La evolución de ‘Transit’ y el estado de la crítica online

Diez años después

* Este artículo forma parte del Especial 10 años de Transit (2009-2019) 

Cuando todo esto empezó, no sabíamos nada. Éramos unos cinéfilos insensatos y temerarios que, felizmente, no contemplábamos una publicación a largo plazo, no contábamos con una línea editorial definida ni teníamos unos parámetros excesivamente determinados sobre lo que debía ser una web cinematográfica (aunque por aquel entonces, en una época en la que todavía se podía vivir al margen de los condicionantes de las redes sociales y de Google, la concebíamos como una revista bimestral con números cerrados). Se trataba, quizás, de construir un espacio de encuentro en el que dar rienda suelta a una aproximación muy subjetiva (y, en buena parte, en primera persona) al cine, lo que suponía una extensión de lo que ya plasmábamos en nuestros blogs. Las imágenes, desde las capturas de pantalla hasta los montajes a partir de fragmentos de películas, se integraron también con naturalidad en las conversaciones a finales de 2008 que dieron lugar a Transit: cine y otros desvíos, sin saber en esa época que los vídeoensayos acabarían siendo muy relevantes en este proyecto, que vio la luz en un voluntarioso primer número en agosto de 2009.

El anticuado logo original de Transit de 2009

Una década después, cuando el tiempo ya se nos escurre de las manos y la precariedad del periodismo cultural asfixia nuestra voluntad de persistir, constatamos que estos han sido años de aprendizaje, exploración y colaboración, también de hitos y frustraciones. Seguimos sin saber demasiado, pero hemos trazado intuitivamente una trayectoria que nos define en la que han participado desinteresadamente cerca de ciento cincuenta autores y donde han sido posibles encuentros con colegas de otros países y confluencias entre críticos de distintas generaciones. Es probable que hoy seamos más analíticos y escépticos que ayer y que hayamos aparcado la osadía y la ingenuidad, pero seguimos creyendo en una escritura cinematográfica basada en la transmisión (el humilde passeur al que aludía Serge Daney) en unos tiempos en los que, gracias a Internet, “todos somos passeurs en potencia, todos podemos ver y hablar de cine entre iguales, sin jerarquías, sin púlpitos desde los que adoctrinar, realidad ante la que se rebela esa vieja guardia de la crítica que acostumbraba a ocuparlos” (José Manuel López, 2010). Ahora bien, no podemos ignorar que tan utópica aspiración contrasta con la dictadura inapelable de una actualidad (la que marcan desde los festivales hasta los estrenos de las plataformas VOD, pasando por las superproducciones de Hollywood y las inevitables agendas ideológicas) que condiciona los contenidos (otra palabreja que degrada la profesión periodística al utilitarismo) de infinidad de publicaciones online y de la que (nos) es difícil escapar. Tanto es así que cada vez cuesta más dar con nuevos filmes al margen de este paradigma y con artículos (o ensayos audiovisuales) que se tomen el tiempo necesario para abordar cada obra en condiciones, por no hablar del ninguneo al que se somete en la red al cine anterior a la década de los ochenta. Internet sigue ofreciendo considerables posibilidades, sí, pero tiende a la uniformidad y la saturación, al menos en este mundo tan apasionado (y endogámico) de la cinefilia.

Un número de Tren se Sombras de 2006

Si volvemos la vista atrás hacia la primera década de este siglo, podemos intuir un panorama en ebullición en España para la crítica cinematográfica con la consolidación de una publicación impresa tan osada como Letras de cine (1998-2006) y la irrupción de portales en Internet que rompieron con los cánones establecidos, tales como Miradas de Cine (2002), Contrapicado (2005), Tren de sombras (2004-2008), Shangrila (2006) o Blogs and Docs (2006). Es en ese caldo de cultivo en el que se gestó nuestro proyecto, casi en paralelo a otros tan singulares como Lumière (2008), Détour (2010) o Cineuá (2010), sin olvidar tampoco el lanzamiento en 2007 de Cahiers du cinéma. España (actualmente, Caimán. Cuadernos de Cine), donde se aspiraba a acoger a algunos actores de esta nueva cinefilia, tal y como acabaría haciéndolo también la veterana Dirigido por (1972). Todo ello se explica en buena parte gracias al acceso repentino que tuvo la comunidad cinéfila internacional a infinidad de películas antes invisibles compartidas mediante las redes P2P (el crítico Álvaro Arroba aseguró que con la llegada de Internet estábamos ante la “mayor liberación cultural de la historia de la humanidad, casi de un desagravio por la quema de la mítica Biblioteca de Alejandría” (1)) y por la aparición de una nueva generación de críticos (y críticas) jóvenes dispuestos a rebatir los discursos imperantes de los medios profesionales desde estas nuevas webs (y blogs), donde los estrenos en salas no marcaban la línea editorial y donde el amateurismo no estaba enemistado ni con el rigor ni con el riesgo, pues surgieron estudios de cineastas inéditos en profundidad y se exploraron las herramientas digitales para avanzar hacia una crítica más audiovisual.

The Brown Bunny, de Vincent Gallo

La revolución parecía posible porque el nuevo canon que se vislumbraba a principios de siglo incluía a autores tan estimulantes como Claire Denis, Jia Zhang-Ke, Pedro Costa, Apichatpong Weerasethakul, Kelly Reichardt, Wang Bing, Lisandro Alonso, Tsai Ming-liang, Lucrecia Martel, Lav Diaz, Albert Serra, Philippe Grandrieux, Johnnie To, Satoshi Kon, Bertrand Bonello, Nobuhiro Suwa, Eugène Green, Kiyoshi Kurosawa, Aaron Katz, Naomi Kawase, Nicolas Klotz, Lee Chag-dong, Raya Martin, Hong Sang-soo, Bong Joon-ho, João Pedro Rodrigues, Guy Maddin, Richard Kelly o Vincent Gallo, ante los que cabía alterar los enfoques críticos tradicionales, aportar una mirada desde el presente e incluso repensar la historia del cine para contextualizar sus filmes. Si a ello le sumábamos un puñado de nuevos cineastas cercanos al mainstream que sí estrenaban con regularidad en salas (James Gray, M. Night Shyamalan, James Wan, Judd Apatow, Sofia Coppola), una serie de autores ya aclamados de una generación anterior que se encontraban en plenitud (Richard Linklater, Todd Haynes, Paul Thomas Anderson, Gus Van Sant, Jem Cohen, David Fincher, Olivier Assayas, Arnaud Desplechin, José Luis Guerin, Jim Jarmusch, Shinya Tsukamoto, Wong Kar-Wai, Takeshi Kitano, Pedro Almodóvar, Quentin Tarantino) y un panteón de maestros todavía en activo que recuperaban protagonismo en estas nuevas revistas online (Michael Mann, Abel Ferrara, Brian de Palma, Hou Hsiao-hsien, David Lynch, Manoel de Oliveira, João César Monteiro, Hayao Miyazaki, Béla Tarr, Chantal Akerman, Clint Eastwood, Aki Kaurismäki, Monte Hellman, Jean-Luc Godard, Agnès Varda, Aleksandr Sokurov, David Cronenberg, Abbas Kiarostami, Werner Herzog, Ermanno Olmi, Marco Bellochio, Jacques Rivette, Terrence Malick, Philippe Garrel, Yervant Gianikian y Angela Ricci Lucchi, Alain Resnais, Seijun Suzuki, Chris Marker, James Benning, Jonas Mekas, Danièle Huillet y Jean-Marie Straub, Pere Portabella, Éric Rohmer,…) el panorama no podía ser más prometedor para quienes deseábamos escribir sobre cine.

Amer (Hélène Cattet y Bruno Forzani, 2009)

No todo lo que se defendió entonces mantiene su vigencia —Kawase, Kitano, Van Sant, Martin, Assayas, Coppola, Malick y Maddin están hoy, por ejemplo, lejos de su mejor nivel y otros como Kim Ki-duk, Michel Gondry, David Gordon Green o Brillante Mendoza no cumplieron las expectativas—, pero en aquellos años sí se promovió desde distintas publicaciones una nueva autoría fuerte tan deudora de la modernidad como de las posibilidades estéticas del digital y, a su vez, se apostó por vías renovadoras en campos como la no ficción, el terror o la comedia. El provechoso diálogo entre ese cine contemporáneo y la nueva crítica online fue, sin embargo, efímero y hoy es difícil percibir un relevo generacional tan poderoso como el que se produjo con el cambio de siglo. Cierto que todavía aparecen cineastas valiosos y singulares —en esta década en Transit hemos apostado por creadores como Andrés Duque, Rick Alverson, Hélène Cattet y Bruno Forzani, David Robert Mitchell, João Nicolau o Daniel V. Villamediana— y que han seguido surgiendo publicaciones interesantes en España como A Cuarta Parede (2011), Cine Divergente (2012), Visual 404 (2014), Otros Cines Europa (2015) o la ya extinta O Estudio Creativo (2015-2017), pero algo parece haberse perdido por el camino. Varias de las webs citadas en este artículo han dejado de publicar con regularidad, han tenido una trayectoria muy breve o han derivado en otros proyectos (en el ámbito editorial, académico o de la distribución/programación) y la tendencia crítica (también a nivel internacional) parece más marcada por esa actualidad de la era del clickbait a la que antes aludíamos que por ese espíritu de camaradería global que se intuía en las cartas reunidas por Adrian Martin y Jonathan Rosenbaum en Movie Mutations: The Changing Face of World Cinephilia (2003) (2).

El libro que conmemoró el décimo aniversario de Miradas de Cine (2011) y un número monográfico de Shangri-la (2008)

Una captura de la web Visual 404

Es probable que estemos en una etapa de transición y que pequemos de nostálgicos al evocar un determinado contexto que ofrecía posibilidades esperanzadoras para la crítica, pero cabe preguntarse en qué ha quedado esa nueva cinefilia y cuántos de los cineastas renovadores que emergieron entonces han sabido evolucionar o, por el contrario, han sido asimilados por ese nicho de mercado conocido como cine de autor o han optado por acercarse cada vez más al ámbito museístico —ahí están los casos de las instalaciones audiovisuales de Tsai, Serra o Weerasethakul—. Ante esta incertidumbre, cabe confiar en que pronto emerja un nuevo impulso creativo que nos permita seguir creyendo (y escribiendo) un relato del cine en el que la crítica y los filmes sean vasos comunicantes. Decía ya en 1961 Jean Douchet (3) que “una obra de arte se muere mientras no se inicie, por su intermedio, un contacto entre dos sensibilidades, la del artista que ha concebido la obra y la del amateur que la aprecia. El hecho mismo de sentir profundamente una obra, para después propagar su entusiasmo, constituye una acción crítica, incluso si no es más que oral. Basta un solo amateur para restituir su verdadero valor a las obras ignoradas, tal como a los artistas olvidados. La existencia material de una obra de arte, en efecto, no vale nada en sí misma.” Este diálogo, este intercambio, no puede eludirse y debe ser tan constructivo como exigente. Todos estamos en deuda con una cierta cinefilia mitificada y con la teoría del autor, pero, en ocasiones, sería deseable romper ese acomodatizo cordón umbilical que sigue presente en nuestros textos y en el cine que amamos: ¿Cómo explicar si no que sigamos anclados en los homenajes a la Nouvelle Vague —como en El león duerme esta noche (Le lion est mort ce soir, Suwa, 2017) o en Visage (Tsai, 2009)— o que se vuelvan una y otra vez a resucitar los fantasmas de Vértigo (De entre los muertos) (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958) —como en Yo soy el amor (Io sono l’amore, Luca Guadagnino, 2009) o en Le secret de la chambre noir (Kurosawa, 2016)—? El cine se retroalimenta, se mira más que nunca a sí mismo, y salvo honrosas excepciones tiende al simulacro y se aleja de lo real. ¿Qué caminos tomarán los autores que, con mayor o menor inspiración, parecen atrapados en su universo (como Roy Andersson, Pedro Almodóvar, Jia Zhang-ke o Nicolas Winding Refn)? ¿Y qué harán aquellos que parecen haber alcanzado lo sublime, la imagen extática, en propuestas tan deslumbrantes como alejadas del presente (como Lisandro Alonso en Jauja —2014—, Lucrecia Martel en Zama —2017— o Hou Hsiao-Hsien en The Assassin —Nie yin niang, 2015—)? ¿Hemos sabido valorar en su justa medida propuestas mainstream tan singulares como Aniquilación (Annihilation, Alex Garland, 2018), Aliados (Allied, Robert Zemeckis, 2016) o Al filo del mañana (Edge of Tomorrow, Doug Liman, 2014), donde se evoca todavía la fisicidad de los cuerpos analógicos ante el inminente dominio de los (no) cuerpos digitales?

Aniquilación, de Alex Garland

No tenemos aquí respuestas tranquilizadoras, pero tampoco queremos que este texto se convierta en un muro (melancólico) de lamentaciones. Las posibilidades de seguir abordando de forma fructífera el cine de hoy (y el de antaño) siguen en nuestras manos y consideramos que, en los últimos años, varios críticos y teóricos nos han ofrecido vías para no estancarnos, para seguir pensando las imágenes (y sonidos) de nuestro tiempo. Algunas de estas atractivas herramientas las recogemos a continuación:

  • Catherine Grant y Christian Keathley han sabido conjugar la teoría y la docencia cinematográficas (ella es académica universitaria en Reino Unido y él en Estados Unidos) con la creación de ensayos audiovisuales propios en los que convive lo creativo, lo pedagógico y lo autobiográfico. En un texto conjunto de 2014 (y que publicamos aquí en castellano) defienden que “los estudios videográficos sobre cine pueden permitir que la cinefilia funcione como esta forma de expresión creativa y académica —un nuevo tipo de escritura cinéfila— porque ahora, podemos escribir usando las mismas herramientas que constituyen nuestro objeto de estudio: imágenes en movimiento y sonidos”. Siguiendo esta lógica, sostienen que “los videoensayos tienen un potencial especial para enseñarnos algo sobre la relación que mantenemos con nuestros objetos de estudio cinematográficos, pues nos permiten explorar y expresar, de un modo particularmente convincente, cómo usamos estos objetos de manera imaginativa en nuestras vidas interiores y, al mismo tiempo, también pueden ser utilizados para presentar y compartir algo —un saber adquirido— sobre dichos objetos, sin importar cuán sorprendente sea su contenido o cuán inusual su forma”. La vía que proponen resuelve, pues, dicotomías como las de subjetividad/objetividad, crítica/academia o teoría/práctica y es una feliz invitación a la creatividad del escritor cinematográfico sin relegar el objeto de estudio.
  • Cristina Álvarez, que también elabora videoensayos con una indudable vertiente creativa, ofrece en una entrada reciente de su blog una visión muy particular (e íntima) de la crítica de cine. En su texto, confiesa que con los años ha dejado de interesarse por esos “temas importantes, temas generales y cuestiones urgentes” que dominan la mayoría de publicaciones online y ha priorizado el abordaje a momentos muy concretos de filmes particulares (pasajes, escenas individuales, una serie de tomas, un corte). Álvarez, que pone en tela de juicio el enfoque crítico del autorismo, constata que este progresivo interés personal por el fragmento, por la pequeñez, le ha llevado incluso a tratar las imágenes analizadas “de forma autónoma, con poca o ninguna referencia a la totalidad que las abarca” con la convicción de que “una escena es un universo en sí mismo, un universo con el que puedo convertirme en uno”. Oponiéndose así a esos analistas que ejercen de “cartógrafos”(a los que “les gusta moverse a través de amplias extensiones” para captar las grandes corrientes del cine), se decanta por ejercer la crítica en “una pequeña parcela de tierra”. Esta opción le permite cultivar, según sus evocadoras palabras, “un universo a mi medida, donde me siento como en casa, donde hago mi hogar. Un universo que puede percibirse íntimamente, que puede explorarse de cerca (en cada rincón, cada detalle, cada respiración y pulsación), que puede ser verdaderamente habitado al fin”. ¿Por qué no aprovechar las herramientas que nos ofrecen las nuevas tecnologías para detenernos en las imágenes que nos movilizan, para tomarnos tiempo con ellas, en vez lamentarnos por la inabarcable abundancia audiovisual?
  • Sergi Sánchez es un crítico osado que ha recogido la herencia teórica de Gilles Deleuze (con sus dos ineludibles ensayos La imagen-movimiento y La imagen-tiempo) interrogándose sobre qué queda del pensamiento de este filósofo francés en el cine contemporáneo. No se trata de repetir discursos ya asimilados sino de ir más allá: abordar las consecuencias de la irrupción de lo digital y partir desde lo deleuziano hacia una imagen-no tiempo, plasmada en el enorme paso existente entre el suicidio de Edmund en Alemania, año cero (Germania, anno zero, Roberto Rossellini, 1948) y el de David en A. I. Inteligencia Artificial (A.I. Artificial Intelligence, Steven Spielberg, 2001). Entre otros muchos aspectos, Sánchez aborda en su ensayo (Hacia una imagen-no tiempo. Deleuze y el cine contemporáneo, 2013 (4)) la voluntad realista de lo digital patente en blockbusters de acción y ciencia ficción, donde “lo imposible aparece ante los ojos del espectador como una realidad profílmica que ha sido captada por la cámara”. Por ello, surge una paradoja estimulante: “la tecnología responsable de provocar la desmaterialización de la realidad invierte todas sus energías en parecer real”, lo que da lugar a encontrar incluso conexiones entre el realismo digital y el baziniano, como en su día argumentó Thomas Elsaesser al analizar la puesta en escena de Parque Jurásico (Jurassic Park, Steven Spielberg, 1993). Con infinidad de ejemplos prácticos, Sánchez esboza cuestiones que hubieran estimulado a Deleuze sobre el cine contemporáneo digital, tales como “¿Qué relación tendría el hombre con esa imagen que carece de ‘original’? Si la realidad es un efecto especial, ¿dónde está la conciencia del hombre? ¿Con qué referencias cuenta para formar su identidad?”. Su mirada, sin embargo, es abierta y curiosa, nunca apocalíptica, y muestra enorme interés por las formas que en determinadas películas adopta esta imagen-no tiempo, cuya “bidimensiolidad abre la posibilidad a que todo ocurra dentro del plano: los fantasmas aparecen, las emociones colorean, los diferentes niveles de una misma realidad se presentan, enfocados, en primer término. Se achatan los rostros, se eliminan las distancias, se pintan los paisajes, se sobreexpone la luz, y de ahí surge una reinterpretación de la realidad que no tiene que ver con el mimetismo al que aspiran a menudo los efectos digitales. La imagen revela su piel, está orgullosa de su textura, desde la suciedad del Dv a la prístina perfección del Hd”. La vía que abre su análisis estético es muy estimulante y nos invita a seguir pensando lo digital, por mucho que sepamos que la revolución formal prometida no se ha producido en infinidad de películas homogeneizadas.
  • Javier Acevedo pertenece a una generación posterior a la de la nueva cinefilia y en Cine Divergente duda y divaga con lucidez (y sin paños calientes) sobre si todavía tiene sentido encomendarse a André Bazin en tiempos digitales. En uno de sus ensayos más sugerentes (El baile de Pikachu y la nueva crítica, 2019), sostiene que en nuestro presente “Internet parece el fin, y la imagen se ha erigido en búsqueda sin destino”. De tal modo que en su navegar por la red observa “una nostalgia completamente fuera de tiempo, una letanía de recuerdos e imágenes que una vez atravesaron la infancia de la mirada de una generación y ahora emergen como osarios digitales (…)”. Ante esta era del simulacro, sin ontología que valga, Acevedo recurre a teóricos como Aaron Rodríguez, Guy Debord o Ingrid Guardiola y también a Raúl Ruiz para reivindicar el “proceso de doble visión del filme que revele un filme oculto, el poder latente de imágenes que conviven en los márgenes de la estructura narrativa del filme”. Una metodología coherente con “la mirada de la Nueva Crítica”, que es “inquieta, hija nativa de un tiempo no regido por la crononormatividad, capaz de desmenuzar la duración de un film en frames y habituada a interrupciones y a la presencia de un visionado multipantalla que desacraliza el acto de visionar una película”. La misión de los críticos sería la de detenerse en “las resonancias, en la latencia de imágenes náufragas, en la exploración de los restos sumergidos de filmes que puedan ser (re)mirados en el presente”. En palabras de Acevedo, el cine no puede seguir siendo “una cuestión de amor” y es “momento de faltarle el respeto (…) para destruir una forma de mirar y crear algo nuevo a partir de los restos”. Porque “debe imponerse una exploración de un tiempo presente que no sucumba a las acciones de resucitar el pasado o llorar por el futuro”. Así, nos invita a abandonar el relato sagrado de la cinefilia con su intocable panteón de autores y a seguir una lógica transmedia e hipertextual en la que se vulnere “el tiempo sellado de un plano a través del frameo” y en la que se asuma “que el cine es solo otro repositorio de imágenes” con el que trazar libres asociaciones visuales. La perspectiva de Acevedo sigue la misma línea que la de un analista tan esencial y escurridizo como Roberto Amaba (este sí, miembro singular de la nueva cinefilia que irrumpió en la primera década del siglo XXI), que en un célebre texto publicado en Miradas de Cine en 2012 (también incluido en una versión ligeramente editada en su libro Kino Delirio. En presencia de una imagen, 2018 (5)) efectúa una reivindicación del GIF animado, al que considera “integrante legítimo del audiovisual contemporáneo”. El autor lamenta la poca consideración por este tipo de imágenes bastardas que circulan por Internet —cuya “producción masiva y su presencia generalizada, nos lleva a considerarlo un elemento simple, cuando no banal”— y vincula su importancia con “las teorías clásicas del Meme en tanto unidad de información y medio de difusión”, cuya “presencia en un determinado lugar y momento (un foro, un chat, un blog) puede incorporar nuevos significados —quizá solo comprensibles para los iniciados—, además de servir como abstracción y concepto”.  En palabras de Amaba, el GIF evidencia el “reaccionario análisis ideológico de las imágenes al que estamos acostumbrados” y supone “una gran oportunidad para airear el espectador emancipado que somos. Para dejar en evidencia a todos los que no han cumplido su labor amparándose en el sofisma de la saturación de estímulos. Para acreditar la deriva conservadora de una crítica cultural ejecutada por intelectuales caducos y perdonavidas que ven al resto —según venga el aire y el dinero— como una horda de descamisados o como un rebaño”.

A. I. Inteligencia Artificial, de Steven Spielberg

Llegados a este punto, y asumiendo tanto las coincidencias como las contradicciones entre las distintas vías para pensar el cine aquí expuestas, convendremos en que el pesimismo no es una opción, solo una muestra de pereza intelectual. Desde Transit no nos queda otra que comprometemos a seguir indagando, a seguir buscando imágenes y sonidos (en y más allá del cine) que nos atraviesen para dar fe de ello. Porque de lo que se trata es de ensayar y de esbozar, de reescribir y de remontar, de equivocarse, en definitiva, para seguir intentando plasmar (en imágenes o palabras) quiénes somos.

 

© Carles Matamoros, septiembre de 2019

 

(1) ARROBA, Álvaro: “La democratización de la cinefilia o las matemáticas de Dios”, Letras de cine, núm. 9, 2005. 

(2) La compilación de cartas de Movie Mutations fue editada en castellano en 2011 por Errata Naturae bajo el título Mutaciones del cine contemporáneo.

(3) DOUCHET, Jean: “L’art d’aimer”, Cahiers du cinéma, nº 126, diciembre, 1961. Recogido en Antoine de Baecque (ed.), Teoría y crítica del cine, Paidós, 2005.

(4) SÁNCHEZ, Sergi: Hacia una imagen no-tiempo. Deleuze y el cine contemporáneo, ediciones de la Universidad de Oviedo, 2013.

(5)AMABA, Roberto: Kino Delirio. En presencia de una imagen, colección Contracampo de Shangrila, Santander, 2018.