La cuestión Tarantino

Una fábula contrariada


“Sancho Panza entra en un cine de una ciudad de provincia. Viene buscando a Don Quijote y lo encuentra: está sentado aparte y mira fijamente la pantalla. La sala está casi llena, la galería —que es una especie de gallinero— está completamente ocupada por niños ruidosos. Después de algunos intentos inútiles de alcanzar a Don Quijote, Sancho se sienta de mala gana en la platea, junto a una niña (¿Dulcinea?) que le ofrece un chupetín. La proyección está empezada, es una película de época, sobre la pantalla corren caballeros armados, de pronto aparece una mujer en peligro. Inmediatamente Don Quijote se pone de pie, desenvaina su espada, se precipita contra la pantalla y sus sablazos empiezan a lacerar la tela. Sobre la pantalla todavía aparecen la mujer y los caballeros, pero el rasgón negro abierto por la espada de Don Quijote se extiende cada vez más, devora implacablemente las imágenes. Al final, de la pantalla ya no queda casi nada, se ve solo la estructura de madera que la sostenía. El público indignado abandona la sala, pero en el gallinero los niños no paran de animar fanáticamente a Don Quijote. Solo la niña en platea lo mira con desaprobación”: Esta escena imaginada a partir del Don Quijote de Orson Welles (Don Quixote, Orson Welles y Jesús Franco, 1992) son los seis minutos más bellos de la historia del cine para Giorgio Agamben. Como colofón a sus profanaciones (1), el filósofo se pregunta por la imaginación en el actual mundo de la imagen: “¿Qué debemos hacer con nuestras imaginaciones? Amarlas, creerlas a tal punto de tener que destruir, falsificar (este es, quizás, el sentido del cine de Orson Welles). Pero cuando, al final, ellas se revelan vacías, incumplidas, cuando muestran la nada de la que están hechas, solamente entonces pagar el precio de su verdad, entender que Dulcinea —a quien hemos salvado— no puede amarnos.”

No fumo. Pero si alguien me ofrece un Red Apple, juro solemnemente que me apoyaré en una pared y, fingiendo una mirada tan dura como cristalina, saborearé el humo del cigarro como si fuera lo último que fuese a hacer en mi vida. Y ya puestos, creo que tampoco haría ascos a una hamburguesa Gran Kahuna en un momento de debilidad. Quentin Tarantino inventó estas dos marcas en Pulp Fiction (1994) y las desperdigó por cada una de las películas recogidas en el segmento de su filmografía hasta Death Proof (2007). Pero el trabajo con el que ganó la Palma de Oro en Cannes también asienta las bases de un universo mutable, gracias a esa historia que Mia Wallace (Uma Thurman) contaba a Vincent Vega (John Travolta) en el Jack Rabbit Slim’s, acerca del episodio piloto de Bella fuerza cinco, en que había actuado, y que diez años después acabaría materializándose en Kill Bill (2004). Lo imaginario tiende a expandirse de forma autónoma y en Malditos bastardos (Inglorious Basterds, 2009) parece como si además pretendiera exceder sus propios límites a partir de ese momento en la taberna La Lousiane, cuando el Mayor Hellstrom (August Dile) de las SS, encuentra extraño el acento alemán del Teniente Hicok (Michael Fassbender) y este, para no ser descubierto como espía, explica su origen con la descripción de una escena jamás rodada (2) de Die weiße Hölle vom Piz Palü (White Hell of Pitz Palu, Georg Wilhelm Pabst, 1929).

Érase una vez un tiempo en guerra. Pero con una guerra de las de verdad: Mundial, con buenos, malos, armas nucleares y sin cámaras que la registraran en tiempo real. En esa contingencia, el cine se puso su disfraz más combativo y trató de organizar el caos de lo real con el género bélico como arma. Los verdugos también mueren (Hangmen Also Die, Fritz Lang, 1943), Esta tierra es mía, (This Land Is Mine, Jean Renoir, 1943), Mission to Moscow (Michael Curtiz, 1943), Compañero de mi vida (Tender Comrade, Edward Dmytrick, 1943), True Moon Is Down (I. Pichel, 1943), Happy Land (Irving Pichel, 1943), Dos en el cielo (A Guy Named Joe, Victor Fleming, 1943), Desert Victory (Roy Boulting, 1943), Between Two Worlds (Edward A. Blatt, 1944) o las inevitables El gran dictador (The Great Dictador, Charles Chaplin, 1940) y Ser o no ser (To Be or Not to Be, Ernst Lubitsch, 1942), son algunos ejemplos de imágenes en movimiento que permanecían conectadas a la realidad que trataban de instrumentalizar.

Una vez terminada la guerra, una vez desaparecido el nazismo y desvelada la barbarie, la representación entró en crisis tras no haber estado presente allí donde debía, después de haber faltado a su condición de arte del presente. Todos aquellos que pretendieron representar ese pasado que quedó abierto —como redención de la realidad física o no— se toparon con el problema fundamental de el cuerpo ausente. Si Hitler y el nazismo ya no estaban, si las imágenes habían perdido su referencia en lo real, todas aquellas que tratarían de representarlos desde cualquier tipo de afán, operarían irremediablemente corporeizando su ausencia. Este problema continua vigente en la actualidad y cuando vemos películas como El hundimiento (Der Untergang, Oliver Hirschbiegel, 2004) o Mein Führer (Dani Levy, 2007), sus imágenes, por seguir siendo fieles a los códigos genéricos que tratan de subvertir, muy a su pesar —supongo— arrastran y prolongan el fantasma del nazismo hasta hacer que el tiempo de las imágenes donde encuentran su referente enquiste el presente en que se reciben. Entonces, no debería extrañarnos que este tipo de películas —histórico-paródico-revisionistas— tan presentes en las carteleras hayan ayudado a que veamos, por ejemplo, el humo de un crematorio en la chimenea humeante de Sc Farb antes de que aparezcan las cartas técnicas nazis que derrumban el cuerpo de Simon (Mathieu Amalric) en La cuestión humana (La question humaine, Nicholas Klotz, 2007).


En ese bestseller en que se ha convertido Imágenes pese a todo (3), Georges Didi-Huberman ajusta cuentas pendientes con Gerard Wajcman y Claude Lanzmann al mismo tiempo que explica cómo se debe dar salida a la aporía de las imágenes de la Shoah. El mandamiento ético de los más in (irrepresentable, inimaginable e intestimoniable) ha marcado las pautas de la representación moderna y ha terminado por constituirse como un velo que impide ver la realidad. Si ver pasa irremediablemente por comparar, si los códigos impuestos por la Shoah remiten siempre a las imágenes perfectamente clausuradas de sí misma, si además esas imágenes se han convertido en un fetiche mercantilizado como objeto del siglo, darles salida, dejarlas disponibles para volver a ser utilizadas, solo puede conseguirse a partir de la imaginación. “Una imagen sin imaginación es, simplemente, una imagen a la que no hemos dedicado un tiempo de trabajo. Porque la imaginación es trabajo, ese tiempo de trabajo de las imágenes que sin cesar actúan chocando o fusionándose entre ellas, quebrándose o metamorfoseándose. Todo ello actuando sobre nuestra propia actividad de conocimiento y de pensamiento. Así pues, para saber, hay que imaginar: la mesa de trabajo especulativa debe ir acompañada de una mesa de montaje imaginativa(4): la interpelación del pensador francés se dirige tanto a cineastas como a espectadores. Si los primeros deben hacer uso de la memoria que ha quedado del tiempo de las representaciones a partir de su montaje didáctico, el espectador debe obrar de forma semejante con lo que ha sobrevivido en las imágenes a las que se enfrenta.

Pese a la simplicidad de su color negro, los fotogramas a los que nos conduce Simon en el final de La cuestión humana se han convertido en uno de los momentos cinematográficos más aterradores de los últimos años. Aunque podríamos pensar que su fuerza nace de la capacidad de Simon de evocar con su voz las imágenes de cadáveres apilados en los campos de concentración, su verdadera potencia reside en lo que se revela con la disyunción entre las palabras y el color negro de la imagen —¿o la ausencia de imagen?— sobre las que se articulan: a pesar de conocer todos los hechos, a pesar de haber sido perfectamente documentados, resultará imposible conocer la verdad de lo que allí tuvo lugar. La inadeacuación entre la realidad y su representación es lo que películas como Shoah (Claude Lanzmann, 1985) tratan de disimular a partir de imágenes monumentales aferradas a un tiempo determinado. En ese intersticio donde nos abandona Simon, es donde se revela que todas esas imágenes —como las de la propia película, tan francesamente construidas— no son más que chatarra, residuos conservados como cultura una vez ha quedado demostrado su fracaso en acotar un tiempo, en constituirse como Historia.

¿Qué recordamos de una película? Aunque tenga su peso el argumento, sus protagonistas o el trabajo de fotografía, lo que realmente sobrevive en la memoria son aquellos pequeños gestos o momentos que aparecen en las imágenes de forma inesperada: Robert Mitchum talando un árbol, Marilyn tocando el ukelele, la sonrisa de Margot, John Wayne con los brazos en jarras, los nunchakus de Bruce Lee o la elegancia de Fred Astaire. Se podría decir que las películas de Tarantino están atravesadas por una serie de pequeños tics de la historia del cine que no conocemos. De ese cine invisible que solamente él parece haber visto, catalogado como basura cinéfaga de la que es capaz de rescatar sus mejores esencias. Y es por esto, y no por el nombre de su productora, por lo que se le debería equiparar a su admirado Jean-Luc Godard. Si trascendemos el fetiche de la anécdota y rastreamos una relación más íntima entre los dos cineastas, entendemos que si de Banda aparte (A band apart, Jean-Luc Godard, 1964) recordamos el baile de sus tres protagonistas o su carrera por el museo del Louvre, es porque su construcción parte de toda una serie de pequeños gestos resultones tomados de un amplio catálogo de películas imposibles de rastrear. Pero lo que diferencia a maestro y discípulo radica en que la serie B de la que robaba el primero todavía permanecía integrada dentro de un sistema de producción de estudios, mientras que de la que toma sus referencias el segundo, corresponde a una amalgama de subgéneros nacidos de la fase terminal de los géneros clásicos.


Un anacronismo es la intrusión de una época en otra. Un anacronismo es utilizar como sustrato narrativo las ruinas de los géneros clásicos e insertarles los gestos rescatados de los subgéneros más despreciados. De Reservoir Dogs a Malditos Bastardos, del film noir al bélico, Tarantino ha tratado siempre de devolver los afluentes a sus fuentes, la basura a sus vertederos. Esa es la blaxploitation que se inserta en una trama tan negra como sus diálogos, esos son los bastardos de Enzo G. Castellari que se devuelven a su verdadera historia. Y hacerlo retrotrayéndose al año 1941, se revela como el plano del contraplano al mismo intersticio mostrado por La cuestión humana. La distancia que separa la realidad y su representación en el trabajo de Klotz es la misma que media entre la Historia y su imagen en el ejercicio ejecutado por Tarantino. Ese hiato es lo que la cultura trata de ocultar y suturar conservando todas sus ruinas como un tesoro —véase políticas de museificación—. Pero una vez desvelado el fracaso de acotar un tiempo concreto, ambas propuestas se enfrentan a la homogenización cultural, que escenifican y ponen como ejemplo sus propias imágenes, desde una ética construida exclusivamente a partir de gestos artísticos. El temblor de la voz de Simon, Rod Taylor interpretando a Winston Churchill, la nuca de Isabelle, Shosanna mirando a través de una ventana mientras fuma, el rostro de Miguel Poveda produciendo emoción, el bongiorno de Aldo Raine: excepciones reutilizadas contra el tiempo en que la norma marca hasta las pautas de la propia excepción.

 

© Ricardo Adalia, agosto 2010

 

(1) AGAMBEN, Giorgio: Profanaciones, Ed. Anagrama, Madrid, 2005.
(2) En la escena descrita debería aparecer junto a su familia sosteniendo unas antorchas en las faldas de la montaña que da título a la película.
(3)DIDI-HUBERMAN, Georges: Imágenes pese a todo, Ed. Paidós, Barcelona, 2004.
(4) Íbidem, pág. 177.