de Ballard consiguen, paradójicamente, al ser adoptados y trasladados a imágenes por Weiss, volver el relato cinematográfico todavía más oscuro e impenetrable para el espectador que no haya leído el original. Por ejemplo, una voz en off cita en varias ocasiones frases de la novela, poderosamente literarias en el original, pero cuya inclusión en el filme se revela completamente absurda e ineficaz; Weiss intercala imágenes de documentales y fotografías de actos violentos en Vietnam, operaciones de estética, pornografía, etc. solo porque en la novela se alude a imágenes iguales o parecidas, pero que en el filme, que transcurre a una velocidad mucho mayor que la reposada lectura de un libro, solo consiguen confundir todavía más al espectador, que difícilmente puede llegar a entender nada de lo que tiene lugar durante el metraje y que consiguen que el filme devenga en algunos momentos en un caprichoso pase de diapositivas a 24 imágenes por segundo más que un lenguaje articulado y coherente.
Weiss intenta camuflar las insuficiencias presupuestarias de su filme recurriendo antes a la estética que a la ética, olvidando por el camino que para conseguir un filme de ciencia ficción complejo, poético y abstracto no necesariamente hace falta dinero, sino que es posible lograrlo con un derroche de imaginación, como demostró Chris Marker, un cineasta verdaderamente vanguardista, con la genial La Jetée (1962).
No creo que sea demasiado casual que un filme tan fragmentario narrativamente como 2 o 3 cosas que yo sé de ella (2 ou 3 choses que je sais d´elle, Jean-Luc Godard, 1967) u otros de Godard coincidieran en su aparición con la novela de Ballard. El concepto de ciencia ficción que se da en la obra de Ballard está más asociada a la realidad más reconocible del ser humano que no a invenciones extraordinarias (y a día de hoy inexistentes) de la ciencia. 2 o 3 cosas que yo sé de ella, al igual que Alphaville (Alphaville, une étrange aventure de Lemmy Caution, 1965), también parte de premisas similares a las que maneja Ballard (manteniendo las distancias, claro está), convirtiendo en materia de ciencia ficción las cosas más cotidianas que uno pueda imaginar: recordemos que en el primero de los filmes mencionados, Godard visualizaba el Caos y el Orden filmando el interior de una taza de café y erigiendo en poético algo tan insustancial como la constante asociación-disociación de la espuma blanquecina que se forma sobre el oscuro líquido.
A Weiss le falta verdadera imaginación (algo de lo que anda sobrado Godard) para visualizar con éxito, y partiendo de presupuestos extremadamente reducidos, la novela de Ballard, pues el escritor británico era un completo visionario y, en cambio, el realizador (de quien solo conozco este filme, pues según IMDB no parece haber ampliado su filmografía desde el año 2000) dista mucho de serlo. Fue el propio David Cronenberg (volviendo al inicio de la segunda parte de este escrito) el encargado de adaptar otra difícil novela del propio Ballard, Crash (1996), y salió completamente indemne de la operación, logrando uno de los mejores y más audaces filmes, en mi opinión, del cine fantástico de los últimos veinte años. Pero Cronenberg, a diferencia de Weiss, no intentaba epatar visualmente al espectador con filigranas visuales harto discutibles y faltas de auténtico sentido, sino que con cada plano dotaba de sentido a su filme, clarificando al espectador el material de partida (la novela) sin perder por el camino un poderoso sentido de la abstracción visual. Sirva como ejemplo la secuencia del túnel de lavado, en la que dos personajes mantenían una relación sexual dentro de un vehículo que simultáneamente iba pasando por los diferentes procesos de lavado, situación que Cronenberg filmaba de una brillante manera que expresaba visualmente la comunión entre hombre y máquina de la que hablaba Ballard en su novela.