La anticipación en los créditos de inicio

Crédito(s)

Quizá fuera culpa de mi prematura pasión por el cine o quizá, simplemente, porque yo era un niño y como tal era impaciente por naturaleza. Sea como fuere, recuerdo perfectamente que para mí los títulos de crédito suponían siempre una tortura, una especie de peaje que debía pagar a la fuerza si quería ver las imágenes que vendrían después.

No sé realmente en qué momento concreto empecé a prestarles atención a estas secuencias y a considerarlas como parte integrante del filme; seguramente la pintada en la pared que abría Mi tío (Mon oncle, 1958) de Jacques Tati tuviese algo de culpa. Lo que sí recuerdo perfectamente es el momento en que descubrí la función capital que estas podían llegar a cobrar dentro de una obra cinematográfica. Me ocurrió viendo El quimérico inquilino (Le locataire, 1976) de Roman Polanski.

En la secuencia inicial de esta película, sepultada por nombres de técnicos, actores y productores, unas imágenes se deslizaban silenciosamente tratando de explicar algo, superando su condición de mero acompañamiento. Entonces decidí fijarme con mayor detenimiento en ellas y descubrí fascinado cómo todo -y quiero decir absolutamente todo el desarrollo de la trama (la locura de Trelkovsky, su intento de suicidio, las actitudes de sus vecinos…)- estaba ya apuntado allí en un gran plano secuencia que unía los diversos apartamentos en los que posteriormente se desarrollaría la película.

 

Desde entonces siempre he sentido una especial predilección por analizar estas pequeñas joyas cinematográficas y jamás los grandes directores me han decepcionado. David Lynch, quizá el único cineasta consciente de que el noventa por ciento del público es incapaz de recordar los primeros minutos de una película, introdujo una de las claves de Mullholland Drive (2001) en la secuencia inicial (el baile, los padres, las esperanzas frustradas); o el caso de Apichatpong Weerasethakul que, con su pasmosa facilidad para reinventar el lenguaje cinematográfico y adaptarlo a sus necesidades, colocó los títulos de Tropical Malady (2004) en el momento que consideró adecuado para su obra, independientemente de que hubieran transcurrido ya diez minutos desde el inicio.

Más allá de estos dos ejemplos concretos, lo que queda claro es que en los títulos de crédito los directores saben de lo que hablan. Dichas secuencias cierran el círculo creativo, ya que suponen la única parte del trabajo que se realiza a posteriori, una vez ya se han asimilado las experiencias del rodaje y el montaje y se conoce, por fin, la forma definitiva de la obra. Son un terreno abonado para la experimentación, para devolver la película a la dimensión mental en la que se originó y no solo eso, sino que además son capaces de conectar con cualquier tipo de espectadores puesto que, al no esperar nada, tampoco se plantean ni siquiera adoptar una postura de defensa frente a ellas. Simplemente las ven y las asimilan.

Los títulos de un filme, si son realmente buenos, tienen más que ver con el espíritu de la película que con cualquier otra cosa. Son una grieta para acceder al auténtico motor de la ficción. Una de las últimas y más poderosas muestras de ello la podemos ver a día de hoy en los cines gracias a Drive (2011) de Nicolas Winding Refn.

 

Lo primero que vemos en pantalla son unos títulos de crédito de color fucsia, para qué negarlo, especialmente horteras, sin apenas diseño, que parecen -como muy bien dijo una compañera de esta revista- sacados directamente de una fuente predeterminada de Windows.

Justo después, una panorámica por una habitación nos descubre al protagonista del filme (Ryan Gosling), ultimando por teléfono los detalles para un trabajo que tendrá lugar esa noche. Mientras habla, con un tono absolutamente neutro en su voz, la luz fucsia de unos neones rebota sobre su chaqueta plateada, con un escorpión bordado a la espalda (!), y apreciamos entonces la dinámica sobre la que todo el filme se sustentará: el contraste entre la contención y el exceso. Este es el terreno en el que se moverá todo la película, su forma. Ahora solo falta esperar a que se nos revele su espíritu.

A continuación, el protagonista sale de casa, se dirige al taller mecánico de un amigo y coge un coche prestado. Después conduce hasta una nave industrial, sube a dos ladrones en su coche y empieza una persecución policial. Es justo ahí cuando lo vemos claramente: Ryan Gosling se convierte frente a nuestros ojos en Ryan O’Neil y Drive añade una ‘r’ al final y se convierte en Driver (1978), el filme de Walter Hill.

El cine de acción americano de los setenta es el que pone en marcha la película y será el intento por actualizar su legado el que dé sentido a Drive. Después de la persecución vuelven de nuevo las letras a la pantalla y ahora sí, ahora lo entendemos; eso que en un principio nos pareció cutre ya no lo es tanto, simplemente hemos asistido a un milagro, a la revalorización en pocos minutos de una pieza vintage creada en el pleno siglo XXI.